Dirección: Wayne Wang. País: USA. Año:> 2007. Duración: 83 min. Género: Drama. Interpretación: Faye Yu (Yilan), Henry O (Sr. Shi), Pasha Lychnikoff (Boris), Vida Ghahremani (Madam). Guión: Yiyun Li; inspirado en un relato de su novela «Los buenos deseos». Producción:> Yukie Kito, Richard Cowan y Wayne Wang. Música: Lesley Barber. Fotografía: Patrick Lindenmaier. Montaje: Deirdre Slevin. Diseño de producción: Vincent De Felice. Estreno en España: 18 Abril 2008. |
SINOPSIS
El Sr. Shi, un viudo de Pekín, va a visitar a su única hija, Yilan, a los EE.UU. Yilan se acaba de divorciar y él quiere ayudarle a recuperarse del trauma. El Sr. Shi está decidido a que Yilan recupere su matrimonio y rehaga su vida, pero su hija termina evitándole cuando él se empeña en conocer las causas del divorcio. Desconcertado, el Sr. Shi se aventura en la ciudad y conoce a Madam, una señora mayor que huyó de la Revolución Iraní. Ambos inician una breve amistad que finaliza cuando el hijo de Madam la envía a un asilo. Enfrentado tanto a las revelaciones de Madam como a la confrontación con Yilan, algo para lo que el Sr. Shi no estaba preparado, acabará por aceptar las cosas tal y como son, llegando a comprender, aunque sea un poco, a Yilan.
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CRÍTICAS
Reencuentro
Después de sorprender con títulos como El club de la buena estrella y el díptico Smoke-Blue in the Face, el director de Hong Kong Wayne Wang ha llevado una carrera un tanto errática, con rarezas como El centro del mundo y títulos comerciales de Hollywood como Sucedió en Manhattan. Aquí vuelve a lo que mejor se le da, una historia sencilla y muy humana, basada en un relato de Yiyun Li, que firma también el guión. Lo que le ha hecho merecedor de la Concha de Oro en el Festival de San Sebastián.
Shi, un anciano chino, viudo y jubilado viaja a Estados Unidos para visitar a su hija Yilan, instalada en ese país y recientemente divorciada. Se trata de una película donde importan, y mucho, las cosas pequeñas. Cuando Yilan propone a su padre volar, para conocer mejor el lugar, él contesta que prefiere ir en tren, conocer las cosas directamente. Wang nos habla del viejo problema de la comunicación, común en oriente y occidente. En un momento dado, Yilan comenta con su padre los problemas del mandarín, un idioma que parece pensado para no expresar los sentimientos, propicio para los secretos. Pero lo cierto es que la sociedad occidental también propicia el aislamiento, el no poder volver a comer a casa tranquilamente, las llamadas impersonales de los televendedores, los planes en solitario como acudir a una sala de cine.
No hay «terremotos» en esta película de condición minimalista, todo es la vida misma. Vemos a Shi hablar su inglés elemental, hacer migas con una vecina de origen iraní, que también tiene problemas con el idioma; somos testigos de la sorpresa de este hombre mayor, porque una joven en edad de trabajar esté tomando el sol tranquilamente en la piscina, y hable con la mayor naturalidad en biquini a un desconocido, algo que despierte en el protagonista la elemental modestia en que se ha educado.
Hay buenas metáforas -esas muñecas rusas que esconden dentro otras muñecas, y que se encuentran entremezcladas, Shi las ordena, lo que habla de problemas no compartidos por el otro, que dan pie a prejuicios, a pensar lo que no se debe pensar-, magníficas interpretaciones –Henry O ganó el premio al mejor actor en el Festival de San Sebastián-, y buen equilibrio entre elementos dramáticos y humorísticos.
83 minutos de sensibilidad
Wayne Wang, al igual que tantos espíritus inquietos y experimentadores vocacionales del cine independiente norteamericano, gente como Steven Soderbergh y Gus van Sant, e incluso directores mexicanos con afanes trotamundos y prestigio internacional como Guillermo del Toro y Alfonso Cuarón, descubrió las ventajas de alternar el cine que deseaba hacer, las películas inconfundiblemente personales, con los productos made in Hollywood, calculados, millonarios, de fórmula infalible, con la única prioridad del éxito. Esa legítima y pragmática actitud imagino que preserva a la vez la integridad artística y la salud de la cuenta corriente.
Algunos de estos creadores logran moverse con transparente dignidad entre el proyecto personal y el mercenario. No es el caso de Wang. Sus coqueteos con la gran industria no han dejado ningún título memorable, pero sí películas relamidas, pretenciosas, rutinarias y vacuas como El club de la buena estrella, Sucedió en Manhattan y Mi mejor amigo.
Sin embargo, cuando este tío habla con tono intimista de lo que le importa, cuando se vuelca en los pequeños dramas de gente solitaria o sola, en la catarsis de los conflictos familiares, puede realizar joyitas, un cine tan sensible como sugerente, retratos tragicómicos de seres estupefactos o perdidos. Otorga a sus personajes autenticidad y sentimiento, solidaridad en la desdicha, involuntario humor. Ocurría en la preciosa, lírica, agridulce y generosa Smoke. También era muy apreciable el insólito y gracioso documental sobre el rodaje de ésta en Blue in the face, reivindicando los placeres que dona el tabaco, algo transgresor, ya que en esa época se abría la veda en Estados Unidos para acorralar a los infames fumadores.
En ambas andaba por medio Paul Auster, escribiendo el guión de la primera y codirigiendo la segunda. Doce años después, Auster preside el Festival de San Sebastián que le otorga la Concha de Oro a Mil años de oración. Y no es un favor al colega. Supone el reconocimiento al talento y el pulso de Wayne Wang para contar de forma ácida y tierna la compleja relación entre un anciano chino que visita en Estados Unidos a una hija que intuye infeliz. El contraste y el desencuentro entre este superviviente de la Revolución Cultural y la resignada desolación de su americanizada hija están descritos con sutileza y profundidad, con aroma y sabiduría.
Lo que cuenta es triste. Habla de los secretos y las mentiras que uno llega a creerse para justificar o soportar su existencia, del sentimiento colectivo de soledad, de la angustia y la impotencia ante el sufrimiento de lo que más quieres. Pero también posee humor y gracia mostrando el desconcierto de este hombre ante el nuevo mundo, su humanidad en sus intentos de comunicación con los extraños, una poética no subrayada, un actor al que llegas a querer. Y te despides de ella conmovido, con sabor agridulce, agradecido.
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