Cine y compromiso: cuando la cámara trabaja en las trincheras
[Alberto García y Yago González. Artículo publicado en la revista Nuestro Tiempo]
El cineasta Theo van Gogh se zafaba en cuanto podía de la escolta policial que le habían asignado meses atrás. El martes 2 de noviembre de 2004 fue uno de esos días en que decidió eludir a sus guardianes. Cogió su bicicleta y puso rumbo a su trabajo en el este de Amsterdam. Mohammed Bouyeri, un marroquí de origen holandés de 26 años y miembro de una organización islamista radical, salió a su encuentro en plena calle y le disparó. El director, conocido por su vehemencia y su carácter enérgico, se resistía a morir; Bouyeri le remató pegándole veinte tiros, asestándole varias puñaladas y rebanándole el cuello. La guinda del crimen: una carta clavada en el pecho del cadáver con un cuchillo, firmada «en nombre de Alá» y sembrada de amenazas a los gobiernos occidentales, a los judíos y a los no creyentes.
Tres meses antes, en agosto, la televisión holandesa emitía Submission, el cortometraje basado en el guión de Ayaan Hirsi Ali -parlamentaria liberal de origen somalí amenazada por los integristas- con el que van Gogh prendió la enésima mecha de la disputa. La cinta condenaba la situación de la mujer en el Islam e irritó a muchos musulmanes, que la tacharon de «blasfema». No era la primera vez que van Gogh hurgaba en la llaga: su oposición a la sociedad multicultural holandesa ?plasmada en numerosos libros, películas y artículos de opinión? se había ganado la antipatía de parte de los musulmanes de los Países Bajos. Las balas disparadas por el radical Bouyeri abatieron el inminente latigazo intelectual que preparaba van Gogh: 0605, un filme sobre el asesinato del político holandés Pim Fortuyn.
De haber sobrevivido a la mortal picadura del fascismo aquella mañana de noviembre, van Gogh habría seguido abriéndose paso entre la espinosa maleza del compromiso político con la cámara al hombro. El holandés pertenecía a ese selecto linaje de cineastas que ?desde el Chaplin de El gran dictador o los Capra y Ford del ¿Por qué luchamos? hasta los contemporáneos Winterbottom o Loach? espolean las conciencias de su tiempo. Son pocos los acontecimientos relevantes del siglo XX que no hayan sido recreados para la gran pantalla, y la jungla geopolítica actual también llena las salas de «víctimas colaterales». Jarhead (Mendes, 2005), El tigre y la nieve (Benigni, 2006) o Redacted (de Palma, 2008) son ejemplos de acercamientos recientes a la contienda que sacude Irak. Convencido del poder sugestivo del cine, de Palma aseguró ?al presentar el filme en Venecia? que «las películas iban a parar la guerra».
Pero, ¿tiene el cineasta la función de cambiar el mundo, de influir en él, de pelear con celuloide contra lo que considera injusto? Así lo creen muchos directores y actores que engrosan continuamente las listas de abajofirmantes en cuantas causas les convoquen. Los temas para los que son reclamados son muchos y, dado su protagonismo en la plaza mediática, el compromiso del artista puede convertirse en un deber. «Cuando las circunstancias históricas apremian ?afirma el filósofo Fernando Savater? es cuestión de decencia que quienes tienen representatividad social la aprovechen para dar la alarma ante los males que nos amenazan o para denunciar torpezas de quienes gobiernan. Aunque eso les cree incomodidades, suscite incomprensiones y hasta pueda acarrear alguna represalia». Ciudadanos privilegiados capaces de sumar su genio al de una causa en la que creen con la intención ?en palabras de Artaud? de «extraer de la cultura una fuerza idéntica a la del hambre». El cine como alimento cívico, como vitamina de conciencias.
La pretensión de denuncia no es exclusiva del cine, sino una capacidad propia del arte, que en muchas ocasiones se ha entendido como una forma de protesta en sí mismo, debido a su negación de lo práctico y su rebeldía ante la realidad. De manera más específica, las obras de arte comenzaron a ejercer un papel reivindicativo al hilo de las grandes «provocaciones» del siglo XX: los totalitarismos y las dos guerras mundiales. Ahí está, por ejemplo, Adorno y su imposibilidad de la poesía después de Auschwitz, el prolongado debate de Albert Camus y Jean Paul Sartre sobre el compromiso político del artista (el primero en contra del comunismo y el segundo decididamente a favor) o el teatro épico de Brecht, donde el arte se convierte en un deber orientado a la movilización.
El problema es que no todos los compromisos son iguales. El kilómetro sentimental también rige para la implicación del cineasta. Enzarzarse en la defensa de la independencia política del Tíbet puede ser una causa muy razonable (Richard Gere ha hecho bandera de ello), pero la nación budista no deja de ser una galaxia muy, muy lejana. Y quizá haya «estrellas de la muerte» más cercanas para destruir. Diagnosticar las enfermedades sociales del día a día ha alentado la filmografía de Ken Loach, un cineasta combativo, paladín de la clase obrera, de los que gusta indagar bajo las alfombrillas de las sociedades del bienestar. Nervio fílmico para reivindicar a los desfavorecidos en propuestas como Ladybird, Ladybird, Mi nombre es Joe o Sweet Sixteen. Sin embargo, Loach incurre en el trazo grueso cuando bucea en la guerra civil española (la sonrojante Tierra y Libertad) o en el conflicto norirlandés (la maniquea El viento que agita la cebada). Parece que con su última propuesta retorna a su hábitat: Un mundo libre (2008) denuncia los abusos a los trabajadores inmigrantes.
El director británico encuentra en Fernando León de Aranoa su alter ego hispano: «Mi trabajo ?afirma el autor de Los lunes al sol? es el resultado del interés por dignificar y desmitificar la realidad de los marginados, haciendo uso, al mismo tiempo, de la poética que esconde esa misma realidad». Si bien los rostros visibles del cine español se han destacado por tratar de exorcizar los males de la realidad social (ahí está aquel panfletario Hay motivo en la última etapa de Aznar), a su lente le ha faltado profundidad de campo. Cuando, tras la gala de los Goya de 2003, clamaron un contundente «¡No a la guerra!», el propio Savater se apresuró en recordarles la falta de valentía para oponerse a atropellos cercanos, empleando, por ejemplo, la estupenda plataforma del Festival de San Sebastián: «Se diría que la obligación de compromiso político [del cine español] acabó con la muerte de Franco». No es del todo exacta la acusación del audaz filósofo. Te doy mis ojos, el imprescindible alegato contra la violencia machista a cargo de Icíar Bollaín o los poderosos desheredados del realismo social de León de Aranoa demuestran que el cine español sí ha ido más allá del «compromiso aristohippie». Pero también es cierto que muy pocos se han atrevido de cara con el asunto más sangrante de la España contemporánea: el terrorismo etarra y, sobre todo, sus víctimas. ¿Por qué?
Cuando Juan José Aquerreta presentó una escultura de homenaje a las víctimas del terrorismo, le preguntaron si sentía que se había expuesto de manera especial al hacerlo: «Sobre todo, te expones mucho no haciéndolo. Hay cosas que te obligan. La vida es un riesgo y estar vivo es un riesgo». Y este nítido porqué de su implicación: «Estaba destinado a hacer esta escultura por la conciencia que tengo de la injusticia que supone el terrorismo en la vida política». Al igual que Aquerreta, en el cine hay dos nombres que sobresalen por su coraje ideológico, sin vendas políticas ni equidistancias morales: Elías Querejeta e Iñaki Arteta. Ambos han asumido la máxima de Hannah Arendt: «Describir los campos de concentración sin ira no es ser objetivo, sino indultarlos». Tanto Asesinato en febrero (2001) como Trece entre mil (2005) toman partido y recuerdan que hubo una vez una sociedad democrática que naufragó en su transición hacia la democracia, que existió una vez un país donde quienes pensaban diferente eran asesinados. Donde el lienzo de una sociedad ideal se imponía sobre la sociedad realmente existente a ritmo de parabellum y titadyne. Se trata de documentales hechos a cara descubierta contra el terror, militando en el bando de los que han sufrido. Sin impertinentes equidistancias. Por la pantalla desfilan las entrevistas a los protagonistas de la tragedia: viudas repletas de coraje que permanecen como concejales constitucionalistas en sus pueblos, hijos que han visto apagarse el faro de sus vidas, abuelos que han perdido el diamante de su esperanza o padres que constatan que la venganza no es posible porque ellos «no llevan esa maldad dentro». El archivo de las vidas que pudieron ser y no fueron. Un cine que emociona hasta la catarsis, que llena de rabia cívica y de piedad humana al contemplar cuál es realmente el conflicto vasco y qué demonios implica la supuesta «liberación» de una patria.
En su lucha contra el totalitarismo también se ha alineado sin ambages el griego Constantin Costa-Gavras. Desde sus inicios como realizador, Costa-Gavras ha apostado por convencionales recursos de la ficción para señalar los atropellos del poder. Su alegórica Z (1969), con guión de Jorge Semprún, escandalizó a los izquierdistas y al Partido Comunista Francés al retratar el procesamiento de la cúpula militar y policial de Grecia tras el asesinato de un diputado. Era la primera descarga de una tormenta de imputaciones fílmicas. Con La confesión (1970), Estado de sitio (1973) y Desaparecido (1982), Costa-Gavras pergeñó la trilogía política, un ejercicio que recreaba los escenarios del mundo donde la libertad agonizaba por asfixia. Tal y como dice la periodista Ana Useros, especialista del Círculo de Bellas Artes, «el cine político de Costa-Gavras respira nostalgia del documental -uno no estuvo allí para filmar-, de la prensa -que no siempre dice lo que sabe o sabe lo que dice- y de la justicia, maniatada y manipulada. El valor de este cine es virtual, pues está condenado a sustituir al reportaje perfecto, a la instrucción perfecta de un caso, al haber estado allí».
El descenso al barro del compromiso puede salpicar a los propios creadores cuando su labor reclama la atención de la Justicia. Incluso mucho tiempo después de enfangarse. En 2002, el juez chileno Juan Guzmán Tapia -que había figurado como extra en Estado de sitio– interrogó a Costa-Gavras en el marco de su investigación por violaciones de los derechos humanos durante el Chile de Pinochet. El objetivo era precisar las fuentes de información que utilizó el cineasta griego para rodar Desaparecido, su ajuste de cuentas con aquella dictadura. Poco después de declarar, Costa-Gavras afirmó que hizo la película «para demostrar a dónde pueden conducir los regímenes militares que atropellan la legalidad, y también para honrar a las víctimas».
Más desabrido fue el encontronazo con la ley que protagonizaron los actores Rizwan Ahmed y Farhad Harun en el aeropuerto inglés de Luton. Fueron detenidos junto con Shafiq Rasul y Rhuhel Ahmed, los jóvenes a quienes encarnaban en Camino a Guantánamo. Triunfadora en la Berlinale de 2006 -los arrestados regresaban de la capital alemana-, la cinta de Michael Winterbottom narra la peripecia de cuatro británicos de origen paquistaní encerrados durante casi tres años en la base la base estadounidense en Cuba. Tras la detención, una agente de Scotland Yard les recriminó su implicación en el filme: «¿Tenéis intención de hacer más películas como ésa? ¿Acaso os habéis hecho actores sólo para publicitar los sufrimientos de los musulmanes?».
Winterbottom, con el ojo despierto del buen analista de la realidad, disparó su cañonazo de celuloide cuando los andamios de la seguridad nacional más recelaban del turbante y, por tanto, más incurrían en la coerción. No obstante, el autor se mostró escéptico respecto a la influencia de la película: «No creo que pueda cambiar gran cosa, pero uno espera que la prensa, la televisión, las películas cumplan poco a poco una cierta función recordatoria para la gente, para que no olvide. No confío mucho en los que hacen cosas sin conocer bien los hechos y las formas. Hacer películas no me capacita para andar por el mundo conferenciando sobre cualquier tema, aunque éste me preocupe de forma personal. Es mejor que lo hagan los que están más capacitados que yo para eso». A esta tarea contra el olvido dedica su último filme, Un corazón invencible, en el que convenció a Angelina Jolie para que se metiera en la piel de la esposa del periodista Daniel Pearl, salvajemente asesinado en Afganistán. Así describe Mariane Pearl en su libro los principios éticos de su marido: «En su trabajo, Danny lucha por mantenerse libre de dogmas y compromisos. No siempre es sencillo permanecer imparcial, pero el mero intento agudiza la percepción de Danny y su independencia. Él no representa a ningún país ni a ninguna bandera, trabaja sólo en pos de la verdad. Se encuentra aquí para sostener un espejo y forzar a la gente a observarse a sí misma». Porque, quizá, para la denuncia baste simplemente con «sostener un espejo»; es lo que hacía el Neorrealismo en una de sus obras maestras: Roma, ciudad abierta (1945), de Roberto Rosselini, un alegato contra el nazismo rodado con los ecos de las bombas aún resonando en los oídos.
Como evidencia Winterbottom, el mayor compromiso del cine siempre ha girado en torno a la guerra. De las heridas sin cicatrizar de la contienda de los Balcanes tratan obras como el Underground de Kusturica, la oscarizada En tierra de Nadie o la conocida Savior, con Dennis Quaid al frente del reparto. El conflicto bélico ?Vietnam en esta ocasión? también fue uno de los temas estrella en el desencantado cine estadounidense de los setenta. En ocasiones, el cine exhibió un pacifismo algo naïf (El regreso, con una activa Jane Fonda y un paralítico veterano interpretado por John Voight) y, en otras, una visión mucho más compleja sobre la naturaleza del Mal y sus justificaciones morales: el descenso a los infiernos de Apocalypse Now y la amistad quebrada («¡un disparo!») de El cazador. Con alegatos posteriores contra aquella guerra (Platoon, Nacido el 4 de Julio) se hizo famoso Oliver Stone, un cineasta que siempre ha reivindicado la necesidad de «películas comprometidas para sacudir la conciencia social de los ciudadanos». Ése era su objetivo al afrontar Comandante (2003), una conversación-documental con Fidel Castro sin apenas atisbo de crítica ante la falta de libertad en la isla de Cuba, ese paraíso perdido para los turistas del ideal. Ya lo advirtió el filósofo liberal Jean-François Revel: «No es nada seguro que los intelectuales amen la democracia y la libertad». El régimen cubano sí ha sido criticado desde la ficción con obras como Fresa y Chocolate (1993) o Antes que anochezca (2000).
Fieles a su esencia, las dictaduras han puesto contra las cuerdas a las mentes rebeldes. Es conocido el éxodo de autores del Este (el polaco Roman Polanski o el checo Milos Forman son los más célebres) por enfrentarse a la férrea ideología soviética. De haber seguido en sus países, quizá hubieran sido carne de gulag, como Solzhenitsin, o de desprecio público, como Andrei Tarkovski. Pero el terror rojo no murió en las fronteras de Europa: la bota comunista aplastó libertades hasta en los confines de Oriente; Camboya fue su más pavoroso experimento. Aquel espeluznante genocidio maoísta ?unos dos millones de personas, casi un tercio de la población? fue, en gran parte, popularizado gracias a que el altavoz del cine dejó escuchar Los gritos del silencio (1984).
En el principio fue la palabra: el artículo Muerte y vida de Dith Pran, del periodista del New York Times Sydney Schanberg, despertó el olfato del productor David Puttnam. Tras ganar el Pulitzer por la cobertura de la rebelión de los Jemeres Rojos de 1975, Schanberg volvió a Camboya. Su misión: rescatar de los «campos de la muerte» a su ayudante e íntimo amigo Dith Pran. Puttnam y el director Roland Joffé (La Misión) filmaron esta conmovedora historia que, además de arrasar en taquilla y ganar tres Oscars, ahondaba en la esencia de la amistad y descubría el auténtico color del mundo ideal imaginado por Pol Pot. Un impulso ético inspiró la determinación de Puttnam: «Que se vuelva a hablar de la tragedia de Camboya, que se planteen y respondan nuevas incógnitas y que los políticos se piensen dos, tres o cuatro veces los efectos que sus en apariencia sencillas decisiones políticas tienen sobre las personas corrientes».
También la salvaje matanza de tutsis o la violenta situación de Sierra Leona forman ya parte del moderno imaginario colectivo gracias a la angustia de las imágenes de Hotel Ruanda o Diamantes de sangre. Sin llegar a tales extremos, ha habido otros muchos cineastas que han confeccionado filmes de fuerte aliento político, ubicados en algunos de los más sangrientos conflictos étnicos o políticos que pueblan el globo. Irlanda del Norte y el terrorismo ha centrado la obra más interesante de Jim Sheridan: los atropellos de la Justicia Británica (En el nombre del padre) o la sed de sangre del IRA en la compleja The Boxer (1997). El conflicto palestino-israelí se explora en propuestas como la de los dos suicidas que protagonizan Paradise Now (2005) o la de la viuda palestina que emprende una lucha legal en la reciente Lemon Tree. Los abusos sobre la población negra en Sudáfrica han sido recogidos en Grita Libertad (1987), donde un periodista blanco interpretado por Kevin Kline traba amistad con un activista interpretado por Denzel Washington; Bopha (1993), la historia de un sargento de policía ?Danny Glover? que intenta sofocar las primeras revueltas estudiantiles contra el apartheid; o Atrapa el fuego, estrenada el pasado invierno, en la que Tim Robbins se mete en la piel de un policía torturador. En este puñado de ejemplos late el amargo inicio de Archipiélago Gulag: «Dedico este libro a todos los que no vivieron para contarlo, y que por favor me perdonen por no haberlo visto todo, por no recordar todo, y por no poder decirlo todo.» Ver. Recordar. Decir.
Chaplin parodiando a Hitler por haberle birlado el bigote, Capra y Ford dando razones de ¿Por qué luchamos? durante la II Guerra Mundial, la compasión ante los débiles en el Neorrealismo italiano, el compromiso de tantos cineastas españoles que se las vieron con la censura franquista, Hollywood contra Vietnam, la apuesta interracial del primer Spike Lee, Trece entre mil, Guantánamo y un desolador etcétera. Y es que los bombardeos sobre la libertad aún hacen temblar el suelo del recién estrenado siglo XXI. No obstante, el crimen nunca quedará del todo impune siempre que una cámara rebelde se cuele entre las grietas de la injustica y actúe de testigo. Aunque a veces el precio sea alto: el de una carta clavada en el pecho.
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