[Guillermo Callejo – CinemaNet]
Se acercan los días de Semana Santa, que entre otras cosas sirven para la introspección, o al menos para la reflexión detenida de escenas: incluso se hace un parón laboral para disfrutar de las vacaciones, respirar aire puro y distanciarse de las agitaciones cotidianas. El cine también conoce y fomenta la importancia del silencio como vía para los descubrimientos más personales y las experiencias más removedoras.
En el cine es muy fácil atender a los diálogos, a la música, a los efectos sonoros, a las interpretaciones, y menospreciar u olvidar algo tan capital como es el silencio, un ingrediente esencial en un buen puñado de los mejores largometrajes jamás filmados. Para ilustrar esto, el valor y la eficacia de los fotogramas que se caracterizan por carecer de ruido o sonidos, propongo centrarnos brevemente en tres o cuatro ejemplos pertenecientes a distintos géneros.
En primer lugar, el drama. El festín de Babette (1987), producción danesa basada en el libro de Isak Dinesen y que recibió, entre otros premios, el Óscar a la Mejor Película extranjera, juega mucho con el elemento del silencio. Es, de hecho, llamativa la insistencia con la que el director recurre a él, y en todas las ocasiones surte un gran efecto en el espectador. Algo tan sencillo -y aparentemente vulgar- como una cena se convierte en el motivo y fin de esta historia amable y cercana. Los escuetos diálogos, los movimientos cautelosos y comedidos de los protagonistas, la ausencia de grandes imprevistos… Parece que todo ello debería sumergir al público en un estado tedioso o de gran aburrimiento, y sin embargo no es así.
Y es que aquí abundan los silencios, sí. Más aún, imperan. No obstante, tal exceso tiene algo de cautivador, porque, al menos en este caso, nos permiten adentrarnos en el carácter mágico de la cena, comprender la relevancia del momento, sentir el drama como propio, saborear los manjares junto con los personajes, reflexionar sobre sus propias reflexiones casi nunca verbalizadas. Son silencios, en fin, que llevan al delicioso ejercicio intelectual del que está sentado plácidamente en su sillón.
Vayamos a otro paradigma, esta vez perteneciente a la categoría de suspense. Y es que aunque parece claro que muchos directores están autorizados a disputarse el liderazgo como mejor director, nadie osará -al menos- desbancar a Alfred Hitchcock en su pedestal de “mejor generador de ansiedad”. Y sin ánimo de echar a un lado algunos atinados análisis llevados a cabo en torno al cine de Hitchcock, desearía escoger un ejemplo paradigmático de este director: Los pájaros (1963).
Es bien conocida por todos la trama que recorre el nervio central de la historia: una hiptonizadora mujer (la delicadísima Tippi Hedren) conoce en una pajarería a un abogado (el varonil Rod Taylor) por el que no tarda en sentirse atraída. Guiada por un impulso difícil de controlar, decide regalarle un par de periquitos, para lo cual deberá viajar a Bahía Bodega. Allí, de pronto, ella y los habitantes del lugar sufrirán los inexplicables y violentos ataques de miles de pájaros.
Sólo un mago como Hitchcock es capaz de convertir un guión tan sencillo en una pieza cinematográfica sensacional, plagada de agobios, angustias y frenesís. Y para lograrlo no recurre a insólitos efectos especiales. Le bastan unas buenas interpretaciones, un montaje agudo y, sobre todo, una estrategia sonora extraordinaria. El espectador necesariamente se encoge inquieto en su butaca al sufrir los abundantes silencios de los protagonistas, y en su mente reverberan con extraordinaria plasticidad los graznidos de los diabólicos animales. En esta película no hay música, sólo diálogos y ruidos provocados por la naturaleza. En una palabra, prepondera la ausencia de sonido. A la postre, Hitchcock genera así una tensión difícil de explicar, pero palpable e incuestionable
Ya hemos hecho ver cómo el silencio en el cine puede ofrecer secuencias memorables en géneros cinematográficos tan importantes como el drama o el suspense. Pues bien, es el momento de mostrar cómo en uno tan distinto como es el del humor -por no decir risa- posee también un enorme valor.
Un paradigma del humor sin sonido tiene un nombre, sin duda: Charles Chaplin, quien incluso cuando ya existía el cine sonoro se atrevió a seguir encarnando al silencioso Charlot y dejó así al mundo los largometrajes más memorables y desternillantes de su carrera. Luces de la ciudad (1931), Tiempos modernos (1936) o El gran dictador (1940). Además, él acostumbraba a escribir y dirigir sus películas.
Y ahora tomaremos otro ejemplo indiscutible: el de Harpo Marx, célebre personaje mudo que, junto con Groucho, Chico y (en alguna ocasión) Zeppo, protagonizó una serie de hilarantes películas en los años veinte y treinta del siglo pasado. Sus papeles son, en una palabra, inolvidables, pues con la solvencia de un formidable payaso conseguía entretener al espectador desde el momento mismo en que aparece ante la cámara. Mejor dicho, le arrancaba las carcajadas más sonoras que quepa imaginar.
¡Y no hablaba! Bueno, no hablaba en sus películas, entiéndase bien. Su arte consistía en la mímesis, en los gestos alocados o relajados, según conviniera, de todas sus extremidades. Dejaba que los compañeros de sus andanzas le gritaran y se enfadaran, se rieran y le pegaran, le quisieran y le ignoraran… Todo un alarde de buen cine, buen montaje y mejor interpretación.
Pensando en la ausencia de palabras como crucial elemento de guión, creo, por último, que es difícil pasar por alto otro producto de un género bien distinto a los anteriormente mencionados. Me refiero a El gran silencio (Die grosse Stille, 2005), aquel modesto largometraje que apareció en Alemania hace pocos años y que acaparó enormes elogios de la crítica, principalmente de la europea. No en vano fue premiado en el Festival de Sundance y en los Premios de Cine Alemán como el mejor documental del año. Lo firmaba Philip Gröning, que también escribió el guión.
Aquí estamos ante un documental en toda regla. Imponente, excepcional, bello… Se me agotan los adjetivos para describir un producto audiovisual que sólo puede entender del todo quien lo contempla sin prejuicios. Por decirlo brevemente, el director nos ofrece la posibilidad de palpar la vida monacal más cerca que nunca, con sus silencios, su sencillez y su carencia de luz artificial, de tal forma que el público siente que está allí. Alcanza un realismo y una proximidad con la historia que sólo puedo tildar de abrumadores.
160 minutos de deleite visual. La puntual música gregoriana como único ruido. Tanto silencio y tanta imagen invitan como pocas veces a la reflexión y a la introspección. Por supuesto, requiere del espectador mucha paz y una predisposición sosegada. Se trata de contemplar, de respetar el silencio de unos monjes acostumbrados a vivir en él y de procurar poner oído, quizá, a fin de escuchar esas palabras inaudibles que a ellos les colman.