Título original: The king’s speech. |
SINOPSIS
Tras la muerte de su padre, el rey Jorge V, y la escandalosa abdicación del príncipe Eduardo VII, Bertie, afectado desde siempre de un angustioso tartamudeo, asciende de pronto al trono como Jorge VI de Inglaterra. Su país se encuentra al borde de la guerra y necesita desesperadamente un líder, por lo que su esposa Isabel, la futura reina madre, le pone en contacto con un excéntrico logopeda llamado Lionel Logue. A pesar del choque inicial, los dos se sumergen de lleno en una terapia poco ortodoxa que les llevará a establecer un vínculo inquebrantable.
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CRÍTICAS
[María Dolores Valdés, CinemaNet]
Llega a nuestros cines esta magnífica película basada en la historia real de duque de York que más tarde sería el rey Jorge VI de Inglaterra. Con unas interpretaciones extraordinarias, muy medidas y en la que destaca Colin Firth con su recreación de la tartamudez que padecía el personaje que encarna, pero muy bien acompañado por el resto del reparto. Con un magnífico guión y una ambientación digna de elogio no es de extrañar que esta película esté cosechando numerosos premios y haya recibido siete candidaturas a los Globos de Oro.
Muy interesante a nivel de personajes es la contraposición entre Bertie y su hermano. El primero refleja miedos e inseguridades ocasionados por su defecto y una educación excesivamente rígida, pero no rehuye en ningún caso sus deberes. Es capaz de afrontar el ridículo y es consciente en todo caso de su responsabilidad. En contraposición encontramos a su hermano, el príncipe Eduardo VII (Guy Pearce)que teniendo muchas más dotes para el trato en público sin embargo no valora los dones que ha recibido y en vez de aprovecharlos para el bien común lo hace en su propio beneficio, anteponiendo sus propios gustos y egoísmos al deber.
Especialmente llamativo es el contraste cuando no es un afán de poder o de notoriedad lo que incentiva a Bertie, sino que muy al contrario hubiera preferido no tener que asumir esa responsabilidad, pero no puede desentenderse de ella. Y para ello no sólo deberá enfrentarse a sus miedos, sino que deberá someterse a una férrea disciplina y educación, en un afán de superación envidiable y muy a tener en cuenta en la historia que se nos está contando. En este reto cuenta siempre con el apoyo de su mujer, perfectamente interpretada por Helena Bonham Carter, que también es consciente de su responsabilidad y no actúa por motivos personales ni egoístas.
Junto a ellos encontramos al profesor que le ayudará no sólo en su discapacidad, sino en algo mucho más importante: la capacidad de confiar y de aceptar una amistad. El personaje de Lionel Logue (Geoffrey Rush) es fundamental en todo momento, su seguridad y autoestima sorprende, pues lejos de sucumbir a lo que pudiera ser ofensivo para él, por el contrario está siempre dispuesto a ayudar al otro a superar sus dificultades e inseguridades, sus propios miedos. Y para ello se apoya en lo que tiene: una familia unida y un don para ayudar a los demás. Así pese a ser un actor frustrado es un hombre feliz y capaz de hacer ver a otros lo bueno que hay en sus vidas.
En definitiva una historia con mucho interés humano, en que los personajes son entrañables y llegan muy bien al espectador, tanto con sus miedos e inseguridades como con sus ambiciones y egoísmos. Y en la que se valora muy positivamente la amistad, la educación y el papel de la familia y el matrimonio ante las dificultades así como el afán de superación poniendo los medios para ello. Muy recomendable por tanto y con un gran nivel cinematográfico.
[Sergi Grau, Colaborador de CinemaNet]
Superación. Responsabilidad
El Duque de York, que será coronado como Rey de Inglaterra con el nombre de Jorge VI de Inglaterra en vísperas de la Segunda Guerra Mundial, lucha por todos los medios para superar sus problemas de dicción; es tartamudo en unos tiempos en los que, merced del advenimiento de la radio como instrumento de comunicación de masas, la voz ha pasado a ser un instrumento político de primera magnitud.
Así podría resumirse, a grandes trazos, el meollo dramático de The King’s Speech, una película sin duda muy susceptible de ser analizada desde los parámetros industriales y circunstancias coyunturales que inciden en su vocación comercial y de valoración crítica, circunstancias que no sé si trascienden, pero sí que cohabitan con lo estrictamente cinematográfico. Desde esa óptica debe decirse que aunque El discurso del Rey tiene pabellón británico, acaece en territorio inglés y pretende narrarnos uno de esos capítulo que podríamos definir como algo parecido a la trastienda de la Historia británica, la presencia como productores ejecutivos de los hermanos Bob y Harvey Weinstein, capitostes de la Miramax, nos ayudan a aproximar el filme, más allá de todos esos anclajes british, a los parámetros de “lo oscarizable”, en unos meses, los navideños, en los que año tras año desfilan por los cines norteamericanos títulos que pretenden explotar ese plus de publicidad (o cota de prestigio, eso depende de cómo se mire) que sin duda lleva aparejado ese multimillonario negocio que se organiza entorno a la entrega anual de las estatuillas de la Academia de Hollywood.
Desde ese particular prisma, El discurso del Rey encaja bien en esa fórmula, casi convertida en género desde hace años, de filme-que-huele-a-Oscar. Así nos lo dice su intachable manufactura visual y su esmeradísimo encourage de época, puestos al servicio de una historia con un elemento dramático subyugante, que se raíla de forma perspicaz pero convencional, sin transgredir los términos de lo políticamente correcto. En ese sentido, aunque la excelencia profesional caracteriza tanto a muchos los nombres del reparto –Colin Firth y Geoffrey Rush en la punta de lanza, pero también están ahí Helena Bonham Carter, Derek Jacobi, Michael Gambon y Guy Pearce– cuanto a responsables de los apartados técnicos –la partitura musical de Alexandre Desplat, la dirección fotográfica de Danny Cohen, el montaje de Tariq Anwar–, dos nombres sobresalen en la edificación de la clase de personalidad que atesora la película.
Por un lado está el guionista David Seidler, antaño firmante de libretos como el de la emotiva Tucker: Un hombre y su sueño (Francis Coppola, 1986) y en los últimos tiempos atrincherado en la manufactura de guiones para la televisión británica, en un estado de ostracismo cinematográfico del que sale para entregar este refulgente libreto que toma el pulso, desde una óptica inédita y ciertamente interesante (sobre lo que después nos detendremos), a una Historia no por conocida menos apasionante, y que sabe resguardarse de tomas de posición argumentales que revelen claramente una filiación ideológica y por tanto puedan dar lugar a controversias, ello a pesar de estar incidiendo en temas que fácilmente se prestarían a ello, caso de las costuras de un determinado modelo de monarquía, la anglicana, las concretas circunstancias políticas de la sucesión (las razones por las que Eduardo VIII debe abdicar) que hallan un cierto reflejo especular con situaciones actuales en diversas monarquías europeas, o, por todo, el vestir crasos conflictos entre tradición y modernidad (el Arzobispo que encarna Derek Jacobi se enfrenta casi literalmente en ese sentido a Lionel Logue, el profesor de dicción que encarna Geoffrey Rush, en una secuencia, la del ensayo de la coronación, que resume muchos de los postulados de ese enfrentamiento que atraviesan todo el relato).
El otro nombre a destacar no es otro que el del realizador, Tom Hooper, cineasta que sólo tiene un largometraje previo en su haber filmográfico, The Damned United, pero que sin duda se ha labrado una reputación de artesano de lujo en tres afamadas producciones de la televisiva cadena HBO norteamericana, Elizabeth I, Longford y sobretodo la multipremiada miniserie John Adams, obras en las que, por otro lado, ya se movía en el territorio de la recreación o ficción histórica.
Sentado lo anterior, y ya centrándonos en lo que El discurso del Rey da de sí en el estricto apartado cinematográfico, vuelvo a la mirada a John Adams para establecer algunas concomitancias narrativas con la película que nos ocupa, y que, básicamente, inciden en las indudables cualidades como director que Hooper ostenta. Para quien no esté familiarizado con ese trabajo (a quien aprovecharé para recomendarle su visionado, pues se trata de una obra excelente, y editada en DVD en nuestro país), John Adams utilizaba la figura del que fue el segundo Presidente de los EEUU para lanzar una mirada, a sabia equidistancia entre la bondad sentimental y la escrupulosidad histórica, a los acontecimientos que acompañaron a la firma de la Constitución norteamericana, la ulterior Guerra de Independencia y la progresiva consolidación del modelo político instaurado por George Washington, Benjamin Franklin, Thomas Jefferson y el propio Adams, entre otros, en esa carta fundacional de la nación de las barras y estrellas. El protagonista, encarnado por Paul Giamatti, era un personaje que bajo su hieratismo e incluso mal carácter daba por mostrarnos lo poliédrico de su ánimo, pensamiento y acciones. Aunque de forma mucho más sucinta y simple (pues los ciento veinte minutos que dura la película no pueden dar de sí lo mismo que los casi cuatrocientos minutos de la miniserie).
Algo parecido sucede con el perfil que El discurso del Rey traza del Duque de York, Bertie para sus allegados, Jorge VI para sus súbditos cuando es coronado Rey: un estudio de personaje escrito con convicción, interpretado con suma pericia por Colin Firth (no se trata sólo de la dificultad de encarnar a un tartamudo, sino de hallar la correcta expresividad en esa gestualidad y esa voz entrecortada: Firth está en todo momento lejos de resultar histriónico, y eso es fundamental para la película) y, en relación con lo anterior, capturado con pulso magnético por el realizador, que equilibra perfectamente la balanza dramática del relato precisamente mesurando la subjetividad que, al fin y al cabo, da carta de naturaleza a la película, pues en El discurso del Rey, ya desde ese inicio en el que el Duque se muestra incapaz de dar su primer discurso por la radio, hasta el colofón narrativo en el que se enfrenta con un trascendental speech que debe enarbolar la necesidad de coraje y patriotismo en el advenimiento de la guerra, el mecanismo de identificación del espectador con el personaje es de primer orden, y en su sufrimiento, sus carencias relacionales, sus miedos, pero también sus responsabilidades finalmente asumidas, la película está, al fin y al cabo, planteando un único punto de vista, por mucho que el contrapunto dramático que ofrece el profesor de dicción (Rush, también muy comedido en un rol que se prestaba a más excesos) lo enaltezca.
Porque de eso nos habla el libreto escrito por David Seidler: de un apoderamiento, que se libra en la mente y los sentimientos de un hombre, cuya encrucijada es la de toda una nación (idea ésta de tímidas aspiraciones shakespearianas –que no en vano es referenciado en diversas ocasiones durante el metraje, e incluso el protagonista recita la Escena I del Acto III de Hamlet, el que sin duda es el monólogo más célebre en lengua anglosajona–). El papel del doctor/profesor logopeda no es otro que el de tutelar ese apoderamiento, el descubrimiento de Bertie de que tiene la capacidad física y psicológica para enfrentarse y hasta vencer su tartamudez (aunque en una secuencia llamativamente aislada, la que discurre en el paseo matutino que los dos personajes comparten por unas calles cubiertas bajo manto de luz blanca, Logue llegue a erigirse por un momento en la representación de los quebraderos de conciencia que atañen al Duque ante la decisión de su hermano de casarse con una mujer divorciada, lo que le obligará a abdicar y a él a sustituirle en el trono).
La magnífica idea, llevada a aún mejor puerto cinematográfico, que al fin y al cabo define de principio a fin El discurso del Rey actúa por metonimia: los problemas de dicción del protagonista pueden verse de tres maneras distintas: una, como un reflejo físico de la ansiedad que le provoca su destino como Jefe de Estado del Imperio Británico; dos, como un símbolo bien válido de la tensión entre la rigidez de planteamientos políticos en el pasado opuestos a la mucha mayor fragilidad, o menor impunidad, de la figura de la realeza desde mediados del siglo XX; y tres, como un reflejo de las convulsas circunstancias políticas que atravesaba Europa en aquellos años (en ese sentido, resulta muy ocurrente la inclusión en el metraje de imágenes de archivo de uno de los célebres e inflamados parlamentos de Adolf Hitler, que el Rey contempla con gran interés, manifestando al respecto su admiración por la oratoria de su adversario, el führer). Esas al menos tres interpretaciones alegóricas se alientan en el relato y conviven, como capas múltiples y superpuestas en la única y sencilla entraña dramática de la película, dotándola de vigor, intensidad, una justa dosis de emotividad e incluso unos inusitados arrebatos de épica. Eso, que no es poco, es lo que da de sí cinematográficamente El discurso del Rey, obra que ejemplifica por enésima vez que, felizmente, las vertientes artística e industrial, dimensiones inescindibles en la realización cinematográfica, no están necesariamente reñidas.
Cine regio
Década de los 30 del pasado siglo. Reina en Inglaterra Jorge V, y soplan aires de guerra. Su segundo hijo, Albert, padece una pronunciada tartamudez desde que era niño. Los muchos expertos que han tratado de ayudarle con su problema han fracasado. Lo que no tendría demasiada importancia, de no ser por la muerte de su padre y lo poco adecuado que es David, el heredero, para asumir la función de monarca. Los avatares del destino le obligan a llevar la corona… y sus súbditos, en tiempos difíciles, necesitan oír la voz del rey. Un heterodoxo logopeda, el australiano Lionel Logue, podría ser la solución a tan reales dificultades.
Formidable película dirigida por el británico Tom Hooper, que tiene a sus espaldas un magnífico currículum de películas y series televisivas basadas en personajes auténticos, ya sean regios (Elizabeth I), presidenciales (John Adams) o futboleros (The Damned United). Tiene a su disposición un guión de lujo firmado por un sorprendente David Seidler, quien hasta ahora sólo había descollado, y eso muy relativamente, con libretos de películas animadas (El rey y yo, La espada mágica. En busca de Camelot), y con uno escrito para Francis Ford Coppola, el de Tucker, un hombre y su sueño. Los hermanos Weinstein, productores, vuelven por la puerta grande a la lucha por los Oscar, y desde luego el conjunto del reparto de este film es de los mejores que se han visto en los últimos tiempos. Los personajes son magníficos y los actores que los representan les sacan todo su jugo, está increíble, sensacional, Colin Firth, pero también Geoffrey Rush, Helenah Bonham-Carter, Guy Pearce, Timothy Spall, Derek Jacobi, Michael Gambon, Jennifer Ehle, Anthony Andrews…
Una trama basada en la relación profesor-alumno, por así decir, es algo muy visto. Caer en el tópico es muy, pero que muy fácil. Porque hay elementos que inevitablemente se repiten, ya sea el choque de caracteres, la no comprensión de lo que el profesor pretende, el no-respeto por las capacidades del alumno, etcétera. Pero Seidler y Hooper se las arreglan para sortear una y otra vez estas dificultades ascendiendo a cotas de brillantez excepcionales. Un elemento de originalidad lo introduce, obviamente, el hecho de que uno pertenezca a la realeza y el otro sea un plebeyo, y que éste, para aplicar con éxito su método, exija una relación de igualdad, e incluso de amistad. Pero la razón de que esta película sea casi un milagro no estriba sólo en eso, pues hay mil y un detalles, perfectamente cuidados, que contribuyen a reforzar lo que se cuenta.
Así, podemos entender de dónde viene la inseguridad de Albert y la confianza de Lionel, aprendemos a conocer y contrastar los respectivos entornos familiares y sus distintas responsabilidades. Y hay escenas redondísimas, que producen emociones genuinas: no quisiéramos hacer el listado de las mismas, pero vale la pena destacar la de la primera consulta de Albert, la que tiene lugar en Westminster cuando ensayan la coronación y, por supuesto, la del climático discurso tras la declaración de guerra.
Es muy inteligente la partitura musical, tanto los temas originales de Alexandre Desplat, como el uso de música clásica, Beethoven y su séptima sinfonía en un momento clave. Y la fotografía, con lentes cortas, y el recurso a picados y contrapicados, resulta muy apropiada para resaltar la soledad de la función real, aunque, paradójicamente, uno se encuentre en buena compañía.
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Soy profesor de Historia. Me interesa la Genealogía, he hallado un error en el film sobre Jorge VI: se trata de Eduardo VIII y no VII que había fallecido en 1910.
Ricardo Del Ponte
puede que sea muy detallista pero hay otro error en la pelicula… en el discurso de hitler al final suena un himno de alemania… el himno de la alemania democratica en vez del himno propio del tercer reich
URGENTE DONDE Y CUANDO ESTA EL DISCURSO DEL REY VIVO EN PUEBLA Y NO HA LLEGADO O YA PASO O DONDE LA PUEDO VER
En España hace ya tiempo que se estrenó…en algunos sitios aún permanece en cartelera, pero no sabría decirte más…:-(
cuando llega esta pelicula a Puebla?
A mi la película esta me encantó.
Es sin duda una de las mejores que he visto en mucho tiempo.
Y me emocionó tanto el discurso final como la música de Beethoven que la acompaña