[Julio Rodríguez Chico, Colaborador de CinemaNet]
En el Día de la Madre, me ha parecido oportuno recuperar una cinta que habla de ese amor único, que necesita manifestarse de la manera más íntima e inefable posible. En este caso, es el amor de una madre por un hijo recogido en adopción… con todos los trámites e incertidumbres que rodean al proceso. Se trata de “La pequeña Lola”, donde Bertrand Tavernier nos transmite un estado personal, matrimonial y social lleno de vida y donde no se dan cita la generosidad de unos y la mezquindad de otros.
Aunque la realidad de la paternidad/maternidad no sea una necesidad del individuo sino de la especie humana, cada individuo alberga en su íntima naturaleza ese principio básico y misterioso de generar vida a su alrededor, de encontrar sentido a la vida y a sus sacrificios con la donación de sí, de enriquecerse precisamente cuando se desprende de algo en favor de quien está necesitado. Habitualmente y de manera más universal, esta expansión de la vida y el amor se desarrolla en el ámbito del matrimonio y la familia, que pasa a constituirse en cuna para el crecimiento armónico de la persona y núcleo desde el que se estructura la sociedad. Sin embargo, en ocasiones, puede que los hijos no lleguen por mil motivos, unas veces conocidos y otras un tanto misteriosos: son cosas de la vida y de una realidad que se impone, porque lo cierto es que nadie tiene derecho a tener descendencia -hablando con propiedad y en sentido estricto- y sí, en cambio, a nacer en un lugar donde se le quiera.
En esos casos, a veces dolorosos, la pareja puede llenarse de cierta frustración y ansiedad, o también de energía y audacia para iniciar un camino distinto y nuevo que llene el vacío que la naturaleza les ha deparado. Entonces, se buscarán los hijos donde puedan encontrarse porque el corazón humano necesita alguien en quien volcar todo el afecto… y eso explica que se recurra a la adopción como una salida que complete la familia, a la vez que se alivia la situación de quien se encuentre desamparado y necesitado en lugares marginales. En cierto modo, la adopción se convierte en la manera de cerrar el triángulo de amor y formar un hogar (aunque también cabe la adopción en parejas que ya han tenido sus propios hijos, y que desean ayudar a alguna otra criatura), aunque siempre queda, al menos en sus inicios, al arbitrio de unas autoridades civiles que deben regular los modos en que se realice, para así evitar abusos y daños derivados de lo que sería un auténtico mercado humano.
Muchas veces, los niños dados en adopción provienen de lugares lejanos y de culturas muy distintas a las de los padres receptores, con lo que se hace necesario no sólo el papeleo burocrático pertinente sino también se exige la presencia de los solicitantes en el lugar de origen del niño. Se trata de un viaje conveniente para asegurar la buena recepción del hijo y tener una primera aclimatación entre ellos, para que esos nuevos padres conozcan el lugar de nacimiento de la criatura y conociéndolo… aprendan a quererle en sus raíces, y también para facilitar, por qué no, una relación personal que comience con abnegación y algún sacrificio que haga crecer el amor incipiente. Entonces, el viaje físico se convierte en una auténtica odisea personal para la pareja, que da un giro a su existencia y experimenta una auténtica renovación personal… que a su vez le exigirá adoptar en adelante nuevas ópticas y referencias vitales: su mundo cambia con ese nuevo ser que llega después de muchos trámites y dificultades superadas, y que trae consigo también incertidumbres sobre su propia salud y su adaptación al nuevo entorno socio-cultural. Por eso, el cariño y el sacrificio deben ser grandes en esos primeros momentos, porque no serán pocos los problemas ni tampoco las decepciones que puedan surgir.
Todo ese mundo donde se siente la necesidad de una paternidad/maternidad y también todo el universo que rodea a la adopción es recogido admirablemente por el francés Tavernier en “La pequeña Lola”. No es una película realista ni tampoco pretende levantar acta sobre el proceso de adopción, pero en cambio sí aborda cada uno de los aspectos señalados con indudable fuerza y veracidad, gracias a una eficaz dramaturgia en que la ficción condensa sentimientos muy humanos y también a unos actores –Jacques Gamblin e Isabelle Carré-que lo hacen verosímil para el espectador. En ella, Pierre y Géraldine son una joven pareja que ha viajado a Camboya con la ilusión de adoptar a un niño, después de haber confirmado con los médicos que ella no podía tener descendencia. Allí, en el hotel de Phong Pheng en que se alojan, descubren otros matrimonios en circunstancias similares y que les ponen sobre aviso de las dificultades que existen para llevar a buen ritmo la tramitación. En el país, la corrupción se ha instalado entre las autoridades camboyanas, que tensan la cuerda para conseguir el mayor beneficio por una firma o una vía fiable, a la vez que ven cómo se llenan sus orfanatos porque las familias nativas son incapaces de soportar una boca más que alimentar.
Comienza entonces, para Pierre y Géraldine, la larga marcha por el desierto de la adopción, viven intensamente las expectativas creadas más allá de la frontera de Vietnam y las decepciones consiguientes, sufren el doble juego de los contactos camboyanos y la apuesta por el mejor postor. Asistimos también al ataque de nervios de unas mujeres en tensión permanente y a la inevitable crisis conyugal de los protagonistas, a la obsesión y necesidad por sentirse madre, y a la ansiedad y esperanza por ver el final del túnel. Entre lluvias y bosques tropicales, entre gestiones infructuosas e inevitables momentos de hastío y aburrimiento, Pierre y Géraldine tratan de resolver los problemas que una Camboya de posguerra les presenta, y los que se esconden en un corazón materno que vive enteramente para el hijo que aún no tiene.
Llama la atención la radicalidad con que la mujer vive esos momentos de forzosa espera, entre la angustia y el placer, buscando el contacto físico con la criaturadejada a prueba por una noche, y recogiendo en una grabadora cada uno de los pasos dados… segura de que el día de mañana la criatura querrá conocer el comienzo de esa pequeña odisea en que unos desconocidos se interesaron por ella. Es el inicio de una relación que busca recuperar el tiempo que no estuvo en el seno materno, que trata de proteger con las caricias y miradas al ser que no se pudo albergar desde la concepción, que se quiere dar el calor necesario para que la criatura sienta afecto y protección. Es el diálogo de una madre con su hijo, en un silencio inefable y donde ella se vacía de corazón y él acepta -en su pasividad- esa donación de cariño. No hay exhibicionismo ni gratuidad en esas escenas íntimas sino necesidad una madre de ser ella misma, y también de un director por transmitirnos la verdad de una madre y de un hijo. Es, en definitiva, una noche de amor en que Géraldine da su primer paso a una persona que estaba indefensa y ha sido acogida en adopción por un corazón grande.