[Pepe Álvarez de las Asturias. Colaborador de Cinemanet]
A solo dos años del apoteósico éxito en los Oscars de 12 años de esclavitud, la gran película de Steve McQueen producida por Brad Pitt, lo cierto es que la edición de este año promete polémica por la ausencia de nominados de raza negra. Una vez más. Es, pues, una magnífica ocasión para reflexionar sobre el racismo en el cine norteamericano y su relación más o menos directa con la sociedad de cada época.
En efecto, desde los albores de la industria, tanto actores como personajes de raza negra han sido sistemáticamente marginados, encasillados y discriminados. Pero ¿era el cine quien los marginaba, o era la sociedad de su tiempo? En 1903 ni siquiera se contemplaba la posibilidad de un actor negro, y si el argumento requería personajes de color, estos eran interpretados por actores blancos con la cara tiznada, como en la adaptación cinematográfica de La cabaña del tío Tom, de Edwin S. Porter, basada en la famosa novela de Harriet Beecher Stowe.
Cuando pocos años después los negros alcanzaron esa minúscula conquista social, el asunto no mejoró en exceso, precisamente. Los papeles reservados a los actores negros invariablemente de criados, bufones, bestias incivilizadas o simplemente retrasados, a las órdenes del paternalista hombre blanco, que era quien tenía potestad sobre su vida y su muerte. Una de las más grandes obras del cine universal, El nacimiento de una nación (1915), de D. W. Griffith, es un claro paradigma de este racismo radical: el negro es aquí un ser depravado, violento y lascivo, que sólo puede ser feliz sometido, esto es, en estado de esclavitud; la Guerra Civil y la llegada de esclavos liberados del Norte corromperá esa felicidad, dando salida a toda la bestialidad inherente a su raza, que sólo puede ser restaurada y controlada con la llegada del «imperio invisible» (el Ku Klux Klan), defensores de la virtud, el honor y el glorioso pasado de la raza blanca. Hasta aquí la película de Griffith. Pero, ¿y la sociedad? Cuentan las crónicas de la época cómo los espectadores aplaudían frenéticamente a los caballeros blancos cuando aparecían en pantalla y abucheaban con rabia a los negros. Y aunque un año después Griffith se desmarcó de su presunta xenofobia con su siguiente obra maestra, Intolerancia, la sociedad norteamericana, y por ende su cine, tardaron unas décadas más.
Como demuestran, una detrás de otra, las míticas películas de Tarzán protagonizadas por Johnny Weissmuller, en las que la vida de un porteador negro valía menos que la bala que lo mataba por no querer avanzar («con unos latigazos hubiera bastado») o que la carga que se despeñaba con él por el vertiginoso desfiladero. Algo empezó a cambiar con otra película inmortal, Lo que el viento se llevó (1939), a pesar de sus supuestos tintes racistas. Aquí los negros sólo eran esclavos y, como tales, vivían agradecidos a sus amos y más felices incluso que algunos blancos menesterosos; tal como sucedía en la época que retrata magistralmente la novela de Margaret Mitchell. Sin embargo, la obra magna de Selznick logró dar un paso de gigante en aras de la no discriminación racial: la oronda actriz Hattie McDaniel (la inolvidable Mammy) obtuvo el primer (y merecidísimo) Oscar otorgado a una actriz de raza negra. Un logro que no se repetiría hasta 1963 (año del mítico discurso de Martin Luther King), en que Sidney Poitier lo ganó por su papel protagonista en Los lirios del valle.
Ni siquiera el mismísimo Walt Disney se libró de ser acusado de racista empedernido con su aparentemente inocente musical Canción del Sur (1946), que los Defensores de los Derechos para la Gente de Color (NAACP) llamaron a boicotear por considerar que contribuía a mantener el tópico del idílico Sur preguerra y del negro feliz en estado de esclavitud. Algo comprensible en aquellos tiempos en que las personas de raza negra carecían de los más elementales derechos civiles en los Estados Unidos: al propio actor protagonista, James Baskett, no le fue permitido asistir a la premier de la película en Atlanta, por ser negro; la ley del Estado le prohibía incluso alojarse en un hotel.
Y es que hasta bien entrados los años 60, la sociedad blanca estadounidense no estaba preparada para convivir con sus compatriotas de otras razas, muchos años después del heroico viaje en autobús de Rosa Parks, en 1955. Es esta década profusa en películas concienciadoras y, de alguna manera, reparadoras. Hollywood entona un «mea culpa» a la par que lo hace la sociedad americana. Matar un ruiseñor (1962) nos muestra a un hombre blanco nada heroico- a priori- que está dispuesto a jugarse la vida por un hombre negro, acusado injustamente; al igual que en La jauría humana (1966), donde es el sheriff (Marlon Brando) quien casi pierde la vida por tratar de poner fin a la caza de un hombre negro que, simplemente, pasaba por ahí en el momento equivocado. Pero es la llegada del actor Sidney Poitier el hito que empieza a marcar la diferencia real entre el estatus del eterno papel secundario y marginal reservado a los actores de color y los primeros personajes protagonistas en los que, además, el hombre negro puede ser elegante, educado, inteligente e incluso atractivo. Poitier se convirtió en paradigma del cine reivindicativo, con películas decisivas como Fugitivos, En el calor de la noche, Rebelión en las aulas o la inolvidable Adivina quién viene esta noche (que osa plantear incluso el matrimonio interracial).
A partir de ahí, la cosa se animó y en la década de los 70, actores, directores y productores afroamericanos crearon su propia industria cinematográfica (y musical), realizando películas de negros para negros; un fenómeno social que fue bautizado como Blaxploitation (Cotton Comes to Harlem, Shaft, Black Caesar, Blacula, Foxy Brown…). Esta estela de color fue seguida en los 80 y 90 por una generación de directores encabezada por Spike Lee y John Singleton, primer director negro en la historia en ser nominado para el Oscar (Los chicos del barrio, 1991). Y aunque en los últimos tiempos Hollywood ha producido infinidad de películas contra el racismo (Arde Mississippi, El color púrpura, Amistad, American History X, Invictus, Criadas y Señoras, Django desencadenado…), y los actores de color han ganado en prestigio y dólares, lo cierto es que en 80 años sólo siete de ellos han sido merecedores del Oscar (la última, Lupita Nyong’o, mejor actriz de reparto por 12 años de esclavitud); y eso, hoy por hoy, no tiene trazas de cambiar.
Al final, la evolución de las minorías raciales en el cine norteamericano no es sino reflejo directo de la propia evolución de su sociedad y de las leyes que han promovido o evitado la integración. Pero ello no significa que no se realicen buenas películas, incluso grandes películas, con o sin polémica inherente. Luego, que cada cual extraiga sus propias conclusiones. ¿O es que acaso seríamos mejores personas si no hubiéramos visto Paseando a Miss Daisy?