Nate Parker debuta como director y protagonista con «El nacimiento de una nación», una vuelta de tuerca al tratamiento de la esclavitud negra en pantalla y una obra de inquisición ideológica de primera clase.
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Título Original: The Birth of a Nation |
SINOPSIS
Ambientada en Virginia, en 1831, treinta años antes del estallido de la Guerra de Secesión y basada en sucesos reales, narra la historia de Nat Turner (Nate Parker), un instruido esclavo y predicador cuyo propietario Samuel Turner (Armie Hammer), que atraviesa por dificultades económicas, acepta una oferta para utilizar a Nat para someter a esclavos rebeldes. A medida que va siendo testigo de innumerables atrocidades -de las que son víctimas él mismo, su esposa Cherry (Aja Naomi King) y sus compañeros de esclavitud-, Nat liderará en una rebelión contra la esclavitud con la esperanza de llevar a su pueblo a la libertad.
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CRÍTICA
[Sergi Grau. Colaborador de CinemaNet]
En relativamente poco tiempo, tres películas americanas de repercusión han abordado la espinosa temática de la realidad socio-cultural de la esclavitud en los estados sureños norteamericanos previa la Guerra de Secesión. La más desgajada, por razones idiosincrásicas de su autor, es Django desencadenado, violenta epopeya de un esclavo convertido en shooter solitario y ángel vengador, suerte de mixtura western, relato sureño e ingredientes anacrónicos puestos en solfa con la expresividad habitual de su Quentin Tarantino, no precisamente en los términos más inspirados de su carrera.
Steve McQueen, con 12 años de esclavitud, interpretaba una modélica crónica sobre un lugar y unos trágicos acontecimientos en clave de poderoso melodrama. De esta última, El nacimiento de una nación, la tercera y la que aquí nos ocupa, hereda indudablemente diversas maneras formales en la edificación de sus términos como period film: el cierto clasicismo narrativo, el encourage ambiental, la importancia dramática, simbólica, de la filmación de los cuerpos y la utilización de la luz… Sin embargo, se trata de películas cuyo abordaje, radiografía y discurso difieren en cosas esenciales.
En el título de McQueen, la esclavitud aún podia considerarse una anomalía, un descensus ad ínferos, pues nos comprometía con el punto de vista de un hombre ilustrado de un estado norteño que, por un agravio del destino –ser secuestrado para ser vendido en los estados del Sur como esclavo–, comprobaba en sus propias carnes la práctica segregacionista. El protagonista de The Birth of a Nation, llamativamente, también es un hombre ilustrado de entre los suyos, pero lo es porque, a diferencia de la práctica totalidad del resto, aprendió a leer.
Ello le convierte, a la postre, en un predicador, porque el único libro que lee es la Biblia. Y esa asociación es muy importante en las definiciones de la película: el conocimiento y la fe conjugados en el seno -en la mente y el espíritu- de un esclavo revierten en una clase distinta de desesperación, de búsqueda o pérdida de sentido ante la perspectiva de su indigna existencia.
El protagonista de 12 años de esclavitud tenía bastante con tratar de sobrevivir; Nate, en cambio, va acumulando un sentimiento de colectividad, su dolor lo es en plural, pues su voz se administra, miserablemente, para mitigar el sufrimiento de los de su clase. La desesperación le proviene del sufrimiento en sus propias carnes y en las de su esposa, pero su reacción procede de otros y más amplios espectros, en los que la herramienta es la inspiración divina -que lo es para la colectividad- y el conocimiento -que también es una herramienta comunitaria-.
Estas nociones apuntan al meollo de la cuestión que se dirime en la película del debutante Nate Parker: nos hallamos ante una obra de inquisición ideológica de primera clase, que toma partido no solo por los esclavos contemplados como víctimas sino por la legitimidad de su reacción armada y violenta. Inquisición que comparece en su propio y reaccionario título, El nacimiento de una nación, o en detalles como la intencionadísima utilización en la secuencia de los ahorcamientos de “Strange Fruit”, popularizada por Billie Holiday y considerada una de las piedras de toque de la protest song; en la específica elección del pasaje histórico que se pretende ilustrar -la revuelta de esclavos que Nat Turner lideró en el condado de Southampton, en Virginia, en 1831- y, lo más importante, en la concreción expositiva, estética, artística del relato.
La verdad es que, visionando el filme, más de uno recordará la furiosa dicotomía entre las enseñanzas de Martin Luther King y Malcolm X que Spike Lee ponía en solfa y metáfora en la aún tan referencial Haz lo que debas. Quizá porque nos hallamos en año de tránsito político, el cine americano reclama esa mirada politizada: otra obra de este mismo ejercicio, Los hombres libres de Jones, nos propone una valiosísima lección de historia sobre las tantas zonas de sombras del periodo abolicionista que siguió a la Guerra Civil estadounidense en los estados sureños, concretamente en Mississippi.
Nate Parker aún va un paso más allá, acercándose claramente a los postulados de Malcolm X o de la doctrina del black rage acuñada a finales de los sesenta por los psicólogos William Henry Grier y Price Cobbs, según la cual los fundamentos racistas de la sociedad siguen estigmatizando, oprimiendo, a los afroamericanos desde todos los frentes.
El camino de Nat Turner, en ese sentido, se erige como una suerte de hagiografía tiznada por signos progresivamente más disruptivos. Parte de esa condición de elegido que predican los sabios de su clan desde que es un niño, como un destino a cumplir, y que se cumplirá en efecto como una llamada de Dios, de otro Dios, aplicada desde una determinada lectura -fuente de una determinada experiencia- de la Biblia, parcial por supuesto pero sin duda mucho menos que aquella que defiende que la segregación se halla en el Libro Sagrado.
Todo ello hasta que alcancemos el fatídico final, ese desenlace planificado y filmado con la misma solemnidad del clímax de Braveheart, tras el cual Parker se permite añadir un plano por epílogo que transfigura en colectivos, como legado, los términos de una resurrección. La réplica en imágenes de esos postulados parte de algunos elementos reconocibles, tales como el abordaje de la desmesurada violencia como algo cotidiano -el cuerpo con media cabeza destrozada como un borrón en el paisaje al que apenas se presta atención; la flema con la que un esclavista le rompe los dientes, con un martillo y un cincel, a un esclavo que no quiere comer, para así poder alimentarlo con un embudo (sic)-.
Sin embargo, termina derivando a lo lírico y expresionista en la secuencia de ruptura en la que -spoiler- Nat ajusticia al paria de su dueño, iniciando así la revuelta: inolvidable resulta el plano fijo que nos muestra el libro abierto de la Biblia en primer término y la figura de Nat alejándose, ya decidido a tomar las armas, o aquel otro en el que la fotografía satura la luz de las dependencias superiores de la finca, y en un extremo se encuadra a Nat, verdugo, contemplando cómo en el otro su dueño, captor y ahora víctima, muere tras arrastrarse por el suelo con una herida de hacha en el pecho.
El visionado de El nacimiento de una nación resulta una indudable experiencia fuerte, pero no tanto por la violencia explícita cuanto por lo que la sostiene. No es de extrañar que Parker, que se significa como un aguerrido cineasta por la indudable fuerza y eficacia con la que transmite su incómodo discurso, tuviera que recurrir a diversos fondos, a una financiación independiente, para lograr los ocho y medio millones de dólares de presupuesto que tan generosamente lucen en imágenes.
No es de extrañar que, a pesar de la entusiasta recepción en el Festival de Sundance y el éxito en su estreno, la escalada comercial del filme y su eventual presencia en los premios de la Academia de Hollywood se viera torpedeada por una severa campaña desde los mentideros del gossip basadas en un lejano episodio oscuro del pasado de Parker.
Quizá los acontecimientos terminen avalando, aún mejor que el tenor discursivo de la película, las tesis de William Henry Grier y Price Cobbs, y algunas cosas no puedan mesurarse solo en años, de modo que no podamos estar tan seguros de si, en realidad, ha llovido mucho o no tanto desde que Hattie McDaniel ganó, por primera vez para un actor afroamericano, un Oscar de Hollywood por su encarnación de la entrañable criada de Scarlett O’Hara en la plantación georgiana de Tara en Lo que el viento se llevó.
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