Se apagaban las luces, arrancaban los proyectores y mundos maravillosos se abrían ante nuestros ojos. El optimismo reinaba, pero entre viajes, colores y belleza, también había sitio para la ironía y la tristeza. Nos contó que las bodas reales empiezan como una página en blanco y pueden convertir a los cónyuges en dos en la carretera. Nos divirtió, nos hizo bailar y cantar, nos sacó risas y lágrimas.
Pero a pesar de todo, mientras esperamos a que pase el chaparrón, podemos disfrutar el momento cantando bajo la lluvia porque, con el espíritu adecuado, siempre hace buen tiempo. Aunque la vida sea una charada, en el fondo no es más que una película. ¿O sí? Todo esto, en distinto orden y con diversos grados de intensidad, nos lo contó Stanley Donen, un cineasta fundamental de la era dorada hollywoodense que acaba de dejar este mundo a los 94 años de edad.
Stanley Donen nació en Columbia, Carolina del Sur, el 13 de abril de 1924. Desde su más tierna infancia se sintió fascinado por el que sería su medio de vida, cuando a los 9 años descubrió el cine y el baile gracias a Fred Astaire en la película “Volando hacia Río de Janeiro” (1933), donde formó pareja por primera vez con Ginger Rogers. Aun sin ser protagonista, la fascinación por ese prodigio de la danza decantó la vocación de Stanley, decidido a ser bailarín en contra de la opinión paterna.
A los 16 tomó rumbo a Nueva York, donde no tardó en encontrar trabajo en el musical de Broadway “Pal Joey”, montaje dirigido por George Abbott y protagonizado por una futura estrella, trascendental en la carrera posterior de Donen, de nombre Gene Kelly. Éste no tardaría en marchar a Hollywood, como Stanley poco después, y allí, en los pasillos de la Metro Goldwyn Mayer, se inició la primera colaboración fílmica entre ambos: la coreografía de “Las modelos” (1944).
El gran salto a la dirección –tarea compartida con Kelly– se produjo en 1949 gracias a “Un día en Nueva York”, producida por Arthur Freed y escrita por Adolph Green y Betty Comden, el núcleo duro de los musicales del estudio. Dos títulos más completan el trío del dúo Kelly-Donen: “Cantando bajo la lluvia” (1952) y “Siempre hace buen tiempo” (1955).
De ellas, la más famosa es la segunda, una obra maestra sin discusión y acaso la película más representativa del género si se apela a la memoria del gran público. Cuenta la llegada del cine sonoro y la revolución que supuso para la industria, con un elenco fabuloso compuesto por Gene Kelly, Debbie Reynolds, Donald O’Connor y Jean Hagen. El humor y sus grandes números de baile permanecerán en la cúspide por los siglos de los siglos.
Pese a lo chocante que pueda resultar hoy, en el momento de su estreno no alcanzó las cuotas de fama y prestigio de que goza en la actualidad, pues se vio eclipsada por otro musical protagonizado por Gene Kelly bajo la batuta de Vincente Minnelli, “Un americano en París”, que con sus 6 premios Oscar y por el previsible beneficio económico que éstos traerían, regresó a las pantallas tras su reciente retirada en perjuicio de “Cantando bajo la lluvia”.
Por aquel entonces, Donen ya había dado el salto a la dirección en solitario. El destino quiso que su primera película fuese protagonizada por el hombre que inspiró su vocación: Fred Astaire. “Bodas reales” (1951) cuenta con una famosísima escena que muestra al actor bailando por el suelo, las paredes y el techo de una habitación, gracias a la ingeniería rotatoria del plató, un estupendo resumen de la técnica al servicio de la fantasía, la historia y el cine.
Un escueto Donen lo explicaba del modo siguiente: “Solo hay una persona en el mundo que pueda bailar en el techo: Fred Astaire. No hay que decir nada más.”. La compañera femenina, en sustitución de una Judy Garland sumida en una de sus numerosas crisis, fue Jane Powell, futura protagonista de otro título emblemático, “Siete novias para siete hermanos” (1954), al lado de Howard Keel.
Stanley Donen abandonó la Metro Goldwyn Mayer en 1956. Ese mismo año dirigió en París para la Paramount “Una cara con ángel”, con Fred Astaire y Audrey Hepburn, quien para el director “era un sueño hecho realidad”. Si de Fred se despedía, a Audrey la recibía en la primera de las tres películas que harían juntos.
La carrera del cineasta marchaba viento en popa cuando dirigió a Cary Grant en “Bésalas por mí” (1957), germen de la inminente formación de la productora conjunta Grandon, que se estrenó con “Indiscreta” (1958), donde los roles protagonistas corrían a cargo de Grant e Ingrid Bergman. “Página en blanco” (1961), con Cary Grant, Deborah Kerr, Jean Simmons y Robert Mitchum, fue la otra colaboración del dúo.
El musical estaba en peligro de extinción, al menos en los términos conocidos, por eso la carrera del director se inclinaba hacia la comedia mientras aparcaba las melodías. Buena muestra de esto se produjo en “Charada” (1963), una divertida mezcla de intriga y humor de nuevo en París, de nuevo con Grant y de nuevo con Hepburn.
El resultado es una de las películas más divertidas, sofisticadas y famosas que se hayan registrado en celuloide. Similar fórmula quiso aplicar en “Arabesco” (1966), con Gregory Peck y Sophia Loren, y, aun tratándose de un eficaz y gracioso film, ni la crítica ni el público lo han colocado nunca demasiado cerca de su inmediata predecesora.
Con “Dos en la carretera” (1967) tuvo oportunidad de regresar a su condición de director de maravillas. Narra la historia de un matrimonio que se marchita, con una elevada carga de simbolismos, poesía y acidez, más que amargura según Donen, de la que el director destaca su mirada triste y penosa, no con una intención deprimente sino didáctica sobre la realidad del matrimonio cuando la rutina toma el mando y el amor se desvanece.
Audrey Hepburn y el recientemente fallecido Albert Finney formaban la infortunada pareja y pusieron una muesca honorífica en sus respectivas filmografías. “Los tres nos estábamos divorciando durante el rodaje, así que fue un trabajo que nos caló hasta el alma.”, diría Donen sobre el que quizá sea su último gran título.
Los años sucesivos poco o nada añadieron a su leyenda. Con “La escalera” (1968) subió un escalón hacia una mirada más comprometida, que narraba la historia de una pareja encarnada por Rex Harrison y Richard Burton; “El pequeño príncipe” (1974) adaptaba el famoso cuento de Antoine de Saint-Exupéry; “Los aventureros de Lucky Lady” (1975) fue un sonoro fiasco incapaz de sacar partido de Liza Minnelli, Gene Hackman y Burt Reynolds…
La comedia “Movie, Movie” (1978) significó el último musical de Donen y también última de sus tres colaboraciones coreográficas con Michael Kidd tras “Siempre hace buen tiempo” y “Siete novias para siete hermanos”. Este punto y final en el género tuvo aún una propina en esos menesteres para el número musical de un episodio de la serie “Luz de Luna” titulado “El gran hombre de la calle Mulberry” (1986), en el que demostró cuán intacta conservaba su maestría.
Por aquellas fechas ya había puesto punto y final a su trayectoria cinematográfica, cerrada con una comedia simpática pero poco brillante, “Lío en Río” (1984), con Michael Caine, Michelle Johnson y Demi Moore en el reparto. La casualidad quiso que el escenario de despedida fuera la misma ciudad brasileña que un día pisaron –en la ficción, desde el estudio– Astaire y Rogers cuando a Donen le picó el gusanillo de la gran pantalla. Se trataba de un retiro forzoso, pues habría vuelto a ponerse detrás de la cámara en caso de haber dado con alguna historia que le interesara.
En 1998, la Academia decidió agasajarlo con un Oscar Honorífico, cuando se le había negado la nominación como director durante toda su trayectoria. Martin Scorsese lo presentó mediante una historia “con final feliz”, nada menos que su propia vivencia.
Con el auditorio en pie, Donen aprovechó la ocasión para reflejar su estado de ánimo con la canción “Cheek to Cheek”, marcarse unos pasos de baile y bromear sobre el secreto del éxito en la dirección: rodearse de los mejores en las otras tareas y quitarse de en medio. Modesto, sencillo y grande, como siempre.
Contradiciendo las líneas iniciales en mención a uno de sus títulos, no es verdad que siempre haga buen tiempo, pero después de ver las obras maestras de Stanley Donen, inevitablemente, así nos lo parece.