Soren Kierkegaard, principal pionero del movimiento filosófico existencialista que ramificarían Sartre y Camus en el Café de Flore, hablaba de la responsabilidad implícita en nuestra libertad como seres humanos. Una libertad que implica dar una serie de saltos que en numerosas ocasiones llevan consigo, en palabras del propio Kierkegaard, una acuciante sensación de vértigo. Sin embargo, este vértigo es irreversible y hemos de aceptarlo a través de la fe en las decisiones que tomamos y en las personas que nos rodean.
La modernidad, entendida en un sentido amplio, habría conseguido ensanchar paulatinamente los límites del ser humano, mediante el progreso técnico e intelectual. Todo ello habría afectado también a nuestras sensaciones de vértigo, haciéndolas más remotas ya que el ser humano se siente más poderoso y capacitado para hacer frente a las situaciones y decisiones más vertiginosas. No faltos de inocencia, nos hemos creído dueños de todo lo que nos rodea, y hemos agarrado nuestra libertad cual máquina expendedora, sin considerar dichos límites o “precipicios” en los que reina el vértigo.
Estos meses sin precedentes y potencialmente resumibles en la palabra “Coronavirus” han dado prueba de nuestras carencias. Con bastante acierto, el fraile capuchino Raniero Cantalemessa apuntó, en la homilía del Viernes Santo en el Vaticano, que hemos sido víctimas de un “delirio de omnipotencia”. Nos creíamos dueños de nuestra propia trascendencia, hasta que la naturaleza ha llegado para demostrarnos la contrario.
Igual que nos es imposible controlar la naturaleza, como hemos podido vivenciar, no podemos controlar el amor. Esa falta de sometimiento es la que proporcionaría al amor, en un intento de conjunción entre ambas realidades, un componente telúrico. Dicha correlación es algo que he podido percibir como variable constante de dos películas recientes: Lo que arde con el fuego e Historia de un matrimonio. Ambos largometrajes son, desde su brillantez y su falta de pretensiones, relatos del amor que agoniza, dotándose para ellos de elementos propios de la naturaleza que refuerzan la narración de dicho final inevitable.
En el caso de Lo que arde con el fuego, Paul Dano (Ruby Sparks) se estrena como director adaptando una novela de Richard Ford. Ambientada en la Montana de los años 60, la historia usa el punto de vista de un chico adolescente (como ya hiciera Harper Lee en Matar a un ruiseñor) que vislumbra cómo se va desmoronando el matrimonio de sus padres.
El componente telúrico en esta historia viene ya recogido en su propio título, y es que se usa como escenario secundario los incendios forestales en este estado durante aquellos años. Jake Gyllenhaal interpreta al padre del protagonista, quien pierde su trabajo y entra en un trance de vértigo, haciendo referencia al comienzo del artículo, que aventura a superar alistándose como voluntario para apagar esos fuegos.
Será a partir de la ausencia del padre en su casa que el protagonista irá siendo testigo de los problemas entre sus padres. El título de este largometraje ofrece margen para numerosas interpretaciones, ya que nos hace referencia a algo que arde con el fuego, pero no al qué exactamente. El fuego ardiendo se ofrece como metáfora de ese amor que acaba haciéndose cenizas, de la propia llama del amor que no somos capaces de controlar porque escapa del terreno de lo racional. El amor pues tiene ese componente telúrico que la hace ciertamente incontrolable, y ante lo cual, desde el vértigo que nos puede provocar esa falta de controlar, debemos aferrarnos a la fe en las personas que tenemos.
Frente a la posible discreción que pueda tener Lo que arde con el fuego, debido en gran parte a que ha tenido que estrenarse directamente en plataformas por la actual situación de emergencia sanitaria, Historia de un matrimonio ha tenido una mayor relevancia. Son muchos los factores que hacen de esta película una joya irrepetible, aun cuando se ha podido ver eclipsada por tantos estrenos rompedores de uno de los años cinematográficos más prolíficos en tiempo, con el estreno de Joker, Érase una vez en… Hollywood, Parásitos, etc.
Aparte de la banda sonora de Randy Newman y el gran elenco actoral, en el que Laura Dern ha arrasado en materia de premios, Historia de un matrimonio tiene un estilo muy depurado, cercano en ocasiones a una pieza teatral, en el que de la espontaneidad de los diálogos emerge la fuerza que irradia a las emociones humanas. Luis Martínez la define brillantemente en El Mundo como “una obra maestra rota por dentro” en la que Noah Baumbach, su director, se muestra más transparente que en sus anteriores trabajos.
Todo esto es algo que canaliza en los actores, quienes se vuelcan en sus interpretaciones y llegan a romperse, como se ve en el clímax de la película, el cual se ha convertido en todo un decálogo interpretativo. Baumbach rueda secuencias largas, en las que los personajes se desnudan y sinceran, logrando cierto conflicto entre la calidez de los personajes que se hacen cercanos al espectador y la frialdad estética (o más bien, falta de ornamentos) que han llevado a establecer a Secretos de un matrimonio de Bergman como su antecedente formal.
En este caso, el componente telúrico es algo más desinhibido que en el caso anterior, tratándose de la diferencia de opiniones entre los dos protagonistas en algo tan inabarcable como el espacio que quieren que les rodee, algo que ya vaticinaban dos de los carteles promocionales de la película. Mientras que Charlie idealiza la vida cosmopolita neoyorquina, el desenfreno de sus calles que no descansan y el halo bohemio tan acorde a su vocación artística, Nicole prefiere un ambiente más tranquilo y abierto como pueda ser California.
Es este contraste de ideas el más elevado síntoma de sus diferencias, lo cual irá haciendo que el conflicto se dilate y que cada vez nosotros, como espectadores, lo notemos más palpable, así como el vértigo que sufren los protagonistas en plan encrucijada entre lo que han sido hasta ahora y lo que quieren empezar a ser.
Frente al vértigo y la crispación producidos por la falta de control del amor y su “naturaleza”, hay un elemento unificador en ambos matrimonios agrietados: su hijo. Teniendo un mayor protagonismo en la primera película mencionada que en la segunda, el hijo en ambas situaciones hace de único guía mediante el cual los protagonistas buscan puntos en común. El hijo se convierte en la luz necesaria para que sus padres no pierdan la fe en sus decisiones. Ambas películas son una prueba alegórica y emotiva de la persistencia del amor cuando todo parece estar perdido. El amor es el eje que hace que nuestro microcosmos nunca deje de girar.
¡Excelente comentario! Me gusta la relación que haces entre los dos flms… el hijo que une a lo supuestamente roto: el amor que lo engendró. Y la infidelidad, fruto del manejo cuestionable de la libertad. Camino este que abre una grieta muy difícil de sellar.