“Una película es claramente lo que vemos y lo que escuchamos, pero la música representa lo que no se dice y lo que no se ve.”. Son palabras del compositor Ennio Morricone, un nombre fundamental de la historia del cine, responsable de tantas emociones en varias generaciones de espectadores, que falleció durante las primeras horas del 6 de julio, en el Policlínico del Campus Biomédico de la Universidad de Roma, a causa de las complicaciones derivadas de un accidente casero en el que se fracturó un fémur. Valga el siguiente recuerdo en su memoria. El autor de estas líneas no habla desde la erudición, sino desde la admiración a uno de los músicos que formarán por siempre parte de nuestras vidas. Ante la imposibilidad de hacer justicia al profundo calado de su obra, este escrito pretende ser un repaso emocional por unos pocos títulos en un ejercicio de ese reduccionismo que tanto entristecía al autor y que es, al mismo tiempo, inevitable.
Nació en el barrio de Trastevere, al sur de la capital italiana, el 10 de noviembre de 1928. De familia humilde, la afición musical provenía de la línea paterna, ya que su padre trabajaba como trompetista en locales nocturnos. Las estrecheces económicas impulsaron al pequeño, con apenas diez años de edad, a ingresar en el Conservatorio de Santa Cecilia para seguir los pasos de su progenitor y así ponerse a trabajar en cuanto pudiera. Los inicios no fueron sencillos, empezando por el desprecio de sus compañeros, estudiantes de instrumentos considerados más elitistas que la trompeta, como el violín o el piano. Aun así, pronto destacó como alumno aventajado en cursos de composición. La semilla comenzaba a germinar.
Los primeros pasos profesionales tocaron varios palos –intérprete, arreglista…– y tuvieron también conexión con la radio y el teatro como antesala del cine. Sería este último campo el responsable de su prestigio, si bien Morricone nunca ocultó que al principio se introdujo en él únicamente por motivos pecuniarios, pero con el tiempo empezó a gustarle. También aquí el progreso fue lento, dedicado a menesteres poco gloriosos en aquellos inicios, cuando ya había formado una familia al lado de su esposa Maria. Era difícil aventurar la figura en que devendría.
Conviene aclarar que Ennio Morricone no es el primer compositor cinematográfico que ha traspasado las huellas del habitual anonimato de esa disciplina. Erich Wolfgang Korngold, Max Steiner o Franz Waxman disfrutaron de gran popularidad y reconocimiento. También Dimitri Tiomkin, Miklós Rózsa y más adelante Bernard Herrmann, Henry Mancini, Elmer Bernstein, Maurice Jarre y John Barry, quienes son para el espectador no especializado quizá los más cercanos a la fama que disfrutaría Morricone en años posteriores. Lo que sí es innegable es que su nombre ha sonado más fuerte y sin necesidad de ir acompañado por algún título suyo. Puede que John Williams, de menor producción en términos numéricos y temáticos, sea el único que se le acerque, desde los años 70. Y, a ese nivel, también es justo reconocer a Morricone su condición de último grande.
Tras unas cuantas bandas sonoras en su haber, el golpe de suerte le vino de la mano de Sergio Leone, antiguo compañero de colegio, quien le encomendó la partitura para una película del oeste, de bajo presupuesto, titulada “Por un puñado de dólares” (1964). El éxito inesperado se tradujo en otras dos, más ambiciosas, con la misma base musical: “La muerte tenía un precio” (1965) y “El bueno, el feo y el malo” (1966).
Leone tenía la peculiaridad de encargar la música antes del rodaje y ensayar con ella. Se precisa mucha confianza en el compositor para algo así y, desde luego, la pareja funcionaba a las mil maravillas. En determinadas escenas, la música de Morricone prácticamente hacía el trabajo de Leone. Nunca alguien enfundó su arma con un mejor acompañamiento sonoro que Clint Eastwood. Sus composiciones para aquel oeste duro, sucio, seco y polvoriento reflejaban una muy particular visión de la violencia. Si importante eran la guitarra –con predominancia de registros graves en los que, más que las notas de la cuerda, sonaba la cuerda misma–, los silbidos de Curro Savoy y la voz de la soprano Edda Dell’Orso, también combinaba elementos primitivos, empleando sonidos no instrumentales ni necesariamente musicales –el chasquido de un látigo, el martilleo sobre un yunque, el tintineo de campanillas, el lamento de un grito– con la épica y el lirismo. “Hasta que llegó su hora” (1968) podría considerarse su cima en el género. Mientras el público lo adoraba, los críticos le dedicaban vilipendios. Entonces no supieron ver sus innovaciones en la música y en el cine mismo. Sólo el tiempo lo remedió.
El oeste le dio un lugar preferente y afianzó su identidad, pero supone una ínfima parte de su vasta producción musical. Sucesivas colaboraciones con realizadores como Pier Paolo Pasolini o Bernardo Bertolucci –“Él ha escrito algunos de los grandes himnos del país.”, diría el director de “Novecento”– fueron allanando el camino hacia cierto elitismo por parte de los que van repartiendo etiquetas, un reconocimiento a todas luces tardío por causa de la cerrazón y la estrechez de miras. Paralelamente, su andadura norteamericana no discurría de acuerdo a sus pretensiones salariales, así que no tardó en finiquitarla para trabajar solamente en Europa. A ella volvería años más tarde para componer uno de sus trabajos más aclamados y emblemáticos: “La misión” (1986). En esta década destacan también “Los Intocables de Eliot Ness” (1987) y esa pequeña joya –ahí reside su éxito– de Giuseppe Tornatore titulada “Cinema Paradiso” (1988): no es casualidad que para un homenaje al cine, como sala y como arte, fuera Morricone el encargado de la música.
Los testimonios de quienes lo conocieron describen a un hombre metódico y disciplinado, que trabajaba directamente sobre el pentagrama –algunas veces, pocas, se acercaba al piano después para comprobar algunas cosas, porque “la orquesta está en la cabeza”–, fiel a dos condiciones inamovibles –no moverse de Roma para componer y no aceptar la intervención de orquestadores ni arreglistas– e interesado en la música de vanguardia. Era parco en palabras y huía del elogio, lo que no le impidió reconocer que del apoyo de la audiencia siempre sacó la fuerza de su creatividad.
Si ha dejado huella en los aficionados profanos, tanto o más ha logrado en los profesionales. Javier Blanco, director, entre otros, del Coro Matritum Cantat y del Coro de la Universidad Pontificia Comillas –a los que tengo el orgullo de pertenecer– y responsable del titular de este artículo, destaca su gran dominio de la orquesta sinfónica, su capacidad de creación y la facilidad para adentrarse en el alma del espectador, ya sea desde composiciones mundialmente conocidas u otras menos famosas o citadas, como “Érase una vez en América” (1984) –premio BAFTA, premio de la Asociación de Críticos de Los Ángeles y premio del Sindicato de Directores de Italia–, o “La leyenda del pianista en el océano” (1998) –Globo de Oro, David di Donatello y premio del Sindicato de Directores de Italia–, entre decenas de ejemplos.
Multitud de galardones jalonan la trayectoria de Ennio Morricone. Si en los BAFTA hizo pleno –seis de seis–, el Oscar se hizo esperar: después de cinco nominaciones infructuosas, le fue concedido uno honorífico en 2006. Su siguiente candidatura se tradujo en estatuilla, gracias a “Los odiosos ocho” (2015), dirigida por un admirador como Quentin Tarantino. En el fondo, es lo de menos, puesto que el criterio del artista rara vez coincide con el de los jurados. Hasta 83 trofeos componen su palmarés cinematográfico, sin contar al menos uno pendiente: el Teatro Campoamor de Oviedo se verá privado el próximo otoño de la que habría sido una foto histórica, con dos maestros de la talla de Ennio Morricone y John Williams unidos y reconocidos con el Premio Princesa de Asturias de las Artes.
El año 2019 fue el elegido por Ennio Morricone para su gira de despedida, cumplidos los 90 de vida, con la que recorrió varios países europeos. Las ciudades de Bilbao y Madrid acogieron su adiós en España. El Palacio de los Deportes de la capital fue testigo de cómo manejaba la batuta, sentado –la edad no perdona– pero con el mismo entusiasmo. Aquel 8 de mayo quedará en la memoria de cuantos lo presenciamos.
Y así nos deja Morricone, con más de medio millar de bandas sonoras a sus espaldas, emociones a raudales, habiendo tocado varios medios, entre el clamor de un mundo con mascarilla, admirado por millones y hasta con una carta de despedida. Fiel a su modestia, en cierta ocasión declaró que “a genio, como a santo, se llega después de muerto”. Sin temor a equivocarnos, podemos decirle que algunos, como él, lo hicieron antes.