Fue la damisela favorita del cine de aventuras antes de convertirse en una de las mejores actrices dramáticas de su tiempo. Pura dulzura o todo un carácter, decenas de películas, dos Oscar, otras tres nominaciones, una rivalidad manifiesta con su hermana Joan Fontaine y 104 años de vida son apenas una parte de su leyenda.
De un tiempo a esta parte –a decir verdad, un tanto excesivo–, las necrológicas cinematográficas han abusado de las palabras “el último” o “la última” en sus titulares. El transcurso inevitable del cronómetro iba acercando a la verdad el susodicho sintagma, pero no ha sido hasta ahora que ha adquirido sincero significado. Si hace unos meses Kirk Douglas sellaba el cupo masculino, el deceso de Olivia de Havilland deja al cielo de Hollywood huérfano de las más brillantes estrellas que brillaron en los años más dorados del celuloide. Acababa de cumplir la nada desdeñable edad de 104 años y disfrutaba de un buen estado de salud cuando abandonó este mundo, plácidamente mientras dormía el sueño de una noche de verano.
Olivia Mary de Havilland nació en Tokio el 1 de julio de 1916, hija del profesor universitario Walter de Havilland y la actriz Lilian Ruse. Al año siguiente nacería su hermana menor, Joan. Dado que el clima nipón no sentaba bien a las pequeñas, la madre se desplazó con ellas a Saratoga, en California, por recomendación médica. Poco después, el matrimonio se disolvió y, si él se casaba con su secretaria japonesa, en breve ella haría lo propio con George M. Fontaine, de quien su hermana Joan tomaría el apellido que la haría famosa en el cine años después. Ambas recibieron una cultivada educación gracias al empeño materno, quien las instruyó en canto y declamación. La fragilidad de las niñas era más acentuada en Joan que en Olivia. Según parece, a esas tempranas fechas se remontan las rencillas entre las dos.
La legendaria rivalidad entre las hermanas tiene su origen en los días de la infancia. Mucho se ha hablado de cuando en 1942, compitiendo por el Oscar –por primera y única vez–, la interpretación de Joan en “Sospecha” fue elegida vencedora por encima de la de Olivia en “Si no amaneciera” y de cuando, en 1947 y siendo esta vez Olivia la ganadora, ignoró públicamente a su hermana, que se había acercado a felicitarla. Lo cierto es que tanto una como otra han suavizado o aumentado la brecha a lo largo de los años y la que ha calado más hondo es la versión negativa. Rara vez coincidieron en la edad adulta y no han sentido deseos ni necesidad de ocultar una circunstancia empapada en celos que hacía las delicias de las crónicas sensacionalistas. Pero ésa es otra historia.
De vuelta a los orígenes previos a los focos, ‘Livvie’ mostró desde muy joven inclinación hacia el teatro. Intervino en funciones de aficionados, donde su trabajo como el duendecillo Pock en “El sueño de una noche de verano” hizo que Felix Weisberger, colaborador de Max Reinhardt, se fijase en ella. Corría el año 1934 y, tras una prueba en presencia del propio Reinhardt, poco después firmaría con Warner y rodó sus primeras películas, entre las que se encontraba la adaptación de esa obra de Shakespeare, donde cambió el papel de su fortuna por el de Hermia.
Su salto definitivo al estrellato sucedió cuando el estudio decidió emparejarla con otro joven valor que comenzaba a abrirse camino en el cine: Errol Flynn. Juntos se convertirían en la pareja romántica por antonomasia del género de aventuras, contando con el respaldo del público. Compartieron créditos en un total de nueve películas: “El capitán Blood” (1935), “La carga de la Brigada Ligera” (1936), “Robin de los bosques” (1938), “Four’s a Crowd” (1938), “Dodge, ciudad sin ley” (1939), “La vida privada de Elisabeth y Essex” (1939), “Camino de Santa Fe” (1940), “Murieron con las botas puestas” (1941) y “Adorables estrellas” (1943), siete de las cuales –las siete primeras– fueron dirigidas por el húngaro Michael Curtiz, la tercera pata del trípode y responsable de buena parte del éxito comercial de la pareja. Conviene señalar que en una de ellas, “La vidas privada de Elizabeth y Essex”, el protagonismo corrió a cargo de Flynn y Bette Davis –Olivia intervino en un papel menor– y en la última, ambos participaron en escenas separadas.
Antes incluso del fin de la pareja, Olivia vivió paralelamente su éxito en solitario. Había optado, como toda la pléyade de jóvenes actrices –Jean Arthur, Katharine Hepburn, Lana Turner, Paulette Goddard, Bette Davis, Carole Lombard, Joan Bennett, Lucille Ball, Susan Hayward…– al papel de Scarlett O’Hara en “Lo que el viento se llevó”, pero, tras ser rechazada, le fue ofrecido el de Melania Hamilton, que aceptó. Su buen hacer con este personaje en las antípodas del de Vivien Leigh se tradujo en su primera nominación al Oscar como mejor actriz de reparto, premio que terminó en las manos de su compañera en el film Hattie McDaniel.
Este trabajo en la película más legendaria de todos los tiempos fue posible gracias a una cesión que el estudio contemplaba, pero también fue el comienzo de una serie de fricciones que dieron lugar a un famoso episodio: un largo pleito con la Warner Bros. en relación a las condiciones abusivas de los estudios para con los intérpretes bajo contrato se saldó, contra pronóstico, con la victoria judicial de la actriz, lo que dio en llamarse “ley de Havilland” y sembró un precedente en las relaciones empresariales de la época.
Después de ser la dulce damita de la Warner al lado de Flynn y desvinculada del estudio, el cine iba a darle nuevas y estupendas oportunidades para desplegar sus cualidades en el terreno dramático. Despojarse de esa imagen ingenua casi tuvo que ser una bendición, a la vista de los trabajos que el destino le depararía: las gemelas antitéticas de “A través del espejo” (1946), la madre soltera de “La vida íntima de Julia Norris” (1946) –que le reportó un Oscar de la Academia–, la solterona decimonónica de “La heredera” (1949) –el segundo–, la sufrida esposa de un médico desdeñoso en “No serás un extraño” (1955)… Hasta tuvo ocasión de transmutar su sambenito de los primeros años cuando sustituyó a Joan Crawford en aquel sucedáneo de “¿Qué fue de Baby Jane?” titulado “Canción de cuna para un cadáver” (1964), que rodó al lado de Bette Davis a las órdenes de Robert Aldrich. Esta película del género del ‘gran guiñol’, con suspense y terror psicológico a partes iguales, pretendía sacar partido del hallazgo de su predecesora y, si bien no cosechó el mismo éxito, tuvo una buena acogida en taquilla. Además, para Olivia suponía su reencuentro con una antigua rival y compañera de la Warner, de quien tuvo oportunidad de desquitarse por algunas rencillas que más que flotar, pesaban en el recuerdo. Pero ni el haber dejado su cómodo retiro europeo para esta interpretación ni el cuantioso beneficio económico que le reportó significaron un regreso por todo lo alto: desde ese momento, apenas volvió al cine salvo en contadas y poco destacables excepciones, como “Aeropuerto 77” (1977) y “El enjambre” (1978), dos títulos típicos del género catastrofista tan en boga durante la década de los 70. Era evidente que los años de esplendor quedaban muy atrás.
Aunque poco a poco iba desapareciendo de la vida pública, cada vez que intervenía en alguna entrevista o se dejaba ver en homenajes o en la ceremonia de los Oscar se confirmaba su condición de estrella admirada y querida. Cumplido el siglo de vida, la causa de su longevidad en tan buenas condiciones físicas era motivo de admiración, casi la única noticia que protagonizaba puntual cada primero de julio, a modo de excusa, para recordar también un legado imperecedero. Fue una de las grandes y siempre lo será.
Se casó en dos ocasiones: con Marcus Aurelius Goodrich –padre de su hijo Benjamin– y con Pierre-Paul Galante –padre de su hija Gisèle–, responsable de que fijara su residencia en París y la mantuviera allí incluso después de finalizar el matrimonio definitivamente en 1978, tras varios años de independencia mutua en convivencia. Allí, en la Ciudad de la Luz –‘la Ville Lumière’, como dicen los franceses, en una expresión que hoy cobra un nuevo significado–, ha fallecido a los 104 años de edad. La misma luz que tanto irradió mucho tiempo atrás y que el archivo mantendrá encendida para siempre, ahora que sus ojos se han cerrado.
Dejando que el Cine en su sentido más amplio se una en un abrazo que pocas veces se da en su versión más mundana, tal vez el estudio del león ceda su lema para destruirlo, pues ya no queda duda al decir que hay más estrellas en el cielo.