Fue un símbolo, pero no por lo que los demás esperaran de él, sino por convicción. Quizá el primer actor negro que salvó los estereotipos y se convirtió en una presencia valorada por todo tipo de público, al margen de condicionantes raciales, culturales y sociales. Alguien, en fin, capaz de borrar de los prejuicios el color, hacerlo olvidar… para no olvidarlo nunca más. Un hombre que hizo de la disciplina, el talento y el trabajo el mejor activismo.
Tenía 94 años, llevaba mucho tiempo lejos de las cámaras y aun así, su mito no había decaído. Tal vez por ser un pionero o tal vez por ser muy grande, Sidney Poitier siempre quedará como el faro guía de los de su raza, a la vez que un símbolo universal de cómo mantener, en un mundo tan difícil y cainita como Hollywood, el brillo de ébano siempre refulgente gracias a algo tan a menudo escaso como la integridad. En unos tiempos en los que todo se pone bajo la lupa –sin importar la legitimidad o la veracidad de la protesta–, cuando la tiranía de determinado pensamiento se impone caprichosa hasta la asfixia y la náusea, tal vez sea un buen momento de pararse a reflexionar un poco sobre determinadas barreras derribadas gracias a nombres como Sidney Poitier y, ¿por qué negarlo?, también por una industria y una estructura necesitadas de una figura de tamaño lustre, cuya mirada plena de fuerza y energía servía por sí misma para aglutinar el empuje de millones.
Sidney Poitier nació en Miami el 20 de febrero de 1927 y fue el octavo hijo de un matrimonio de agricultores bahameños que se encontraba en la península para vender su cosecha de tomates. Se crió en la Isla del Gato en plena naturaleza y no regresó a su ciudad natal hasta los 15 años. Tenía doble nacionalidad, por la peculiaridad de su origen.
En Nueva York desempeñó diversos empleos pasajeros para sobrevivir, pero la pobreza lo empujó al ejército, donde recibió formación de fisioterapia. Después de licenciarse, volvió a Nueva York y siguió con trabajos efímeros y poco remunerados. El acento que le había causado burlas y dificultades durante toda la etapa anterior también le cerró las puertas del American Negro Theatre. A base de tesón y pasando horas escuchando a los locutores de radio, consiguió mejorar sustancialmente su dicción, lo que le permitió ingresar en la compañía y progresar en su carrera como actor.
Debutó en el cine con “Un rayo de luz” (1950), de Joseph L. Mankiewicz, donde interpretaba a un médico a cargo de un paciente racista (papel a cargo de Richard Widmark). Dos veces más volvería a coincidir con el rubio actor: en “Los invasores” (1963) y en “Estado de alarma” (1965). Esa primera intervención cinematográfica no le supuso un espaldarazo directo al estrellato. Vendrían años de grisura en los que la presencia de Poitier en los repartos no tendría especial relevancia. Afortunadamente, la segunda mitad de la década iba a servir para definir la personalidad y la imagen de icono que Sidney Poitier ya nunca abandonaría. La inflexión se produjo con “Semilla de maldad” (1955), en la que, a sus treinta años, hacía de alumno de un conflictivo instituto. La lista de ese ascenso viene destacada por un puñado de títulos: formó pareja con John Cassavetes en “Donde la ciudad termina” (1957), un famoso drama portuario; se enfrentó al Rey, Clark Gable, en “La esclava libre” (1957); su duelo con Tony Curtis en “Fugitivos” (1958) supone una de las mejores plasmaciones del racismo en la pantalla, además de ser una excelente película en su género –por ella fue nominado al Oscar como mejor intérprete, primera vez que eso sucedía en toda la historia de la Academia con un varón de raza distinta a la blanca–, o “Porgy y Bess” (1959), última gran producción de Samuel Goldwyn sobre la obra de George Gershwin, dirigida por Otto Preminger, en la que tuvo que ser doblado en las canciones por Robert McFerrin. Ya desde esos tiempos, en el tipo de películas en las que intervenía, la reivindicación y la lucha tenían ausencia de pataleta a la par que efectividad absoluta.
Un período poco brillante inició los años sesenta. Pronto levantaría el vuelo con “Los lirios del valle” (1963), en la que su interpretación de un soldado que ayuda a unas monjas a construir una capilla en el desierto de Arizona, le supuso el Oscar como mejor actor, el primero que ganaba un negro en esta categoría –en la de mejor actriz de reparto ya se le había adelantado Hattie McDaniel por “Lo que el viento se llevó”–, como ha recordado la mayoría de titulares en la prensa. A partir de entonces y ya como primera figura de la pantalla, adquirió un mayor control sobre su carrera, lo que le permitió probar experimentos como “Un retazo de azul”, en la que una chica blanca y ciega (Elizabeth Hartman) se enamora de un chico negro (Poitier) sin saber ese dato de la raza. Eran fórmulas que permitían al cine afrontar temas como el amor interracial, siquiera con escollos y excusas como la mencionada ceguera.
A este respecto, quizá la mejor muestra que ha dado la comedia norteamericana haya sido “Adivina quién viene esta noche” (1967), en la que un maduro matrimonio liberal –Katharine Hepburn y Spencer Tracy en su postrera película juntos, pues Tracy moriría poco después– ve cómo su aperturismo se tambalea al presentarle su hija a su novio negro. Una prueba de fuego para las convicciones y contra la hipocresía social con un mensaje que todavía colea. ¡Qué lejos ha estado siempre de aquéllos que han hecho de la raza (negra) un valor artístico por sí misma, con una exigencia enrabietada –conducta sólo explicable desde el complejo o la incompetencia– hacia el resto de elogio bajo la amenaza de la etiqueta del racismo en caso de no producirse!
1967 sería también la fecha de otro importante éxito titulado “Rebelión en las aulas”, en la que encarnaba a un profesor encargado de encauzar a sus rebeldes alumnos. Ese mismo año, Sidney Poitier participó en una de las cumbres contra el racismo: “En el calor de la noche”, donde interpretaba el papel de un policía de paso por una localidad sureña y que ha de enfrentarse al rechazo de todo y de todos mientras ayuda a resolver un homicidio. El film se alzó con cinco premios de la Academia, incluido el de mejor película, dio lugar a una adaptación televisiva y a otras dos secuelas con Poitier en la piel del inspector Tibbs, muy lejos del éxito de la primera.
Esa condición de estrella lo animó a emprender un cine destinado al público negro, siendo aún la industria bastante parca en la producción para minorías en un aspecto solamente atribuible a las previsiones de negocio. “Un hombre para Ivy” (1968), “En hombre perdido” (1969), “Buck y el farsante” (1972), “Uptown Saturday Night” (1974), “Dos tramposos con suerte” (1975), “De profesión, estafadores” (1977) y “Locos de remate” (1980) pueden clasificarse en esta vertiente, donde contaba en tareas interpretativas con figuras como Bill Cosby o Richard Pryor, llegando también él personalmente a ostentar tareas de dirección y producción. No obstante, este cine minoritario estaba muy por debajo, en calidad y mensaje, al de las películas que lo encumbraron.
De todas formas, su importancia no se discutía. Seguía siendo una presencia importante allá donde aparecía, incluso asumido un paso atrás en lo referente al liderazgo de las tramas, caso de “Los fisgones” (1992) o “The Jackal (Chacal)” (1997), su despedida de la gran pantalla, aún en plena forma. Desde esa fecha, apenas cuatro películas televisivas culminan su carrera.
Le fue entregado un Oscar Honorífico en la ceremonia de los Oscar de 2002, curiosamente la misma edición en que dos intérpretes negros se alzaron con las estatuillas principales de interpretación: Halle Berry y Denzel Washington. Éste le dedicó cariñosas palabras al recibir su premio, precisamente por un papel nada edificante, en “Día de entrenamiento”, que jamás habría realizado Poitier, ni siquiera por necesidad económica, por su norma de rehuir la negatividad o la debilidad en sus trabajos. Ha llevado siempre su carrera guiado por sus principios, con inteligencia.
Peter Bogdanovich, quien lo dirigió en la segunda parte (para televisión) de “Rebelión en las aulas” y cuyo óbito se produjo el mismo día que el de Poitier, cerraba el capítulo dedicado a este actor en su libro “Las estrellas de Hollywood” con las siguientes palabras: “Como el ser humano especial que es, representa mucho más que la suma de todos sus papeles, porque, en definitiva, el papel que le ha tocado representar en esta vida, y en el que ha triunfado, es uno de los más difíciles de todos.”.