Si has pinchado en el artículo pensando que podría tratar de una revisión más o menos apasionada sobre la precuela de 2011 de la antológica ficción de Schaffner del 68, lamento decepcionarte.
He buscado parafrasear el título de la versión protagonizada por James Franco para hacer un breve comentario sobre la crisis de guiones y de ideas que asola, en los últimos años, la industria cinematográfica.
No dejamos de ver cómo las carteleras son, semana tras semana, infestadas de segundas partes (sobre las que el refrán suele acertar). Hablo tanto de películas de adultos como de cine infantil o juvenil.
La saga Fast and Furious estrenará la décima en mayo de 2023. Tom Holland interpretará a Spiderman en una nueva trilogía (sí, tres películas más) dentro del MCU. En diciembre 2021 ha entrado en las salas una adaptación dirigida por Spielberg de la clasiquísima West Side Story. Pixar resucita a Buzz Lightyear para un spin off en junio de 2022. Hace solo un mes, David Fincher lanzaba en Netflix Mank, su homenaje a Orson Welles con el biopic del guionista de Ciudadano Kane.
Todo consiste en repetir historias. Los ejemplos que he comentado son claramente blockbusters, producto, pero si repasamos los argumentos de las películas premiadas en los Goya, y me atrevería a decir en la mayoría de los galardones recientes, el argumento no deja de cobrar consistencia.
Repetimos líneas argumentales, tramas, arquetipos de personajes y hasta técnicas. Lejos queda la innovación que supusieron películas como Avatar en lo tecnológico o Indiana Jones en la narrativa. Está claro que todas las historias se han contado ya en cine pero, últimamente, encontrar guiones frescos, ideas nuevas, planteamientos desafiantes a conflictos clásicos se ha convertido en la búsqueda del Santo Grial.
Con todo el empeño y la imaginación que ha puesto la industria en general, y Hollywood en concreto, en ser diversos, inclusivos e integradores hasta el absurdo, lo realmente inexplicable es que las grandes apuestas presupuestarias se destinen cada vez más a repetir fórmulas de “éxito”, historias de taquilla asegurada.
Quizá no hay que irse tan lejos para ver que en épocas en que productores y distribuidores no estaban tan preocupados por lo políticamente correcto, por las cuotas y los números, surgían grandes ideas, grandes innovaciones. Saltos auténticos, de esos que dan vértigo por lo arriesgado, en la técnica o en la trama.
Suele coincidir que esos riesgos los toman los cineastas (y aquí permíteme que incluya a todos los actores involucrados en la industria) que quieren decir algo. Los que quieren aportar valor, pronunciarse, defender una idea o un valor. De ahí surgen grandes ideas y mejores historias: de la voluntad de apelar a la capacidad de raciocinio del ser humano.
Ni tres ni diecisiete películas de Spiderman más van a hacer mejor el mundo. Por mucho fan service que agradezcamos los incondicionales de los superhéroes.
El cine, y más el cine de masas, lo que llamamos blockbuster, no puede perder de vista que el público -sus “números”- son personas que piensan. Que pueden pensar. Que son capaces de entender posicionamientos, ideas y valores detrás de una película y que la controversia no es siempre algo de lo que huir sistemáticamente. Al menos no si se origina en defender algo auténtico.
El ejemplo más reciente que me viene a la cabeza es No mires arriba. Podemos estar de acuerdo o no con la metáfora sobre el cambio climático, pero por lo menos consigue que no le des a “ver siguiente” antes de dedicarle un minuto a discutir o reflexionar sobre ello.
Esa es la razón de que siga siendo clave exigir cine que hable de algo, que se pronuncie, que tenga un mensaje que dar. Porque con mensaje, estemos de acuerdo o no, se puede trabajar. Con lo que no podemos trabajar es con la ausencia de él. Con productos en cadena de montaje que funcionan en taquilla, pero aportan más bien poco a la humanidad que compra entradas. O que paga la plataforma.
Y si ahondamos solo un poco más, en el fondo, se trata de exigir cine con valores. Valores que podremos discutir, que tendrán más o menos autenticidad, intención o estrategia pero que se colocan en uno u otro lado del campo para defender algo, como ha hecho el arte desde los griegos hasta Van Gogh.
Por eso sería interesante averiguar cuál fue el momento en el que la industria decidió apostar por “lo que funciona” en lugar de por lo que aporta. Dónde o quién decidió empezar esta tendencia que terminará convirtiéndonos en simples comensales de un comedor sin carta, con un menú prefabricado y bastante poco original. Porque ahí estaría el origen de este planeta de simios que seríamos si no pudiéramos ver cine de (y con) verdad.