Una ceremonia de premios tan fría y tristemente olvidable (y van…) como la de este 27 de marzo termina siendo noticia por un incidente por el que parece obligatorio manifestarse y que, más que más allá del hecho mismo, podría ser un buen momento para pensar en la deriva del cine en los últimos tiempos, donde el bofetón lo recibe, casi siempre y casi sin tregua, el espectador.
Era la gran noche. La gran fiesta del cine. Cientos de astros de la gran pantalla vestían sus mejores galas para acudir al auditorio donde, con exquisita puntualidad, la industria se congregaba para otorgar los Premios de la Academia de Hollywood. La preparación duraba semanas, la prensa iba calentando motores, promocionando a los favoritos y aplaudiendo a los premiados. Corrían ríos de tinta, no faltaban los cotilleos ni las anécdotas de la trastienda o de las fiestas posteriores. La preciada estatuilla podía suponer el espaldarazo de una carrera y, aunque fuera durante un breve espacio de tiempo, el prestigio allí estaba, grabado en piedra.
Para rememorar estas circunstancias hace falta retrotraerse cada vez más atrás. La emoción, las noches sin dormir o los madrugones, en su defecto, por conocer la lista de premiados, han mermado de manera notable. En un intento de “revitalizar” una ceremonia cada vez más tediosa –o a lo mejor simplemente por hacer ruido–, las normas han sufrido numerosas modificaciones. Aumenta el número de presentadores –no sea que las “minorías” se sientan “oprimidas”–, la lista de candidatos se ha incrementado hasta el delirio –cualquiera es susceptible de recibir una carta con su correspondiente nominación: una simple vuelta a la manzana puede ser suficiente–, por suerte aún no han sucumbido a ese claro atentado contra la Naturaleza por el que se barajó incluso la posibilidad de eliminar la separación por sexos –¿alguien duda que cuando esto suceda, si sucede o donde suceda, la primera persona premiada será mujer?–… ¿De verdad alguien piensa que estas cosas se hacen por el bien del arte, pensando en el público? Lo primero, no; lo segundo sí: pensando en el público para manipularlo, eliminar cualquier posible opinión o pensamiento crítico sobre lo que se le ofrece y alienarlo en lo que se considera “políticamente correcto”.
Con la ceremonia acercándose a la normalidad de antes de la pandemia, este año, la labor de presentación ha recaído en tres mujeres: Amy Schumer, Regina Hall y Wanda Sykes, de reconocido prestigio en nada. Hasta en tal circunstancia, basada únicamente en el ruido, el argumento hace aguas. No hay que remontarse demasiado tiempo para recordar agradables ceremonias con Whoopi Goldberg y, sobre todo, la gran Ellen DeGeneres en tales tareas. Hoy las tres deben de estar muy felices de sus cinco minutos de gloria (rebotada), cuando la verdadera influencia dista mucho de ir por esos cauces. Que alguien le cuente a la Academia el reconocimiento insuperado de gente como Katharine Hepburn –ajena siempre a estos tinglados– o Bette Davis, por citar un par de estandartes femeninos.
Para desgracia del trío de presentadoras, el hecho grande de la noche no las ha tenido como protagonistas. Por causas aún desconocidas, alguien en algún momento determinó que Chris Rock era gracioso. No hay argumentos para sostener tal afirmación, pero ahí está, con una filmografía mala, escasa y por fortuna, desconocida, sin soltar la etiqueta. El interfecto no tuvo otra ocurrencia que bromear sobre la alopecia de Jada Pinkett Smith, la esposa de Will Smith, quien no dudó en subir al escenario y propinarle una bofetada. Desde este momento, el personal se ha encontrado con un incómodo cortocircuito: ¿hizo bien Will Smith defendiendo a su esposa de las burlas? ¿La violencia es siempre censurable? ¿El humor ha de medir sus límites? ¿Tiene que empezar a caer mal Will Smith por decreto? El hecho de que el percance haya sucedido entre dos individuos de raza negra, ciertamente, alivia y a la vez complica un poco las cosas: el socorrido argumento del racismo no tiene cabida –tampoco ha aflorado mucho, contra pronóstico, el del machismo– y hay que recurrir a ideas más “elevadas” y tambaleantes. El posible daño del impacto es lo de menos. ¿Se atisba arrepentimiento por la metedura de pata por parte de Rock? En absoluto. Descolocado, se limitó a hilar frases sin ingenio y sin borrar la absurda sonrisa de su boca. Will Smith también quedó en entredicho. Pudo haberse acercado a Rock y exigirle que pidiera disculpas a su esposa, visiblemente molesta por la ocurrencia verbal. Lejos de eso, optó por la vía rápida, física e improcedente. El arrepentimiento en el momento de recoger su premio como Mejor Actor dejan una sensación agridulce e incompleta, como su escrito posterior. El debate de fondo ha de ser otro: no todo vale. Ya basta de regodearse en el dolor y en la burla zafia. El público empieza a cansarse de tanta tontería. En una situación así, ha de primar el estado de la ofendida –es de suponer que, de una manera u otra, ella se habrá sentido protegida por su marido–, casi diluido en debates absurdos y más aún en tiempos de piel fina. En un alarde de hipocresía exasperante, hasta se ha hablado de retirarle el Oscar a Will Smith. Ya puestos, ¿por qué no eliminar su papel, como se hizo en su día con Kevin Spacey por cierta acusación que quedó en nada y sin que su honor haya sido restituido? Para cubrir la mejor interpretación masculina del año seguro que habrá miles de mujeres dispuestas a rehacerla y, por supuesto, mejorarla. Si pertenece al “Me too”, el “triunfo” será doble. Las del “Me not” no cuentan. Al final, la decisión ha sido alejar a Will Smith de todo evento relacionado con esta institución durante un largo período de diez años, una sanción presumiblemente reducible en cuanto el eco del bofetón se vaya disipando. Cualquier otra decisión será ahondar en lo que, desde ya mismo, es un ejercicio de vanagloria e hipocresía.
La anécdota del día ha copado todas las noticias, incluso las que, apenas unas horas antes de la ceremonia, trataban de convencer en España de que los grandes favoritos eran Javier Bardem y Penélope Cruz. El error del vaticinio ha sido silenciado, pues poco importa. Total, ya tiene uno cada uno… La comparación numérica puede llegar a resultar asombrosa recurriendo a mitos indiscutibles, así que mejor conformarse con saber quiénes de verdad escriben la historia. Por cosas como éstas, conviene poner los pies en el suelo y asumir que tampoco hay que tomarse estos premios demasiado en serio. Injusticias ha habido siempre. Ruido, casi también. Lo delicado sucede cuando se convierten en norma más que en excepción, deriva a la que parece abocada la industria.
Aquí entran en juego las curiosidades pintorescas, donde el tufillo a cuota para quedar bien se hace insoportable. Se vende como una curiosa reivindicación, cuando más bien suena a publicidad. Las ausencias no se deben –necesariamente, habría que decir en pro de la “corrección”– a opresión ni a discriminación, sino a cuestiones meramente numéricas, estadísticas. Peter Lorre o Raúl Julia, por ejemplo, nunca fueron nominados y huelga hablar de su relevancia en la profesión, con el respeto y la admiración que cosecharon. ¿Acaso José Luis Garci, cuando se alzó con la primera estatuilla para España por “Volver a empezar”, estaba restituyendo algo? En absoluto: se presentó en el Dorothy Chandler Pavilion con esmoquin blanco en homenaje al Rick (Bogart) de “Casablanca” y celebró la situación en el plano personal y profesional, que, en su caso, se confunden. El cine como algo universal, como un hecho de unión y no de enfrentamiento. Otras consideraciones y curiosidades están bien para estudios y listados, poco más. Las cuotas, lejos de premiar, señalan. Cabría preguntarse si estos señalados se conforman con esa coletilla. Sería muy triste que así fuera y, por desgracia, la tónica parece tomar ese camino.
El quid de la cuestión es mucho más sustancioso. El título de este artículo no pretende, ni mucho menos, elogiar el hecho concreto de la susodicha ceremonia, simplemente lo aprovecha y menciona para la descripción del panorama actual. Son tiempos en los que resulta cada vez más difícil emocionarse y vibrar con una historia. El concepto del cine como medio comunicativo es distinto: apenas una semana en las salas es sinónimo de éxito y proliferan nuevos medios de difusión. Los tiempos han cambiado y tampoco es cuestión de anclarse tozudamente a la nostalgia. Pero esta afirmación no puede ni debe estar reñida con una exigencia de calidad, de imaginación, de empleo de recursos. El descenso en cualquiera de estas circunstancias sólo desemboca en el adocenamiento, la estrechez de metas y miras, la falta de cultura. En una palabra: involución.
La influencia del cine ha sido demasiado poderosa en estos ciento y pico años de historia como para dejarla morir en un ejercicio de abandono intelectual. Esto pasa, especialmente, por la reivindicación de dicha historia –para lo cual su conocimiento es fundamental–, como se hace con otras artes, y con argumentos más que suficientes para sumar el cine a esta práctica. Más aún cuando la manipulación en tantísimos aspectos toma tintes insospechados incluso para tiempos de infausto recuerdo. Igual de alarmante supone el silencio cómplice ante la intromisión de caprichosas normas en el hecho creativo, una colaboración necesaria más que una rendición, una normativa que transformaría “Infierno en el Pacífico” en “La jaula de las locas”, sin ir más lejos.
El espectador ha de tomar la iniciativa y reivindicarse como individuo independiente, pensante y ávido de calidad, empujado por el espíritu de Howard Beale (Peter Finch) en “Network, un mundo implacable”. Un bofetón simbólico y como respuesta al habitual en sentido contrario. Rebelarse contra la mediocridad, más que una opción, es una obligación. Porque mañana nadie recordará las películas premiadas. Más aún: la mayoría habrá pasado por alto uno de los momentos más emotivos de la ceremonia a cargo de Lady Gaga –por suerte, la relación de la cantante y actriz con estas galas suele venir acompañada de situaciones hermosas– y una Liza Minnelli en silla de ruedas, cincuenta años después de su gran éxito en “Cabaret”. El ruido por encima de la calidad. Ahí está lo grave de toda esta vorágine. Señores del cine: hagan bien las cosas, respeten al público y no habrá necesidad de hablar de cuestiones ajenas.
Totalmente de acuerdo.
Muchísimas gracias