EL VALOR DE LA PALABRA
«Hola, buenos días, soy Cocodrilo Dundee, acabo de llegar a la ciudad, ya nos veremos por aquí». (Cocodrilo Dundee, Peter Faiman, 1986).
Que «en el cine se refleja la vida como en un espejo» se ha convertido ya en un lugar común de tanto repetirlo. Pero es que es totalmente cierto. Hasta tal punto que experiencias humanas de ficción aparecidas en la pantalla han llegado a convertirse en paradigmas de ciertas actitudes del ser humano. Recordemos, por ejemplo, Forrest Gump (Robert Zemeckis, 1994), en la que un ser humano ingenuo y bondadoso, con un coeficiente intelectual bajo pero con un sentido común impregnado de valores, toca el corazón del espectador y lo inunda de ternura. El personaje, magníficamente encarnado por Tom Hanks, se ha convertido en el prototipo del corazón puro y generoso.
En ocasiones, son relatos históricos, hechos que acontecieron en la realidad, que un buen cineasta tiene la intuición de plasmarlos en lenguaje cinematográfico. Así la plurilaureada (¡108 importantes premios cinematográficos, de los cuales 4 Óscars 2010!) El discurso del Rey (Tom Hooper, 2009), que narra el difícil reto que tuvo que afrontar el monarca británico Jorge VI, aquejado de tartamudez, para superar su pánico al ridículo y conseguir hablar en público con fluidez, es decir, dirigirse a su pueblo, que tanto necesitaba oír la voz del rey en tiempos tan convulsos como los que se estaban viviendo en esos años. El valor de la palabra.
Para un político marrullero como el protagonista de Ciudadano Bob Roberts (Tim Robbins, 1992), de sus palabras, tan falsas y mendaces como él mismo, dependían los votos que podían auparlo al poder. No tenía ningún pudor en mentir y difamar al rival, pero todo debía estar bien envuelto en un lenguaje eficaz, para llegar a los electores y convencerlos de que le otorgaran su confianza. En contraposición al discurso falaz de Bob Roberts, las palabras cálidas y sinceras del psiquiatra Sean McGuire le arrancaron por fin lágrimas sanadoras al indomable Will (El indomable Will Hunting, Gus Van Sant, 1997). Pensemos también en el caso real de la niña sordociega Marie Heurtin, cuya historia fue llevada al cine por Jean Pierre Améris (La historia de Marie Heurtin, 2014). Para Marie, el mundo era una realidad hostil contra la que se revolvía con violencia. Hasta que una mujer admirable, sor Margarita, encontró formas de comunicación para penetrar en las tinieblas de su aislamiento, con un lenguaje de signos basado en el sentido del tacto y del roce de la ternura.
El lenguaje puede pues tener un uso ambivalente, para el bien o para el mal. Eso no menoscaba su calidad, porque solo depende de la intencionalidad del hablante. «La palabra y el amor se pertenecen mutuamente –escribe Ferdinand Ebner–. La palabra auténtica es siempre expresión del amor. Toda desgracia humana en el mundo viene de que los hombres rara vez aciertan a decir la palabra adecuada» (La palabra y las realidades espirituales, Caparrós editores, Madrid, 1995, p. 125).
Saber decir la palabra adecuada y, podríamos añadir, del modo adecuado es una cuestión de la máxima importancia para todo ser humano. Cada uno de nosotros somos un nudo de relaciones y la forma que tenemos de establecer relaciones con las personas del entorno es crucial para nuestra vida. Saber hablar en público es un arte y saber entablar una pequeña charla con el vecino es una necesidad. Ambas cosas requieren técnica, aprendizaje, pero son fácilmente alcanzables si les dedicamos un tiempo de reflexión.
Acaba de caer en mis manos un libro de Mónica Pérez de las Heras, formadora de habilidades de comunicación y oratoria, Habla con extraños. Cómo usar el small talk para tu éxito profesional y personal (Ediciones Oberon, Madrid, 2023). Es una obra espléndida, que constituye una guía práctica para aprender a salir de nuestra burbuja de timidez o temor y lanzarnos a la maravillosa aventura de tomar conciencia de la presencia de los demás, descubrir miradas llenas de sentido en ojos que antes ni veíamos, provocar sonrisas amables –o, por lo menos, prodigar las nuestras– y establecer vínculos de lenguaje con el otro, aunque sea brevemente, en el portal de tu casa, en la caja del supermercado o en la parada del autobús.
Mónica Pérez de las Heras hace fácil lo que para muchas personas –¡ay la timidez, que nos aísla y nos sume tantas veces en la soledad!– puede parecer una meta inalcanzable. Nos da herramientas prácticas, sencillas y eficaces, para abandonar la cerrazón de nuestra zona de confort, tender puentes de relación humana con el otro y disponerse a franquearlos con la comunicación como vehículo. Como Ebner, la autora nos indica que hay que hablar con el corazón para transmitir bien el mensaje.
El libro tiene un contenido muy profundo, expresado en lenguaje sencillo, asequible para todo el mundo. Habla del valor de la humildad, que todo lo hace fácil, frente a la prepotencia, que todo lo corrompe; explica cómo vencer la timidez, la vergüenza y el sentido del ridículo, que son el tormento de muchas personas. Pero no es en absoluto un libro teórico, no es un ensayo sobre la comunicación, sino un manual muy práctico, una guía sencilla y eficaz para aprender a establecer vínculos de relación con el entorno, desde los más ocasionales –como coincidir con alguien en un ascensor– hasta aquellos que constituyen el germen de una conversación más o menos superficial, de un diálogo como búsqueda en común de la verdad o, como dijo Rick en Casablanca (Michael Curtiz, 1942), «el comienzo de una hermosa amistad».
Recuerda la autora las palabras del genial Groucho Marx: «Es mejor estar callado y parecer tonto, que hablar y despejar las dudas definitivamente», para llegar a la conclusión de que «es mejor que parezcamos tontos, pero habiendo realizado nuestro Small Talk», es decir, habiendo establecido una comunicación entre personas. Termina el libro con unas palabras muy sugerentes, una invitación al lector «a llevar a cabo las actividades propuestas». Algo tan sencillo como desear un buen día con una sonrisa, pero que puede iluminar nuestra jornada. ¿Y quién no desea tener una vida luminosa y sentir que ese nudo de relaciones que somos está palpitante de comunicaciones y sentido? ¿A quién no le gustaría tener una vida de cine?