Dirigida por Irving Reis, se trata de una adaptación de la obra teatral All my sons, homónima del gran dramaturgo Arthur Miller.
Arthur Miller nació en Nueva York en 1915 y falleció en 2005. Para los expertos es un clásico incontestable de la escena estadounidense ya que escribió algunas de las obras maestras del teatro del siglo xx, además de ser autor de una extensa obra narrativa y ensayística. Entre sus numerosos galardones se cuentan el Premio Pulitzer 1949 o el de la crítica teatral neoyorquina en dos ocasiones –una por Todos eran mis hijos–, así como el Premio Príncipe de Asturias de las Letras 2002. Fue un hombre comprometido socialmente sabiendo reflejar como pocos las incoherencias, desengaños y frustraciones de la sociedad estadounidense.
La obra refleja el drama familiar que se desencadena tras la segunda guerra mundial. Joe Keller -un espléndido Edward G. Robinson– es un empresario de éxito, un hombre de negocios triunfador sin aparentes remordimientos ni problemas excepto una tristeza profunda anclada en la desaparición de Larry, uno de sus dos hijos, durante la Segunda Guerra Mundial. Es un hombre hecho a sí mismo, acostumbrado al esfuerzo y al sacrificio personal. Simpático y abierto, tiene una gran capacidad para comunicarse con los demás, incluidos los propios trabajadores de su empresa y sus vecinos. Lo sabe todo de la empresa. Nada se le escapa. Su hijo Chris –Burt Lancaster en pantalla- se siente presionado a continuar con el negocio pese a no disfrutar en él.
Ann -interpretada por Louisa Horton– la hija de su antiguo socio, que fue novia de Larry, regresa a la casa para contraer matrimonio con Chris, el hermano menor. Este reencuentro con la familia Keller hace supurar heridas que creían sanadas. Sobre todo en Kate Keller -una soberbia Mady Crhistians– que se niega a creer que su hijo está muerto. Se despierta un pasado que resurge en forma de dudas y de miedos a posibles traiciones pasadas. La verdad se abre paso arrancando la careta mezquina tras la que se esconden ambiciones y estilos de vida llenos de corrupción. Chris descubre que durante la Segunda Guerra Mundial su padre se benefició de un lucrativo contrato con el ejército. Pero, en una ocasión, acuciado por las prisas y las necesidades económicas, entregó un avión, sabiendo que algunas piezas estaban defectuosas. Acabó estrellándose con 21 hombres a bordo. Nunca aceptó su responsabilidad ante el jurado y quedó libre de cargos dejando en la cárcel a quien no era el culpable último de aquella decisión, el padre de Anne.
Todos eran mis hijos es una de las primeras obras de Miller. Fue dirigida en su estreno teatral por Elia Kazan en 1947 en el Coronet Theatre de Nueva York estando nueve meses en escena y posteriormente sería llevada innumerables veces al escenario con igual éxito. En ella aparecen los temas recurrentes del autor: conflictos familiares, responsabilidad social e individual, principios morales que llevan a asumir la responsabilidad de los propios actos, etc…
La obra es muy actual y refleja muchos aspectos del mundo postmoderno que vivimos, donde las pseudo verdades y el individualismo campa a sus anchas, donde el “sálvese quien pueda” domina el panorama mundial y donde el valor del ser humano está en manos de traficantes sin alma que sólo buscan lucrarse sin importar las víctimas. Una obra que resiste el paso del tiempo porque trata temas intemporales en los que vemos reflejados los dramas que asolan a muchas colectividades, familias e individuos por la falta de sinceridad, de autenticidad, de solidaridad, de coherencia básica en unos mínimos éticos que garanticen los derechos de los más débiles. Lo vemos en múltiples “negocios” actuales: el de las armas, incitando guerras entre países; en el trafico de niños y de órganos; en el del aborto; en de las redes sociales; en la superexplotación de la naturaleza; en de vacunas y otros productos sanitarios ante pandemias o enfermedades desconocidas, etc… Todo es negociable si es rentable. Una denuncia relevante y urgente en nuestros días donde el valor de una vida es comercial.
Según señalan los expertos, la obra se basa en una historia real, que había reseñado en un periódico de Nueva York la entonces suegra de Arthur Miller. Se trataba de una mujer que había denunciado a su padre por haber vendido piezas defectuosas al ejército de Estados Unidos durante la Segunda Guerra Mundial. Se nota también la influencia de la obra de Henrik Ibsen El pato salvaje, en la que Miller se inspiró para tratar sobre dos socios en un negocio en el que uno se ve obligado a asumir la responsabilidad moral y legal del otro.
Aunque fue nominada al mejor guión drama de Chester Erskine por el sindicato de guionistas de EEUU en 1948, la fotografía, en blanco y negro, es brillante. Corrió a cargo de Russell Metty, gran director de fotografía de muchas películas de Hollywood en las décadas de 1940, 1950 y 1960. Entre las que destacan Escrito sobre el viento (1956), Douglas Sirk, con Rock Hudson, Lauren Bacall) Sed de mal (Touch of Evil, 1958, dirigida por Orson Welles, con Charlton Heston, Janet Leigh, Marlene Dietrich). En 1961 obtuvo el Óscar a la mejor fotografía por Espartaco, dirigida por Stanley Kubrick e interpretada por Kirk Douglas.
En Todos eran mis hijos, destaca por el simbolismo de muchas de los planos donde la sucesión de la luz y de las sombras crea más expresividad emotiva que las palabras. El reflejo de las rejas de la cárcel en el rostro de los protagonistas de la escena es impresionante por poner un ejemplo.
Por su parte, la dirección de Irving Reis, fallecido a los 47 años por cáncer, es sorprendente y dinámica. Aunque tuvo una corta carrera cinematográfica, se le reconoce una dirección todoterreno, con una narrativa ligera y muy variada: comedias como Su Última Danza (1942), con Henry Fonda y Lucille Ball, o El Solterón y La Menor (1947), con Cary Grant, Myrna Loy y Shirley Temple; musicales, como Dancing In The Dark (1949); títulos románticos, como Hechizo (1948), con el protagonismo de David Niven y Teresa Wright, o westerns, como Nuevo México (1951).Su última película fue Alcoba Nupcial (1952), comedia basada en una obra de teatro de Jan de Hartog con Rex Harrison y Lilli Palmer.
En Todos eran mis hijos, va desgranando el drama confundiendo al espectador en una sucesión de escenas en las que va aportando información desde los diferentes personajes implicados. Nos sentimos parte de la historia, nos involucra y nos reta a tomar partido por la conciencia, por el bien, por la verdad frente a la falsedad imperante. Frente a la negación de la propia responsabilidad que tanto daño produce en los que nos rodean, apela al compromiso con los hechos que deben ser asumidos hasta el final. Joe no es capaz de hacerlo y huye, escapando de la vida. Es su modo particular de dejar libres de su red de engaños a los que quiere. No solo fue responsable de la muerte de su hijo Larry, hay algo más que descubre tras la lectura de la última carta de su primogénito. Una obra que engancha de principio a fin, con sólidos personajes que interpelan con franqueza las grandes cuestiones de una vida bien vivida.