[Alberto García. Artículo publicado en la revista Nuestro Tiempo]
La concepción tradicional del arte realista moderno parte de la base de que la ficción es un espejo del mundo. En ciertas ocasiones, el cine cruza ese espejo y vuelve la mirada sobre sí mismo para reflejar su medio de expresión o su acto de creación. Entonces, se hace cine sobre el cine: películas que muestran un rodaje, la vida de un productor, la escritura de una película… La reciente y nominada Adaptation. El Ladrón de Orquídeas constituye el último botón de muestra: la historia del guionista Charlie Kaufman y sus avatares para escribir el guión de la película que estamos viendo. Fenómeno prolífico, ha sido practicado por directores como Sturges, Fellini, Godard, Wilder, Allen o Burton. Hablamos de la metaficción.
La metaficción en el cine actúa como el párrafo anterior: la atención de la ficción se dirige hacia la propia forma. El relato abandona su transparencia para convertirse en un artefacto que muestra sus propias huellas de producción: su autoría, sus influencias, sus problemas en la creación artística. Patricia Waugh la define como «un término dado a la escritura ficcional autoconsciente y que sistemáticamente dirige su atención a su estatus como artefacto para aclarar con ello cuestiones sobre la relación entre ficción y realidad».
La metaficción consiste, por tanto, en desvelar los mecanismos que crean la ilusión cinematográfica, basada en el orden de los elementos, la coherencia narrativa, la causalidad, la unidad textual… una serie de características que buscan la identificación o simpatheia aristotélica por parte del receptor. Ahí es donde ataca la metaficción. Porque las ficciones, desde Aristóteles, tradicionalmente se han entendido como espejos de la realidad que reflejaban «lo que podría acaecer, las cosas posibles según lo verosímil o necesario», como en el cine convencional o la literatura tradicional. La metaficción -también denominada reflexividad, ficción autoconsciente o relato narcisista- es un torpedo a la línea de flotación del ilusionismo. ¡¡Bumm!! El espejo se resquebraja y el espectador se cerciora de que está contemplando una película, una ficción, un invento artístico creado por una mente en ebullición creativa.
El metacine enseña una ficción que es sujeto y objeto de sí mismo: usa el cine (sujeto) para hablar del cine (objeto). La reflexividad cinematográfica ataca habitualmente la ilusión usando las propias armas realistas: primero adormece al lector con el ilusionismo tradicional para luego despertarlo y sorprenderlo al desvelar los mecanismos sobre los que se ha construido esa ficción y así hacer evidente el hecho de que estamos ante una creación, un mundo posible hecho a discreción y elección del autor. En cierto modo, se podría afirmar que la metaficción vampiriza la ilusión: exprime todas sus posibilidades, va cogiendo fuerza gracias a ella. Construye una ilusión artística de realidad para, a renglón seguido, destruirla revelando así su condición de artificio, de pura convención de verosimilitud.
«Mediante la reflexividad se pretende desmitificar el cine -y, por extensión, cualquier arte- ya que nos hace consciente de los medios, los códigos que utiliza y el trabajo de sus significantes», señala Robert Stam. Fondo y forma, objeto y referente, realidad y ficción se confunden deliberadamente, como ocurría en los cuadros del pintor belga René Magritte o como sintetizó Cortázar en su breve cuento Continuidad de los parques (este famoso relato presenta la aporía de un lector que, como descubrimos en la última línea, está leyendo lo que será su propio asesinato…). Los límites se difuminan, las demarcaciones entre texto y contexto, historia e interpretación, escritura y lectura se vuelven borrosas o se revierten, como sucede con el guión de Charlie Kaufman en El Ladrón de Orquídeas: vemos cómo reflexiona y varía el guión de la película que estamos contemplando. Se «traspasa» el límite de las dos dimensiones -la pantalla, la hoja del libro o el lienzo- porque trae al interior del texto realidades externas a la propia obra.
Lúdica o didáctica
Las razones que llevan a los creadores a volverse sobre sí mismos o sobre su medio de expresión suelen oscilar entre el agotamiento del arte y la denuncia ideológica. En el primer caso, hay quienes optan por explorar nuevos caminos expresivos por medio del homenaje intertextual o la contemplación de los propios instrumentos artísticos (El Último Gran Héroe, Barton Fink). En el otro extremo, un cine metaficcional de batalla, combativo ideológicamente, que busca romper el espejo de unas ficciones ilusionistas a las que considera cómplices de la ideología burguesa. Muy influidos por Althusser, Brecht y la teoría fílmica de izquierda, cineastas como Jean-Luc Godard, el primer Buñuel o Pedro de Andrade han practicado en algunas cintas la reflexividad como una obligación política. Desenmascarar la ilusión de la ficción con una finalidad didáctica: despertar la inteligencia crítica del receptor, evitar la «narcotización burguesa» del arte.
Los ejemplos metaficcionales que llegan a nuestras pantallas suelen contar con un componente más lúdico. A la vez que nos enseñan el modo de funcionar de las ficciones, cuentan con una mirada ingeniosa (a veces incluso gamberra), que combina transgresión y comicidad. Parodias metaficcionales como las Sillas de Montar Calientes de Mel Brooks o Un Final made in Hollywood de Woody Allen pueden entenderse como paradigmas de esta intencionalidad lúdica posmoderna que vuelve su mirada sobre el propio arte. Por supuesto que existe la tragedia en esta reflexividad menos comprometida políticamente: El Crepúsculo de los Dioses o Cautivos del Mal levantan acta de un metacine que dibuja las partes más oscuras del alma humana (de una estrella en decadencia, de un productor sin escrúpulos).
Como es lógico, el cine dentro del cine puede contar con un alto componente intertextual. Hacer ficción de la ficción implica subirse a los hombros de obras anteriores y fabular sobre ellas. De este modo, otras ficciones se convierten en materia prima de la creación artística. Se hace cine del cine. Y se deja patente las influencias, dudas o anécdotas en la producción de algún clásico. La Sombra del Vampiro, por ejemplo, explora la posibilidad (aceptada como rumor) de que Murnau contratara a un verdadero chupasangre para rodar el clásico expresionista Nosferatu. La obsesión de John Huston por cazar un elefante durante la filmación de La Reina de África queda expuesta por Clint Eastwood en Cazador Blanco, Corazón Negro. Y RKO 281 recrea los problemas de rodaje de Ciudadano Kane y los enfrentamientos entre el joven Orson Welles y el magnate W.R. Hearst.
Esta petición de préstamo de obras anteriores también puede consistir en insertar tramas de otros textos audiovisuales en nuevos filmes o en incluir personajes conocidos en relatos actuales. De este modo, Humphrey Bogart-Rick Blaine se puede convertir en el (anti)alter-ego de Woody Allen en Sueños de un Seductor; el Orson Welles-Harry Lime de El Tercer Hombre se mezcla en los sueños de Criaturas Celestiales; o el juego de espejos y disparos de La Dama de Shangai adquiere una nueva lectura en Misterioso Asesinato en Manhattan o en La Seducción del Caos. En ocasiones, estas referencias intertextuales pueden llegar a la parodia desternillante como la de Schwarzenegger indagando en un videoclub sobre un Terminator II interpretado por… ¡Sylvester Stallone! O La muerte de El Séptimo Sello renunciando a llevarse al hercúleo protagonista porque con su guadaña «no hace ficción».
Mecanismos reflexivos
La reflexividad fílmica suele contar con diversos mecanismos para atravesar la cuarta pared, romper el espejo de la pantalla. En primer lugar, la autoconsciencia. Personajes que se saben simples roles de un mundo posible (el Truman Burbank de El Show de Truman o el Tom Baxter de La Rosa Púrpura de El Cairo) o historias que muestran su propio proceso de producción en películas nada convencionales y de público selecto como El Hombre de la Cámara (Vertov), La Seducción del Caos o Tren de Sombras (de Martín Patino y José Luis Guerín, dos de los pocos cineastas españoles que han indagado en este mundo marginal de espejos y representaciones).
La reflexividad en el cine puede usar otros mecanismos como las apelaciones directas al espectador de la sala (como ocurre en algunos momentos de El Club de la Lucha o Pierrot el Loco), un narrador no disimulado que explicita la toma de decisiones sobre cómo debe avanzar la trama (los golpes de inspiración de Charlie Kauffman en Adaptation) o personajes que se interpretan (El Juego de Hollywood o Fedora constituyen una apoteosis de estrellas haciendo de sí mismos).
De igual forma, entre los dispositivos metaficticios podemos encontrarnos con personajes que se rebelan ante su creador: el pato Donald evitando ser borrado por la goma del dibujante en un célebre corto de Walt Disney (Unamuno vertió sus dudas existenciales mediante un personaje que se sublevaba ante el azaroso destino que su autor, Don Miguel, le imponía en Niebla). También hay tráfico entre mundos: autores que entran en el relato (al más puro estilo del Velázquez de Las Meninas o de Buster Keaton en Sherlock Jr.) y personajes que saltan a la «vida real»: el Tom Baxter de La Rosa Púrpura de El Cairo busca un amor imposible en la dura época de la Depresión estadounidense mientras que el Slater de El Último Gran Héroe se da cuenta de que los golpes duelen, las balas se terminan y los coches se desmontan al chocar en el mundo real.
Trabajo en construcción
Al final, esta forma de construir arte que tiene la metaficción, al dejar al descubierto sus propias estructuras y mecanismos, provoca una impresión de «obra en construcción». No da la sensación de creación cerrada, sino de estar haciéndose en el mismo momento en el que se contempla o se lee: vemos el propio montaje de la película en Tren de Sombras o El Hombre de la Cámara, los ensayos de una película que se llamará Cantando bajo la Lluvia, qué tipos de planos prefiere usar el director de una película en La Noche Americana, etc.
La noción de «obra abierta», propugnada por Umberto Eco, llega así a su máxima expresión: es un texto indeterminado que pide la participación del receptor incluso en su elaboración -un ejemplo paradigmático es la Rayuela del argentino Cortázar, donde el lector tiene que interactuar con el texto de tal manera que cada uno la lee de una forma propia, creando una novela distinta según las elecciones que adopte durante la lectura-. De este modo, muchos de los productos reflexivos pretenden hacer visible el modo de funcionar del relato, aportar unas «instrucciones de uso» para que el lector sea consciente del modo de crear y recibir esa obra.
A veces podemos, incluso, asistir a los cambios en la dirección de la «obra en construcción», si se da un estilo autocorregido en el propio texto (mediante el metalenguaje o el metacomentario). La tierra más fértil para estos trabajos en construcción la ofrece el teatro de Pirandello. Seis personajes que buscan un autor que les escriba e irrumpen en la escena de una obra no preparada; personas que protestan a los actores ante la representación de su propio drama en Cada cual a su Manera; o, el caso más extremo de estilo autocorregido, de un público y unos intérpretes que continuamente recriminan y protestan al director el rumbo que está tomando la representación de su obra de teatro en Esta Noche se Improvisa.
Mostrar todo el proceso
En su intento por mostrar los entresijos del mundo del celuloide, el metacine ha pretendido mostrar diferentes fases del proceso de una película: desde la búsqueda de dinero (frustrada y patética labor en Ed Wood) hasta el montaje final o la proyección de la película (en El Juego de Hollywood contemplamos cómo se impone un final comercialoide y con estrella; en El Último Gran Héroe vemos al verdadero Arnold Schwarzenegger discutiendo con su personaje de ficción en la premiere en Los Ángeles de Jack Slater IV).
El guión o la escritura de la obra. La muestra metaficticia más reciente, Adaptation. El Ladrón de Orquídeas, se centra en los problemas artísticos de un guionista actual, Charlie Kaufman. La crisis creativa y la labor de escritura ha sido una veta que la metaficción ha mostrado con frecuencia: los Cohen otorgaron su toque a Barton Fink, Billy Wilder traspasó el cine negro al ámbito hollywoodiense con una ironía que partía de la voz en off de un guionista (El Crepúsculo de los Dioses), un gángster duro y cruel acude en ayuda de un dramaturgo mediocre en Balas sobre Broadway…
El productor no suele ser una figura muy bien parada. El cine los refleja tiránicos y odiosos (Cautivos del Mal), trepas y sin escrúpulos (El Juego de Hollywood), relacionados con la mafia (Cómo Conquistar Hollywood), siempre tacaños y, en una rara excepción, con inquietudes de conocer el alma humana para retratarla mejor en sus películas (Los Viajes de Sullivan). Los directores, sin embargo, apuntan un abanico más profundo: pueden ser casposos y estandartes de la serie B (Ed Wood), genios que entran en crisis existencial (Ocho y Medio de Fellini), avariciosos (La Niña de tus Ojos), solitarios y homosexuales (Dioses y Monstruos), decadentes y patéticos (Bowfinger, Un Final made in Hollywood), con aires de grandeza (Cecil B. Demented, Obra Maestra), obsesionados (Cazador Blanco, Corazón Negro), geniales (RKO 281) o amantes del cine clásico lidiando con una troupé repleta de líos amorosos (La Noche Americana).
En este aspecto, resulta curioso comprobar la cantidad de directores que han aceptado actuar de sí mismos: Fritz Lang dirige una nueva versión de La Odisea en El Desprecio (Jean Luc Godard), Cecil B. De Mille rueda la última escena de Norma Desmond en Sunset Boulevard, Martin Scorsese rechaza un guión en El Juego de Hollywood, Rob Reiner presenta el «documental musical» en Spinal Tap, Orson Welles confiesa su amor por la magia en F de Fraude…
Un aspecto esencial en la producción de cine como las estrellas (y sus caprichos) también han pasado por la pantalla: además de la triste e histriónica Norma Desmond fuera de su tiempo, la incapacidad de adaptarse al sonoro también fue tratado, en clave de comedia musical y tecnicolor, por Stanley Donen en Cantando bajo la Lluvia. Podemos encontrar también un vitriólico duelo de egos en la sarcástica Eva al Desnudo, actores adictos a casi todo en Hurlyburly, envidias amorosas en La Pareja del Año o el camino para alcanzar el estrellato y el Oscar en Ha Nacido una Estrella. Todo un panorama de actores que, tras las máscaras y la fanfarria glamourosa, esconden vidas con sus alegrías, sus decepciones y sus miedos. Como todas.
Los miedos de un intérprete camaleónico y complejo fueron explorados en Cómo ser John Malkovich, un gran éxito del guión de Charlie Kaufman y germen de Adaptation. En aquella historia se volvió a demostrar que la metaficción juega su partido en terreno fronterizo, inestable, un cenagal que participa de realidad y ficción a tiempo parcial. El cine inunda nuestra existencia y lo real navega por las aguas de la fantasía. ¿Verdad o mentira? ¿Ficción o realidad? Los límites quedan borrosos, los relatos bajo sospecha, los mundos posibles difuminados. Y, aún así, el metacine gana encuentros de alto calado. El último gol se lo metió a la Academia de Hollywood: Charlie y Donald Kaufman, personajes protagonistas y firmantes del guión autobiofilmográfico de El Ladrón de Orquídeas, fueron nominados en la última edición de los Oscar. El cine invadía la vida y se imponía a lo real. Por primera vez en la historia, un personaje de ficción optaba a la estatuilla porque… Charlie Kaufman es hijo único.
Es un artículo realmente interesantísimo, con el que he aprendido muchísimo sobre las distintas formas de hacer «cine sobre cine». La verdad es que los artículos de Alberto son siempre interesantes.
Sí, pero justo el nombre del autor es lo único que no figura en el artículo…
Sí, pero justo el nombre del autor es lo único que no figura en el artículo…
¡Ops! Tienes toda la razón, Juan Pablo. Corregido. ¡Gracias!
La metaficción es un tema que siempre me ha fascinado. De hecho, he escrito una serie de artículos sobre algunos usos de la metaficción en la cultura popular. Aquí están algunos:
Jorge Luis Borge – El Sur
Estopa – Pesadilla
Makano – Te amo
¡Espero que te gusten! 🙂