[Txema López Angulo – Colaborador de CinemaNet]
Una característica esencial que distingue al hombre del resto de especies y denota en él una certeza más allá de su misma materia es la búsqueda incesante de la propia identidad. Un arduo camino repleto de preguntas sin respuesta que surgen como causa y consecuencia del miedo a la vida y del terror ante la realidad de la muerte.
Quien no sabe vivir – y quien no respeta la vida – ni comprende ni acepta la muerte. El hombre busca conocer la verdad, aunque los vientos postmodernos inviten a conformarnos con sucedáneos, en una equivocada concepción del Carpe diem susurrado por Robin Williams en El club de los poetas muertos (Dead Poets Society, 1989). El séptimo arte, cumple su misión de comunicar tales incógnitas y cada cineasta plasma los sentimientos que estas mismas le producen.
Durante ese camino de búsqueda, surge la seductora idea de aliviar la vida y burlar a la muerte ya sea pactando directamente con el diablo, como el Dorian Gray de Oscar Wilde en su nueva adaptación a la gran pantalla por parte de Oliver Parker; o a través de medios más propios de la técnica, la ciencia y la tecnología.
La sociedad se infantiliza y retuerce en la búsqueda no ya de la verdad, sino de una posición más cómoda mientras la existencia. Y este cambio de objetivo, de orientación hacia el acomodamiento, no conlleva más que a una pérdida de la identidad. Ante esta perspectiva, el cine en su condición de arte al servicio del hombre plasma la realidad y advierte de sus consecuencias. El género de ciencia ficción – traducción inexacta de Scientifiction, que viene a ser algo así como ficción científica, más acorde con algunos temas que se engloban dentro de él – tiende a imaginar y especular sobre qué nos deparará el mañana. No en vano, era conocida originariamente como literatura de anticipación.
«Bienvenidos a Gattaca. Bienvenidos a una sociedad donde una sola gota de tu sangre puede determinar a qué edad morirás, con quien deberías casarte o qué trabajo deberías desempeñar porque es el más apropiado para tu constitución genética. Una sociedad donde una persona no genéticamente mejorada tiene muy pocas posibilidades de triunfar, o donde un diseño erróneo puede marcarte para toda la vida.» (Gattaca)
Los sustitutos (Surrogates, 2009) no es tan solo una advertencia al desarrollo apocalíptico de la interacción social, a día de hoy subordinadas por las redes sociales; ni tan poco se limita a una crítica contra un mundo obsesionado con el físico y la apariencia; es, además, un toque de atención en defensa de la identidad humana, derecho por el cual el ser hombre y la mujer pueden llegar a realizarse.
A través de la fórmula narrativa del Whodunit, el film nos presenta la interesante idea, originaria de obras literarias de autores como Philip K. Dick y Ray Bradbury. Dicha premisa es de lo poco destacable en una película floja en líneas generales, tildada de fracaso por la crítica y ninguneada por el público, que no sabe aprovechar su acertada premisa por unos personajes planos; un devaneo de diálogos que llega a su culmen en el encuentro final entre Bruce Willis y James Cromwell; y, sobre todo, por la prioridad de la acción e intriga características del cine americano policiaco (archirepetida «cuenta atrás» incluida) sobre la una posible explotación dramática de los personajes y temas colindantes como el referido al matrimonio, cogido con pinzas a lo largo de la historia.
Todo lo contrario a Moon (Moon, 2009), la exitosa ópera prima de Duncan Jones, adalid de los productos cinematográficos low cost que se mueve en el subgénero denominado ciencia ficción íntima. La historia se centra en los últimos días en la luna de un astronauta interpretado por el (único) actor Sam Rockwell, que llena la pantalla sin nada que envidiar al superviviente Will Smith en Soy Leyenda (I am Leyend, 2007).
Quizá esa misma ausencia de efectos especiales como pieza principal de la obra da cabida a una reflexión más seria y profunda que la que rodea a Willis sobre una sociedad extremadamente funcional, concebida como una máquina de engranajes y piezas sustituibles en caso de avería. Así, mientras Los sustitutos fija su advertencia en la robótica, Moon hace lo propio en la genética referida a la clonación humana con una visión más reflexiva y sólida que otras como La isla (The island, 2005).
Ésta última, dirigida por el adrenalínico Michal Bay y con Ewan Mcgregor y Scarlett Johansson a la cabeza del reparto, es un híbrido compuesto por una primera parte de prometedora ciencia ficción y una segunda monopolizada por la acción al más puro estilo del realizador angelino. La isla, «el último reducto libre de elementos patógenos«, la utópica vía de escape a un mundo frío y computarizado, es presentada como el jardín del edén para los habitantes de un complejo corporativo que sortea la libertad en un sorteo diseñado para otros fines…
En líneas generales, de este film puede realizarse un doble análisis. Por una parte, su aportación a la filmoteca personal de varios temas trascendentales incluso a día de hoy. El más importante de todos ellos guarda relación con la diferenciación entre ser humano y persona. Una peliaguda cuestión – ética, filosófica, biológica y jurídica – de candente actualidad debido a la conocida como Ley del aborto en España. Centrándome en la ficción hollywoodense, la historia de Caspian Tredwell-Owen (cuya autoría tampoco está exenta de cierta polémica) hace un especial hincapié en este aspecto, mediante las pesquisas de Lincoln Eco-Seis (McGregor) para terminar descubriendo la verdad sobre el sorteo, la isla y el mundo real, ignorante de una terrorífica historia sobre «seres humanos cosechados para curar personas«. Y uno, se plantea preguntas: ¿hasta qué punto podría llegar a suceder esto? ¿Quién está capacitado para tomar decisiones de semejante calibre? ¿Estamos a salvo de nosotros mismos?
Sin embargo, desde el punto de vista cinematográfico La isla deja mucho que desear. Su estética futurista y virtual chirría (quizá porque nos recuerda a la de títulos mejores), el ritmo y una inexistente evolución de los personajes en su poco creíble aprendizaje. Además de la (forzosa) subtrama de amor que no termina de encajar: derrotar al malo, salvar el mundo y ligarte a la chica guapa se hacía con más estilo y de forma más verosímil hace ya unos cuantos años. Y todo a pesar de un prometedor comienzo que se diluye a lo largo del metraje para dejarnos la sensación de que podría haber sido algo mucho más interesante… en manos de un cineasta con otro tipo de aspiraciones.
En Moon los clones son utilizados como esclavos y enviados fuera del planeta, aislados en una soledad asfixiante bajo la claustrofóbica sensación de abandono que produce caer en la cuenta de que ya no eres ni siquiera un peón más en la humanidad, si no que tu existencia está ocupada y, por tanto, carece de sentido. Una vida a la que directamente reniega en Los sustitutos una sociedad cansada de buscar explicaciones, sustentada en una falsa sensación de seguridad y abandonada a la suerte de un nihilismo demoledor. Pero, curiosamente, los que no tienen cabida en este mundo anhelan formar parte de él, buscando respuestas con el espíritu primigenio de quienes no han sido contaminados por el mismo. Esto es lo que sucede con los clones de La isla, destinados a una la finalidad más cruda, si cabe, que la esclavitud o el mero recambio; puesto que en este film las copias humanas no tienen valor por sí mismas: solo importan sus riñones, su corazón, sus extremidades… y los recién nacidos. Son productos envasados y dispuestos – insisto, de momento en la ficción científica – en torno a la clonación humana con fines terapéuticos y reproductivos.
Como vemos, en la mayor parte de las películas cuya historia trata – con más o menos profundidad – el polémico tema, son los clones quienes salen perjudicados. Considerados ciudadanos de segunda, aberraciones o simples recambios en caso de necesidad como Arnold Schwarzenegger en El sexto día (6th day, 2000). El actual gobernador de California es el protagonista de una historia simple, plana y anodina en la que una vez más hay una todopoderosa – que al final no lo es tanto – corporación sin escrúpulos, un malo malísimo y un final previsible. Quizá me resulte complicado dejarme engullir por una historia donde el forzudo actor encarne un papel dramático (no me sucede así con Silvester Stallone, véase Rocky) o tal vez sea que la misma película se asemeja más a un telefilme de sábado tarde. Aciertos en el guión como la inclusión del médico arrepentido o el político corrupto se echan por tierra una vez más a base de clichés, diálogos absurdos y pérdida de seriedad a la hora de tratar el tema, puesto que no se trata más que de una excusa para desarrollar la acción. Esto es, una película sobre clonación que desaprovecha – incluso de forma implícita – la oportunidad de ahondar sobre la misma en un conflicto dramático muy por debajo de su presupuesto.
Otra característica común que también ha llamado mi atención es la masa social que forma la resistencia a los métodos de la ciencia en la investigación genética. En un buen número de títulos son representados como fanáticos religiosos, ya sea un rebaño harapiento e inculto (Los Sustitutos) o dos «colgaos» con pancartas y mucho tiempo libre (El sexto día). Y no solamente en películas que tratan sobre la clonación, sino también en cualquier argumento que tenga connotaciones éticas sobre la vida (aborto, eutanasia). Y este tipo de atajos, de poco documentados clichés, son los que restan una buena parte de verosimilitud a cualquier película; a excepción, claro, de aquellas que ni caen en la cuenta de su uso al optar por una composición plana, superficial y puramente lucrativa.
Otras películas en las que aparece el tema de la clonación en mayor o menor medida son Jurassic Park (Jurassic Park, 1993); Star Wars II: El ataque de los clones (Star Wars: Episode II – Attack of the Clones, 2002); Alien 4 (Alien: Resurrection, 1997); El enviado (The godsend, 2004), ahora sí, un drama familiar como protagonista; y la atrevida Los niños de Brasil (The boys from Brazil, 1978), basada en una novela del mismo título escrita por Ira Levin y que narra los experimentos de Josef Mengele para resucitar la psique de Adolf Hitler.
«I’ve seen things you people wouldn’t believe. Attack ships on fire off the shoulder of Orion. I watched C-beams glitter in the dark near Tannhäuser Gate. All those moments will be lost in time like tears in rain. Time to die.» (Blade Runner)
Pero, si tenemos que recurrir a un clásico por excelencia, a una fuente de referencias de la que beben la mayoría de películas del género es, sin duda, la magnífica Blade Runner (Blade Runner, 1982). Ambientada en Los Ángeles de 2019, esta maravillosa historia se nutre de amor, esperanza, aprendizaje y ética, pero también de la muerte y decadencia de la vida, además de un sin fin de cuestiones analizadas concienzudamente durante años por expertos y fanáticos. ¿Por qué tanto bombo alrededor de este film? Brevemente y para empezar, en la película de Ridley Scott sí sentimos que los personajes están vivos y no deambulan como simples muñecos por un croma, que guardan para sí una historia más allá del guión, que se relacionan y aprenden unos de otros, no tanto por el diálogo como por el subtexto, lo que puede verse, por ejemplo, en la mirada de un Harrison Ford tirado en una azotea bajo la lluvia. Asimismo, la dulzura con la que se trazan los planos generales (me trasladan a ciertas escenas de 2001 (2001: A space Odyssey, 1968), la emocionalidad – conflicto dramático – fusionado con la imagen sucia y claustrofóbica de las calles y edificios; el tono épico general… y la cuestión de la identidad tanto a nivel social (quién merece vivir y quien morir, quién es más humano) como individual, a través de la evolución tanto de Roy como de Deckard. Esta historia clásica del cine está basada en otra novela corta del escritor mencionado antes, Philip K. Dick, que lleva el nombre de: ¿Sueñan los androides con ovejas eléctricas? (Do Androids Dream of Electric Sheep?). Al parecer, brillante.
La destrucción la identidad es uno de los mayores temores y un sobrio pilar sobre el que desarrollar ciencia ficción y terror: District 9 (District 9, 2009), Yo Robot (I, Robot, 2004), La mosca (The fly, 1986). Aunque es un tema tratado por otros muchos géneros – qué decir de la hipnótica El talento de Mr Ripley (The talented Mr Ripley, 1999) – y hubiera que dedicarle un análisis más exhaustivo, cabe destacar otra película considerada de culto por un gran número de cinéfilos y que entra de lleno en materia. Se trata de Gattaca (Gattaca, 1997), escrita y dirigida por un inspirado Andrew Niccol – ¿les suena El show de Truman? (The Truman show, 1998) – un canto a la igualdad y perseverancia por encima de las desigualdades del futuro, que residen en la genética.
La ciencia es ahora la que directamente discrimina, selecciona y organiza a los hombres, predestinados incluso antes de nacer. La esencia del film, en cambio, la dejo en palabras de su protagonista, Ethan Hawke: «No existe gen para el espíritu humano«. Una chispa de esperanza dentro la oscuro porvenir que nos retrata la ficción cinematográfica.
[…] «La liberación de energía atómica, constituye una gran revolución en la historia humana, pero no es, a menos que consigamos que seamos nosotros mismos los que volemos en pedazos poniendo así punto final a la historia, la última revolución ni la más profunda. El cambio realmente revolucionario deberá lograrse, no en el mundo externo, sino en el interior de los seres humanos.» […] (Prólogo de Un mundo feliz)
Y no puedo dar por finalizado este resumen-análisis sin mencionar otra joya literaria de la Scientifiction frecuentada por todo cineasta con pretensiones. Me refiero a Un mundo feliz, en donde el escritor, poeta y guionista (¡!) británico Aldous Huxley fabrica un futuro donde la clonación, la manipulación genética y la aniquilación de la identidad individual están al servicio de la sociedad, distorsionado concepto del bien común. Ni siquiera existe ya diferenciación entre ser humano y persona, ya que todos son copias producidas para cumplir su función dentro de un organigrama social tóxicamente burocratizado (que cada uno busque sus analogías). Con todo, Un mundo feliz es una pieza imprescindible y muy recomendable. Al igual que la obra maestra de Ridley Scott se trata de una referencia que impregna la mayor parte de la cinematografía de ficción del siglo XXI (sin ir más lejos, Gattaca).
Finalmente, queda preguntarnos: ¿hacia dónde camina la ciencia? ¿Es la llave o el yugo de nuestro futuro? Sin duda, una idea equivocada de la vida trae consigo un pavor irracional hacia la muerte. Y el hombre, que seguirá siendo hombre con el paso del tiempo, con juguetes tecnológicos cada vez más avanzados y empeñado en desmitificar la trágica leyenda del hombre que juega a ser Dios.
Sí, desde luego la cuestión merece toda nuestra atención. Y el cine ha ayudado a ello y puede seguir haciéndolo. Se me vienen a la cabeza también «I.A.», de Spielberg, fundada en las ideas de Kubrik, y «Metropolis», un interesante producto de Fritz Lang que preconizó muchas hace más de ochenta años.
Muy buen artículo.
Así es. Este controvertido tema ha dado mucho de sí en el cine de ficción, con títulos como los que bien has apuntado y otros muchos más que no he incluido. Directores como Kubrick y Spielberg, aún con todo, merecen un análisis a parte. De todas formas, en mi opinión, el cine aún tiene que dar un paso más a la hora de retratar este tipo de cuestiones. Y por supuesto, Fritz Lang también es indispensable.