[Guillermo Callejo – Equipo de Cinemanet]
Hablaba en mi anterior artículo del sello moral que deja todo director -o guionista, o actor, o productor, o editor- en cada una de sus películas. Sus concepciones del mundo, del ser humano, de la felicidad, del placer y el dolor terrenales, se proyectan irremisiblemente sobre su trabajo. Al parecer, unas veces, el público advierte esto de manera clara e incuestionable, por la contundencia del mensaje que subyace en la trama; otras, las tesis no sobresalen tanto y es el propio espectador quien debe sacar sus propias conclusiones; y hay unas pocas ocasiones, asimismo, en las que el público ni siquiera siente la necesidad de interpretar nada.
Pues bien, en mi opinión, insisto, las películas neutrales no existen. Y las que pretenden dar el pego como tales, en el fondo están lanzando una propuesta relativista que resulta de todo menos neutral. La moral impregna al individuo, nos guste o no. Toda persona involucrada en el mundo artístico, y desde luego en una producción cinematográfica, lo sabe. Cuando vemos Braveheart y ensalzamos las acciones de William Wallace, no lo hacemos simplemente porque nos caiga bien Mel Gibson, sino porque reconocemos el enorme valor que posee la libertad y la magnanimidad que defiende el escocés incluso con su vida. Cuando en La soga (la de Alfred Hitchcock, por supuesto) queremos que James Stewart destape la verdad sobre la trama para ocultar un cadáver enfrente de sus narices, realmente estamos deseando que prevalezca la justicia. Cuando durante la visión de My fair lady albergamos el secreto deseo de que Audrey Hepburn consiga disimular sus orígenes como florista, no hacemos sino confiar en que disminuyan las diferencias entre los estratos sociales y cada uno se sitúe donde se merece. Cuando en Salvar al soldado Ryan Tom Hanks y los suyos tienen que cruzar medio Francia para transmitir un simple recado, y el espectador espera con el corazón en un puño que alcancen su destino, todos sin excepción sólo anhelan que al menos ese gesto caritativo -y justo- se consuma lo antes posible.
Más de una y dos personas han puesto rotundas objeciones a mi tesis, alegando que -supuestamente- existe un grupo más o menos numeroso de películas sin implicaciones morales. Que simplemente distraen. Pero yo digo que no, que todo cineasta ostenta una responsabilidad de la que él mismo es muy consciente: con sus películas no sólo muestra algo, sino que lo muestra de algún modo, según un criterio concreto y con su manera específica de apreciar el mundo y el ser humano. ¿Por qué? Porque negarlo equivale a decir que las cosas son buenas o malas dependiendo de la perspectiva desde la que se mire. La supuesta neutralidad cinematográfica constituye, en fin, un embuste a favor del relativismo.
Hay pequeñas o grandes maestras que parecen evitar este pronunciamiento ético. Es decir, a primera vista no pretenden más que exponer una realidad o narrar una historia. Y con frecuencia se ha alabado precisamente eso: la verosimilitud de un drama conyugal como el de Revolutionary Road o de un mosaico social como el que protagoniza la espléndida Babel, de González Inárritu. O acudamos, por ejemplo, a El secreto de sus ojos, que tanto éxito merecido cosechó el año pasado. En mi opinión, al final de esta producción argentina no queda claro si los comportamientos de los protagonistas son lícitos o no. Pero no lo dejan porque el director (Juan J. Campanella) y el guionista, o quien sea, así lo quieren expresamente. Desean hacer tambalear las convicciones de la audiencia, sumirlas en el abismo de la duda metódica. Ahora bien, al hacerlo ya están condenando el valor de la tradición, de la fe y de instancias superiores a la razón.
Algo análogo se evidencia con películas en las que la violencia vertebra el argumento central. Sirvan como paradigma tres películas fascinantes y sabrosas: Scarface, La muerte tenía un precio y Venganza. En todas surgen, a fin de cuentas, los temas del rencor, el odio, el duelo y el ensañamiento. Y, no nos engañemos, se trivializa la vida humana. Todo porque el fin justifica los medios. Pues bien, aunque nosotros reconozcamos o no esta premisa, lo cierto es que el director -insisto, o quien sea- ya está dando por sentado que resulta válida o defendible. El cine jamás podrá enorgullecerse de ser inocente; siempre está comprometido. Y el relativismo que hoy en día se proclama a los cuatro vientos, incluido el de la plataforma cinematográfica, resulta falso. Engaña. Esconde unos valores a los que nadie en su sano juicio podrá renunciar jamás, guste o no.
Joé, Guillermo, ya te vale: en esta ocasión, no me dejas rendija para llevarte la contraría ; )
Pero es que no: el cine nunca es neutral, no puede serlo. Porque cualquiera que cuente una historia, lo hace a través de sus filtros. La clave está en que «con sus películas no sólo muestra algo, sino que lo muestra de algún modo». Y es entonces cuando, a través del modo, entretiene, divierte, aburre, emociona, aterra…
De manera que, maestro, la ha clavado Ud. De la cabeza a los pies.
jaja, muchas gracias, Marta. Tu opinión es un referente 🙂
Guillermo, un artículo apasionante. Me valdrá (este y el anterior) mucho para añadir material a mi charla sobre «cómo funciona el cine» y «cómo funciona la manipulación, con ejemplos cinematográficos». Porque una de las tesis que siempre insisto y remacho es que ninguna película es neutral, que no se puede ir al cine «a desconectar», en el sentido de «apagar el cerebro», porque apagar el cerebro es darle la llave del mismo al guionista/director y que te cuele su visión sobre el mundo, el hombre y toda su «cosmovisión»… Enhorabuena, de verdad. GRACIAS!
Me alegra mucho lo que dices, Juan Luis. Por supuesto, puedes utilizar cualquiera de mis ocurrencias para tus charlas. Seguiré intentando aportar algo a esta gran web!
Guillermo