[Guillermo Callejo. Colaborador de Cinemanet]
Es un hecho: por muy avanzada que se vuelva la tecnología y muy sofisticados que sean los efectos especiales, los musicales siempre tendrán un aire clásico inimitable. Ni siquiera el 3D, con el que tantos se obsesionan hoy en día, puede emular el efecto afrodisíaco de un buen baile al son de una melodía armoniosa e, incluso, embelesadora.
En los orígenes del cine, los musicales estaban a la orden del día, tal vez porque al oído del occidental medio no le rechinaba tanto la música clásica, porque no necesitaba de mucha acción en la pantalla para entretenerse, o, simplemente, porque solía bailar más, a falta de un videojuego con el que pasar las horas o un ordenador con el que distraerse.
Ejemplos emblemáticos como Cantando bajo la lluvia (1952), Sombrero de copa (1935) y Melodías de Broadway (1953) –estas dos últimas, protagonizadas por el sensacional Fred Astaire, número 1 en el directorio de IMDB, no digo más-, bastarían para justificar una defensa a ultranza del género musical. Pero es que, señores, la lista de obras maestras se alarga hasta límites que sorprenden cuando uno no ha reflexionado mucho sobre ello. Déjenme que les enumere algunas otras perlas visuales y sonoras que me llevan al éxtasis con tan sólo evocarlas: Sonrisas y lágrimas (1965); Ellos y ellas (1955) (Marlon Brando, Jean Simmons y Frank Sinatra… ahí es nada); Siete novias para siete hermanos; El rey y yo (1956) (apabullante Deborah Kerr); West Side Story (1961); My Fair Lady (1964) (simplemente, Audrey); Mary Poppins (1964); El violinista en el tejado (1971); Grease (1978); Dirty Dancing (1987); Todos dicen I love you (1996) (sorprendente obra de Woody Allen); y Bailar en la oscuridad (2000).
Ah, y falta el cine de animación, que también ha sabido regalarnos joyas audiovisuales a medio camino entre el drama y el musical como La bella y la bestia (1991), Pesadilla antes de navidad (1993), El rey león (1994) o El príncipe de Egipto (1998).
En fin, de las películas más recientes, las de los últimos quince años, me quedo con cinco: Moulin Rouge (2001), Evita (1996), Mamma Mia! (2008), Chicago (2002) y Across the Universe (2007).
A los que adoran este género cinematográfico, les pediría encarecidamente que lo siguieran haciendo; y a los que lo critican o les es indiferente, que prueben a deshacerse de sus prejuicios y pongan el Dolby 5.0 Surround al máximo.
Los musicales no mueren, en definitiva, porque la música es vida; es vida en los protagonistas y en los propios espectadores. Y aunque alguna que otra canción aburra –seamos francos- o no sea de nuestro estilo, el resultado final es muy, muy positivo. Arte, en una palabra. Así que ya saben: si alguna vez les falta el aire, el ánimo o la esperanza, vuelvan sobre alguna de esas obras inmortales y recuperarán lo perdido.