Final de la trilogía en la que se salva lo esencial de la obra de Tolkien, todo un tratado de antropología y ética, en el que hay héroes tan frágiles como Frodo y malvados tan patéticos como Gollum; en el que la avaricia y el afán de poder convierten a los hombres en bestias; y en el que el espíritu de sacrificio, la generosidad y la valentía transforman radicalmente la faz de la tierra.
SINOPSIS
Tras la caída de Saruman, los miembros de la Comunidad deben dirigirse a Gondor, último baluarte de la resistencia contra las tropas del mal, para la batalla final. Allí Aragorn asumirá el papel para el que ha sido destinado: dirigir las fuerzas de los Pueblos Libres de la Tierra Media y reclamar el trono de Gondor como heredero de Isildur. Reunidas todas sus fuerzas, podrán combatir con un mínimo de esperanza contra el inmenso ejército de Sauron que asedia Minas Tirith, ciudad de reyes de los hombres. Mientras, Frodo y Sam, guiados por Gollum, continúan su difícil camino hacia el Monte del Destino para destruir el Anillo Único, en el que encontrarán terribles enemigos a su paso.
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CRÍTICAS
[Mª Ángeles Almacellas – CinemaNet]
El hobbit Frodo Bolsón recibe de su tío Bilbo el Anillo Único, un maligno instrumento de poder absoluto y seductor. En el gran Concilio de Elrond, convocado en el Reino elfo de Rivendel, se constituye la Comunidad del Anillo, formada por Frodo Bolsón y otros tres hobbits –Sam, Pippin y Merry–, dos representantes de la raza de los Hombres –Aragorn y Boromir–, el elfo Legolas, Gimli el Enano y el Mago Gandalf. Su misión es llevar el Anillo Único hasta el Monte del Destino, donde fue forjado, y destruirlo para siempre. Su mayor enemigo es el malvado Sauron, Señor Oscuro de Mordos, que está decidido a apoderarse del Anillo para dominar la Tierra–media y esclavizar a sus habitantes. Por su parte, el Anillo no deja de ejercer una atracción fatal sobre quienes lo contemplan.
Tras numerosas aventuras, muerto Boromir y desaparecido Gandalf, la Comunidad debe separarse en tres grupos, cuyos miembros siguen empeñados en llevar a término su misión: destruir el Anillo Único para proteger la Tierra–media de las pretensiones de Sauron.
En El Retorno del Rey, la epopeya está tocando a su fin. Las multitudinarias fuerzas de la oscuridad, en su combate definitivo contra la humanidad, atacan Minas Tirih, la capital del Reino de Gondor, gobernado por el anciano Senescal Denethor, en ausencia del legítimo rey. Finalmente, Frodo y Sam consiguen llegar a su destino, arrojan el Anillo Único al abismo de fuego del Monte del Destino, y las sombras oscuras que se cernían sobre la Tierra–media se desvanecen.
En la titánica batalla que se traba en El Retorno del Rey, las fuerzas del ejército de los Hombres no pueden compararse con las multitudinarias legiones de soldados del lado oscuro que asedian la Tierra–media. Pero el Bien se nutre de la fuerza inaudita de la unidad de todos los pueblos y la amistad y lealtad entre sus miembros. Finalmente, a pesar de su aparente debilidad y de la fragilidad de muchos de sus “héroes”, los ejércitos del Bien acaban venciendo al Mal omnipresente y omnipotente. El amor y la paz se imponen sobre la ambición y la violencia.
En el nivel simbólico, es importante constatar que los personajes del lado oscuro son verdaderos monstruos: Gollum, Shelob, los Orcos, los Uruk–hai, los terroríficos Espectros del Anillo –conocidos también como Nazgûl o Jinetes Negros, que no están vivos ni muertos, sino condenados a vivir bajo la oscuridad de Sauron–, los Haradrim, las Bestias Aladas, los Mûmakil… Sauron, el Señor Oscuro de Mordor, perdió su esencia física cuando le fue cortado el dedo en que llevaba el Anillo. Tras esto se convirtió en una horrible voluntad que se manifiesta como un gran ojo encendido, sin párpados, a cuya terrorífica mirada nadie puede escapar.
Por el contrario, las razas y criaturas de la Tierra–media –que encarnan el Bien– son luminosas y agradables, algunas, incluso, de una belleza deslumbrante, como la Dama Galadriel y Arwen. Son el símbolo de la bondad, la lealtad y la fraternidad entre los seres de la tierra.
En la historia aparece una violencia altamente agresiva por parte de las fuerzas del Mal y, en consecuencia, el Bien debe organizar un ejército para defenderse. El vigor procede más de la unidad y la amistad entre sus miembros que de las fuerzas físicas. Pero el difícil equilibrio entre legítima defensa propia y violencia gratuita no es contemplado en la película, sino que la brutalidad se justifica totalmente como una necesidad de proteger el Bien.
En la referencia explícita a valores, la película exige reflexión. El punto de arranque de la historia es la tentación en la que cae todo portador del Anillo: querer ser como Dios, deseo que recuerda el primer pecado de la humanidad. Este pecado supuso la condenación de Sauron, que se ha convertido en el generador de todo mal sobre el mundo, y que resulta ser un claro trasunto de Satán, en perenne lucha contra el amor y la justicia.
Frente a la desesperanza y el caos en que se mueven los seguidores de Sauron y los que sucumben a la seducción del Anillo y el ansia de poder, los partidarios del Bien viven unidos por la amistad y la solidaridad, comprometidos en la arriesgada lucha para que el amor y la justicia reinen en el mundo.
A esto hay que añadir todavía una visión de la muerte bien distinta para las hordas del Mal o para los defensores del Bien. Aquellos mueren abrasados en sus propios pecados –como Denethor–, hundidos en las llamas del abismo –como Gollum–, o desaparecen al perder su capacidad de acción y su fuerza –el Gran Ojo se apaga–. Sin embargo, para los que han dedicado su vida al Bien, la muerte no es un final trágico, sino una senda suave que todo hombre debe recorrer para llegar a la luz resplandeciente sin final.
No obstante, así como el Mal aparece focalizado en Sauron, el Bien es considerado como el conjunto de los valores que llevan al hombre a la armonía, pero no está personalizado. Es decir, la figura de un Dios Creador, Eterno y Providente, no está ni siquiera insinuada. Con lo cual, lo valores no están referidos al Bien Absoluto, sino a sí mismos. Es un mundo apacible, idílico, incluso eterno, pero sin Dios. Esta ausencia queda explícita en la frase de Aragorn: “El poder del Anillo ha terminado y ha llegado el tiempo de la hegemonía de los hombres».
[Jeronimo José Martín – COPE]
Misión cumplida.
Tras varios años de arduo trabajo, el neozelandés Peter Jackson (Mal gusto, Criaturas celestiales, Agárrame esos fantasmas) ha culminado, con una calidad media altísima, su sueño de llevar al cine El Señor de los Anillos, la popular trilogía fantástica imaginada por el inglés J.R.R. Tolkien. Primero describió la Tierra Media, asentó las bases dramáticas de la saga y dibujó a los protagonistas en La Comunidad del Anillo. Después, cual malabarista haciendo girar diversos platos, impulsó en Las dos torres las divergentes subtramas de los personajes, cada una con su tempo particular. Y, finalmente, ha lanzado los platos al aire, los ha recogido sin roturas y los ha dejado ordenados en su destacada repisa del reino de Fantasía.
En esta última entrega, Frodo, Sam y Gollum avanzan hacia la guarida de Ella-la-Araña en un clima de creciente desconfianza, por efecto del Anillo. Mientras tanto, Aragorn y el rey Théoden organizan los ejércitos de Rohan y de otras comarcas humanas, para poder acudir en ayuda de Minas Tirith, hacia la que avanzan las crueles y numerosísimas tropas de Saurón. Hasta la impresionante ciudad se adelantan Gandalf y Pippin, para coordinar la defensa y sacar de su loca postración al senescal, que todavía no ha asumido la muerte de su hijo Boromir y que no acepta la primacía real de Aragorn. El futuro de la Tierra Media se decidirá pues entre los amplios campos de Pelennor, que rodean Minas Tirith, y las siniestras escarpaduras del Monte del Destino.
Habrá quien critique a Jackson por suprimir pasajes de la novela —como la estancia en las Casas de Curación—, por introducir singulares golpes de humor o por cargar un poco la mano en la crudeza de la batallas. Y, ciertamente, se aprecian algunas caídas de intensidad y varios alargamientos innecesarios en las constantes acciones paralelas del episódico guión. Sin embargo, todos ellos son defectos menores y casi justificables en un film obligado a mantener la misma vibración en pasajes tan diversos como la Batalla de los Campos de Pelennor —impresionante en todos los sentidos—,el angustioso calvario de Frodo y Sam con Gollum y el Anillo a cuestas, o en el místico y agridulce desenlace.
En realidad, Jackson ha preferido asegurar la emotividad específica de cada pasaje, aunque sea debilitando un poco la continuidad narrativa. Y ha optado por rebajar el heroísmo épico de personajes como Aragorn o Légolas —de perfiles más arquetípicos—, con el fin de exaltar sobre todo la nobleza de los héroes más cercanos y vulnerables, los hobbits, que al fin y al cabo eran los favoritos del propio Tolkien. En este sentido, el personaje de Sam —magnífico Sean Astin— crece hasta cotas insospechadas; de modo que su inquebrantable lealtad a Frodo lo eleva a la misma grandeza moral de Arwen, que renuncia a la inmortalidad por amor a Aragorn.
Se salva, en fin, lo esencial de la obra de Tolkien, todo un tratado de antropología y ética, en el que hay héroes tan frágiles como Frodo y malvados tan patéticos como Gollum; en el que la avaricia y el afán de poder convierten a los hombres en bestias; y en el que el espíritu de sacrificio, la generosidad y la valentía transforman radicalmente la faz de la tierra.
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