[Guillem Lisicic. Colaborador de CinemaNet]
Acabo de ver Corazón gigante (Virgin Mountain), protagonizada por Fusi. Qué hombre este Fusi. Nos pasamos la mitad de la película intentando corregir su comportamiento: “debería defenderse de los matones, plantarles cara”; “debería dar un paso adelante con la chica del country” porque nosotros creemos cómo es y de qué va la vida. Pero es él, al final de la película, el que nos lo ha enseñado.
Nos penetra por los poros la bondad de este ángel de la guarda, este gigante con un corazón gigante; paradójica mala traducción que encaja perfectamente con quién es el protagonista: un ser execrable que –otra paradoja más- decide “apostar” por otro ser aún más execrable a ojos del mundo: una basurera que no se digna a abrirle la puerta de casa, que no se deja cuidar.
Y así, asistimos al silencioso discurrir de este monje amoroso que se entrega al otro en carne y hueso: aprende a cocinar por su amiga; la sustituye en el trabajo -¿cuántos amigos conocemos capaces de reemplazarnos en caso de necesidad?-; se da al otro haciendo el amor cuando corresponde, por amor –en contraste con la escena de la prostituta-.
Y, de esta manera, acabamos intuyendo qué es la virginidad: no solo aquella experiencia olvidada del “no tocarla” –Fusi sigue virgen a los cuarenta y pico años. “¿Y qué pasa si no ha encontrado aún al amor de su vida?” pensamos comprensivamente al cabo de poco-, que no se da solo cuando él la ayuda a bañarse, sino también cuando ella lo rechaza por segunda vez y Fusi sigue realizando gestos gratuitos de amor. Pone a punto la nueva floristería.
Y la sonrisa final: cuánto nos recuerda a la sonrisa de Giulietta Massina en Las noches de Cabiria: una sonrisa “ilógica” en ambos casos porque tanto a Cabiria como Fusi , todo les ha ido mal: son fracasados, aquellos que han perdido y para los cuales ha acabado mal la historia. Pero con la sonrisa entendemos que son personajes agradecidos con la vida.
Quizá nosotros espectadores no llegaremos a comprenderlo nunca, pero entendemos con ese atisbo de felicidad que todo ha valido la pena. Y esta sonrisa que nos contagia es el preludio de lo que podrán ser unos cuantos días en los que viviremos la memoria –en nuestro trabajo, estudio o hijos-, flechazos de memoria, de este bondadoso y virginal grandullón.