[Artículo del profesor y filósofo católico Anthony Esolen, publicado originalmente en Crisis Magazine. Adaptación basada en la traducción de Elena Faccia Serrano para Religión en Libertad]
Satanás da clase a los jóvenes demonios en el Infierno. Viejo y astuto misántropo, sabio como es sabio el hombre, les dice: «creéis que podéis condenar a esas alimañas humanas con argumentos razonados, pero la razón -como deberíais saber y recordar- pertenece al Enemigo: cuando luchamos contra Él, luchamos con sus propias armas».
El diablo continúa diciendoles que «lo que queremos hacer, tal como nos han demostrado nuestros buenos amigos los sofistas, es enmarañar los argumentos dejando fuera la razón». En este momento, una pareja de jóvenes gángsters se ríe burlonamente. Uno de ellos agita una especie de baqueta espiritual en el aire, un instrumento que había pertenecido a un tipo llamado [John] Dewey.
«Así -prosigue Satanás- cuanto más abstractos y menos dependientes sean los argumentos de ese caldo de barro y lodo llamado Naturaleza, mejor será: ningún hombre es un animal irracional…», y se interrumpe con una pregunta súbita: «¿estás tomando apuntes, Asmodeus?». Un demonio que echaba un humo sospechoso dejó el trozo de carbón que había estado utilizando para hacer una caricatura, no muy halagüeña, de su instructor.

Tras esto, continúa: «el hombre es un animal irracional, actúa siguiendo los impulsos de lo que él llama, con placer, su corazón… que es malvado desde su juventud, como el Enemigo mismo ha dicho». Pasea la mirada por los pupitres mientras recuerda que «el Enemigo» también dijo que hizo el hombre a su imagen.
«El hombre es un sub-creador, tal como dijo ese vil vendedor ambulante de bondad fabulista llamado Tolkien«, asegura, y sigue: «como el Enemigo hace al hombre, el hombre hace hombres, en su arte, su imaginación; nuestra tarea es convertir ese corazón en una fábrica de ídolos». «No es una tarea difícil -concluye con un gesto de desprecio-, dadnos la imaginación y nosotros, con placer, conseguiremos el resto».
«Dejemos que el Enemigo tenga todas las razones; que cada catecismo, cada seminario y cientos de miles de sacerdotes crean hasta la última palabra y título de ese malvado libro cuyo nombre no me dignaré pronunciar. Dejemos que consigan algunas victorias políticas aquí y allá. ¿Y qué si la Unión Soviética ha caído? Dejemos que también China caiga. Dadnos la imaginación y bailaremos nuestra danza macabra sobre la tumba de la Cristiandad, ahora y siempre».
Tras esto, Asmodeus machaca el carbón con sus garras y ríe en voz alta durante mucho tiempo.
La labor de la doctora McGraw
He empezado con una historia, porque así es como la doctora Onalee McGraw dice que hay que empezar. Y es su trabajo el que yo deseo promover, con entusiasmo y con un cierto sentido de urgencia. La Dra. McGraw es la fundadora de Educational Guidance Institute, cuya tarea es llevar la palabra que da vida a una cultura muerta, utilizando películas clásicas.
No frunzáis el ceño, queridos lectores. Mi trabajo en clase es introducir a la gente joven al legado de poesía y arte de Occidente, legado que abarca tres mil años. Están hambrientos de belleza. En el mejor de los casos, tengo la gran oportunidad de estar cerca mientras Shakespeare o Milton cambian la vida de una persona.
Las circunstancias no son siempre las mejores. ¡Ojalá mis estudiantes fueran granjeros de manos curtidas, honestos e ignorantes! Pero no lo son. ¿Quién, hoy en día, lo es? ¿Acaso hay alguna joven que no haya respirado el aire contaminado de feminismo que nos rodea? ¿Acaso hay algún joven que no haya quemado su cerebro con pornografía? Y no seamos tan estúpidos como para creer que estos son hábitos que requieren mucho tiempo. ¿Cuántos asesinatos tiene que ver un miembro de una banda para llegar a corromperse?
Hay que ganarse de nuevo la imaginación, atraerla. Este es el objetivo de Onalee McGraw, que lucha utilizando las mejores películas producidas en nuestro país, por el propio Hollywood… a veces, por hombres y mujeres perversos. He leído la programación de sus clases, disponible para los padres, los profesores y todo el que quiera construir de nuevo una verdadera cultura americana. Es espléndida.
Un lunar en el sol: siempre queda algo para amar
La Dra. McGraw pasa sin esfuerzo de un momento a otro de las películas sobre las que habla, centrándose siempre, una y otra vez, en las grandes preguntas. Sobre Un lunar en el sol (Daniel Petri, 1961), Onalee plantea algo más que las preguntas obvias relacionadas con el mal del racismo: nos pide que veamos en la película una sólida afirmación de la dignidad de todos los hombres, y no porque estos sean sabios y santos.

Walter Lee, el duro y cínico cabeza de familia de los Younger, no es ninguna de las dos cosas. Se juega el dinero del seguro de su familia y lo pierde, engañado por un hombre de su confianza, un compañero afroamericano. Su hermana Beneatha está dispuesta a echarle, pero su madre la reprende con una sabiduría que es profundamente humana y cristiana a la vez.
«Creía que te había enseñado a amarle», dice la anciana. «Siempre queda algo para amar… Hija, ¿cuándo crees que debemos amar más? ¿Cuando el otro ha hecho todo bien, facilitando las cosas a los demás? Ese no es para nada el mejor momento para amar. Es cuando el otro está en su peor momento y no puede creer en sí mismo, porque el mundo le ha maltratado. Cuando estés valorando a una persona, valórala bien, hija, valórala bien. Y asegúrate de que has tomado en consideración los altibajos por los que ha tenido que pasar para estar donde está en ese momento».
Cayo Largo: un alma muerta vuelve a la vida
En Cayo Largo (John Huston, 1948), la Dra. McGraw resalta lo que parecería algo nimio en una vida humana -un hombre le da algo de beber a una mujer que tiene sed- para demostrar que en esos breves instantes, tan breves como el giro de cabeza del ladrón que está muriendo, un alma muerta puede volver a la vida.

Frank McCloud (Humphrey Bogart) es, como dice ella, «un veterano decepcionado que se da cuenta de que no puede desvincularse de la lucha humana universal entre el bien y el mal». Está en un hotel, gestionado por un hombre en silla de ruedas (Lionel Barrymore), del que se ha apoderado una banda dirigida por el psicópata Rocco (Edward G. Robinson).
Una buena mujer que le ama (interpretada por la esposa de Bogart en la vida real, la actriz Lauren Bacall), le pide que haga algo, pero McCloud inicialmente se encoge de hombros y dice: «No vale la pena morir por un Rocco de más o de menos».
No es el asesinato lo que lleva a McCloud a actuar. Es cuando ve a Rocco maltratar con crueldad a su amante, a la que ahora desprecia (interpretada por Claire Trevor, que ganó un Oscar por su actuación). McCloud le da a la mujer la bebida que pide. «En su deseo de poner en peligro su vida por ella», dice la Dra. McGraw, «recupera la valentía moral que le sostuvo durante la guerra».
Y cuando un huracán azota los Cayos y Rocco se siente aterrorizado por una tormenta a la que no puede mandar y controlar, McCloud ve que el hombre es realmente un cobarde, y toma la decisión que castiga a los malvados y salva su propia alma.
Cine para crecer espiritualmente
McGraw conoce este campo, pero no es meramente una esteta. Nada más alejado de la realidad. Las películas incluidas en su guía de estudios tienen todas que ver con construir una verdadera conciencia social, y las ha puesto también en iglesias y en cárceles juveniles.

¿Cómo vamos a tener hombres buenos si a los chicos se les enseña que su sexo es tóxico? Hagamos que vean Raíces profundas (George Stevens, 1953) o El hombre que mató a Liberty Valance (John Ford, 1962), y que aprendan que la masculinidad implica, a veces, renunciar a lo que más se ama para hacer lo que es justo, independientemente de las consecuencias.
¿Cómo vamos a tener mujeres buenas si a las chicas se les enseña que su sexo no puede hacer nada mal, salvo comportarse de una manera femenina y ser de verdad atractiva para un hombre bueno? Hagamos que vean qué es un cortejo en Sucedió una noche (Frank Capra, 1934) o El bazar de las sorpresas (Ernst Lubitsch, 1940)
¿Qué sucede en toda una ciudad cuando sus habitantes se niegan a reconocer el mal que han hecho y viven en una mentira? Para ello, basta ver Conspiración de silencio (John Sturges, 1955). ¿Qué sucede cuando un hombre, por amor a una mujer buena, comprende por fin que la verdad y la bondad son más importantes que la comodidad, e incluso más que los antiguos vínculos de lealtad? Basta ver a Marlon Brando recorriendo su propia Via Dolorosa en la escena final de La ley del silencio (Elia Kazan, 1954).
El buen efecto del Código Hays
Sin embargo, recientemente me he dado cuenta de que la edad de oro de Hollywood fue justamente eso: un periodo de unos treinta años en los que las condiciones culturales y sociales están alineadas del modo correcto para que se pudieran hacer una gran cantidad de grandes y buenas películas.

Un factor que no había considerado es el muy difamado Código Hays; respecto a esto, McGraw demuestra cómo la Iglesia católica tomó la iniciativa para que Hollywood aceptara una autocensura sabia y conveniente, para que los legisladores socialmente conscientes de la administración Roosevelt, y los ejércitos de americanos corrientes que les apoyaban, tomaran la cuestión en sus manos cortándole el paso a Hollywood de rodillas protestando delante de los cines y avergonzando a los creadores de películas perniciosas.
William Hays (1879-1954) fue un político republicano que presidió la asociación de productores y distribuidores de cine en Estados Unidos entre 1922 y 1945. El llamado Código Hays se acordó en 1930 y estuvo vigente entre 1934 y 1967 con una directriz inspiradora: «No debe producirse ninguna película que rebaje los principios morales de quienes la ven».
La gente comprendió, como indica McGraw una y otra vez citando a John Adams (1735-1826), James Madison (1751-1836), Edmund Burke (1729-1797) y otros, que no puedes ser libre sin la virtud pública, y que no hay virtud pública sin virtud privada.
Es fácil ir a rebuscar en los detalles del trabajo del censor, pero los principios eran nobles y verdaderos, y en general tenían una base consistente y miraban con inteligencia al arte y a los objetivos del artista. «Nunca se conducirá al espectador a tomar partido por el crimen, el mal, el pecado», recita el principio final y concluyente del Código. Casi todas las películas actuales se saltan este principio, ya que casi todas ellas muestran cuanto es basto, lascivo y licencioso.

Ojalá hubiera tenido a disposición el trabajo de Onalee McGraw hace años, cuando guié a un grupo de hombres durante siete u ocho años en la Universidad de Providence. Lo aprovecharé ahora, cuando les ponga películas clásicas a mis estudiantes de la Universidad Tomás Moro: tres cada semestre, incluyendo una de sus favoritas, La ley del silencio, en este otoño. No debemos darle la espalda a los aliados que Dios nos ha enviado.
Y esto es especialmente verdad ahora, cuando los católicos corrientes no tienen casi ninguna experiencia en el arte con A mayúscula, ni siquiera de esa buena y saludable carne con patatas que es el arte folclórico genuino. Y cuando van a misa, las cosas son aún peores. Pero este tema lo dejamos para otro artículo.
Sigan al Educational Guidance Institute. Estarán agradecidos por ello, como lo estoy yo.