Frente al encierro que supone quedarse en casa por el coronavirus, Eduardo Navarro aprovecha la oportunidad como un tiempo de crecimiento interior, y propone una serie de defensas antivirales espirituales y humanas a partir de escenas de cine. Hoy, «Tan lejos, tan cerca».
En estos días de parada forzosa, el tiempo adquiere un nuevo significado. De repente, todo se ha parado y contrasta con nuestra vida cotidiana marcada por las prisas y el ruido, siempre atareados y con la sensación no llegar a nada. Nos cuesta concentrarnos porque solemos estar haciendo varias cosas a la vez sin poder estar en ninguna del todo. Y como cada vez se nos pide hacer más cosas, la única manera de alcanzar los objetivos es aumentar el ritmo, hacer las cosas más rápido.
Detenerse suele tener efectos beneficiosos, incluso para la naturaleza. Sus ritmos son diferentes y en ella no hay ruido, hay sonidos integrados en el entorno. Al haber menos actividad de noche se ven mejor las estrellas en cielos más limpios. Los niveles de contaminación en las grandes ciudades se han reducido y la calidad del aire mejora. En Venecia el agua de los canales vuelve a ser transparente, se ve el fondo y los peces.
Aunque para el reloj todas las horas sean iguales, para nosotros no lo son. La técnica nos permite medir el tiempo cada vez con más precisión, pero al final el día tiene las horas que tiene. Para aprovechar el tiempo que se nos ha dado hay que tener una mirada más profunda, detenernos y hacer silencio. La Shemá judía, una especie de resumen de toda la Ley, comienza con un «Escucha Israel…» y las primeras palabras de la Regla de San Benito son «Escucha, hijo, estos preceptos…».
Escuchar es el mandato cero y pide detenerse interiormente. Igualmente, para rezar no hace falta salir; en cambio se nos ofrece este siguiente consejo: «entra en tu cuarto, cierra la puerta y ora a tu Padre». Marta, ajetreada, no disfrutaba de la Presencia que lo llena todo. En cambio, María, estando parada, se quedó con la mejor parte. Y en los momentos culminantes, Cristo nos dio una misteriosa lección de quietud. Consumó la Redención sin poder moverse, encadenado, maniatado mientras lo azotaban y, finalmente, clavado en la cruz. Y así también, inmóvil, llegó al cielo la primera persona de quien tenemos certeza que logró que se le abrieran sus puertas: Dimas, el ladrón crucificado a su lado.
Por eso ahora, nos quedamos en casa pero sin renunciar a la mejor parte, que se nos sigue ofreciendo. Tan lejos, tan cerca (1993) es la continuación de El cielo sobre Berlín (1987), ambas de Win Wenders y con ángeles custodios como protagonistas.
Rafaela es el ángel de la guarda de Konrad, un anciano que reflexiona sobre su pasado, atormentado por cosas que pudo hacer pero no hizo. En una escena, ella le acaricia, le besa y le dice cosas al oído que Konrad escucha en su interior. Le recuerda las cosas buenas que sí realizó y, sobre todo, le consuela con la principal verdad que sostiene su vida. No debe preocuparse tanto ni estar continuamente agitado en una búsqueda permanente. Konrad reza en la soledad de su cuarto y su Padre, que ve lo secreto, le consuela amorosamente a través de Rafaela: eres alguien que ha sido encontrado por el Amor.
“Se cree – nos han hecho creer – que tú debes sufrir y así merecerás tu felicidad. Pero no es así, sino: si tú te mantienes en la vibración del Amor divino que irriga la creación e inspira a Dios ese gesto loco de ofrecer a su propio Hijo en sacrificio por nuestros pecados; si llegas a meterte en la cabeza esa locura de idea y -puesto que eso es imposible- llegas a instalarla poco a poco en tu corazón, entonces no te puede suceder nada más que la alegría. “Bienaventurados, vosotros, cuando…”. Oigámoslo: aquí, la alegría es lo primero. Porque si tú vives en mí, de mi Amor -nos dice Jesús- entonces, todo lo que te suceda en adelante, vendrá de mí. No es el sufrimiento el que conduce a la alegría, sino la alegría recibida de Dios la que abraza todo sufrimiento”.
Martin Steffens, Nada más que el amor. Ed. Encuentro (Madrid), 2017