El Oscar 2020 al Mejor Largometraje Documental, American Factory, empieza por sorpresa con una oración: “Esto es muy serio, mucho más serio de lo que pueden imaginar. Recemos”. Durante 110 minutos, se nos narra la creación y puesta en marcha en la ciudad de Dayton (Ohio, EEUU) de una nueva empresa promovida por un chino multimillonario, la Fuyao Glass América, especializada en cristales para automóviles.
La película -que se puede ver en Netflix– comienza en 2014: hasta seis años antes, ese local había sido la sede de una antigua fábrica de General Motors, que fue cerrada por problemas económicos. Steven Bognar y Julia Reichert escriben y dirigen el documental, realizado en Estados Unidos, y que empieza -decíamos- con un rezo. Se trata del lamento de un anónimo obrero, contratado en Fuyao, que no ha corrido la suerte de los 10.000 trabajadores, sus compañeros, que quedaron en la calle unos años antes. Está contratado pero…
Al igual que a este obrero, la Fuyao vuelve a contratar a muchos de esos trabajadores americanos pertenecientes al negocio anterior, que trabajarán al unísono con un número grande de chinos llegados para trabajar allí. El relato, en la primera parte, es optimista, una especie de ¡Bienvenido, Mister Marshall! tanto para los chinos como para los americanos.
Con un ritmo preciso y un clima adecuado, American Factory refleja los modos de ser y de comportarse -tanto en el trabajo como en la relación entre unos y otros- de los americanos -occidentales- y los chinos -orientales-. Se nos abre una amplia visión, podríamos decir como ya señalan otros críticos, muy fascinante, al ver, constatar y tratar de comprender las grandes diferencias culturales de unos y otros.
En algún momento oímos una frase clave: «los americanos trabajamos para vivir, los chinos viven para trabajar». American Factory aporta este contraste de civilizaciones. Da la impresión que los trabajadores orientales no exigen medidas de seguridad específicas, aceptan horarios casi extenuantes, sueldos no generosos -e incluso no justos- y limitaciones como la prohibición recurrente de formar sindicatos.
Resulta un contraste real a las aspiraciones de los americanos, que sí ven cómo sus condiciones han ido a menos y que quizás no hay un futuro prometedor de mejora salarial, sino una pendiente resbaladiza. Unos y otros van contando cómo pasaron de la felicidad por un nuevo empleo a exigir mejoras en la seguridad y en el contrato; parece que estás teniendo conversaciones personales con personas reales, que te introducen en este mundo empresarial multicultural.
Hay que felicitar el trabajo de Reichert y Bognar, que nos acercan a una cámara real en la que hay voz para jefes y subalternos, para negros, amarillos y blancos… para tantos que nunca se plantearon salir en pantalla. Es una meta lograda según se habían propuesto: como dijo Bognar para Netflix, «queremos dar voz a esas personas que nunca aparecen en pantalla. Trabajadores, sus historias, sus luchas. Deberían estar en pantalla porque son igual de importantes que los superhéroes”.
El documental continúa con subidas y bajadas en los temas económicos, dejando un final abierto en el que cada espectador puede preguntarse en relación con la empresa y con la sociedad ¿Interesan los chinos? ¿O lo americanos? ¿O quizás la eficiencia de las máquinas? ¿El éxito es minimizar costos? ¿O quizás invertir en innovación?
Como documental, American Factory triunfó en su paso por Sundance y el matrimonio Obama entró como productores del documental tras la compra de los derechos de Netflix. Michelle Obama comentó: “Esas escenas que nos presentan a los trabajadores, en su uniforme, entrando a trabajar es mi historia, mi pasado. Ese era mi padre. Lo que le enorgullecía y le daba un sentido a todo era ese uniforme y esa habilidad de mandar a sus hijos a la universidad”.
Ciertamente, la película fue muy discutida en China, muy en la línea de lo que ocurre con la globalización. De hecho, Netflix no está disponible allí y no hay forma legítima de verlo.
Sin prejuicios, y también sin un especial esfuerzo, a través del documental se descubre el papel positivo de dos pueblos dispares que pueden quizás no entenderse pero sí enriquecerse mutuamente y ayudarse. Hay escenas conmovedoras de amistades creadas entre unos y otros.
Hasta aquí el documental; el cual ha parecido una buena condición para reflexionar acerca de la situación de pandemia en la que más o menos todos estamos enclaustrados de una parte y muy comunicados de otra. Deseo que la posibilidad de ver este documental, o simplemente el recordarlo, nos ayude personalmente en estos graves momentos en los que múltiples y complejos problemas nos acechan no sólo con la imaginación y la incertidumbre.
Recojo una enseñanza del profundo Papa emérito Benedicto XVI en la alerta a no amputar a la razón, en no reducir la verdad a lo que aparece, y volver a redescubrir la relación y la diferencia entre realidad, verdad y conocimiento ¿cómo? ¿En qué sentido?
Fuyao sigue funcionando. En efecto, máquinas han sustituido a personas, y también hay más trabajadores americanos que chinos… la vida sigue, la empresa funciona, los hombres trabajan; y de ti y de mi, depende mucho según como empleemos la razón para hacer la realidad más real, más verdadera; para colaborar, digamos a pesar de los pesares, a construir un mundo mucho más habitable.
Viene a mi recuerdo la película de Woody Allen La rosa púrpura de El Cairo. Una película muy premiada. La trama se desarrolla en Estados Unidos, durante la Gran Depresión. La protagonista es Cecilia, una camarera cuya única distracción es el cine, a través del cual se evade de la dura realidad que le rodea. Una noche, el protagonista de su película favorita se fija en ella y atraviesa la pantalla para conocerla, y continúa la trama entre la verdad y la ilusión.
No nos dejemos atrapar por pantallas falsas. Sí a la distracción. Sí a la evasión, pero hay un sí más importante, más exigente: un sí más interesante a la realidad, a la verdad, a la vida.