El amor puede ser un rollo de sábado noche. La letra de Whigfield («Me gusta cómo te mueves») en el local de copas Night and Day.
El amor puede ser ñoño, adjetivo usado por la actriz Soledad Villamil en El mismo amor, la misma lluvia (Juan José Campanella, 1999).
El amor puede ser la condena (te quiero tanto que me haces daño), la copulación (Yoko Ono y John Lennon) y la salvación (trascender con el otro, en el otro, por el otro).
El amor puede ser maternal («Voy a buscar a mamá», en La travesía de Enrique, de la periodista Sonia Nazario).
El amor puede ser flamenco («¿Cómo me lo maravillaría yo?», canta La Lola, nuestra Lola).
El amor puede ser carnal, fecundo y lascivo: lo practican los Mao Mao, los coyotes y las parejas que se ansían y se muerden los labios.
El amor posee mil caras, y por todas ellas supura, exuda y segrega.
Pero, en contados casos, la base del amor no está hecha (solo) de miradas ciegas y palpitaciones. El amor reside en la palabra.
Quizá esta sería la mejor sinopsis de Cyrano (2021), drama dirigido por Joe Wright. Tal y como nos tiene acostumbrados, se trata de un musical emparentado con otras de sus anteriores películas: Orgullo y prejuicio (2005) y Anna Karenina (2012).
En Cyrano, Joe Wright versiona la conocida obrita del dramaturgo francés Edmond Rostand (1897). Para que nos entendamos: un negro (literato) del siglo XVII (Cyrano de Bergerac) que le escribe las cartas de amor al soldadito (Christian de Neuvilette) que pretende a la mujer de la que está enamorado (su prima Roxanne).
El acierto del Cyrano del nuevo milenio: la participación del actor Peter Dinklage. Deslumbrante. Bestial. Brutal.
Merecedor del Oscar si el jurado de los premios hubiera hecho alarde de independencia.
Wright le otorga poderes: le empodera (mucho antes de Juego de tronos, Peter ya se había consagrado. La frase del filme: «El mundo no aceptará que un enano esté con una mujer alta y bella»). Le da alas para que despliegue todos sus registros (pinitos en la canción Someone to say) y le honora con la misma presencia de cámara de la que disfrutó DiCaprio en The Revenant (Alejandro González Iñárritu, 2015).
El resto del elenco no desmerece, pero Peter Dinklage les hace sombra. A la actriz principal, Haley Bennett –lectora de poesía–, no le falta más recorrido, ya pisa fuerte.
Además, merece un aplauso la banda sonora de Jean-Claude Petit, compositor francés que bebe del jazz y que comparte sintonía con los monstruosos Vivaldi (La Primavera de Las cuatro estaciones) y Hans Zimmer.
Y merece un bis la coreografía, resuelta, medida y que habría contado con el beneplácito del desaparecido Gene Kelly, padre de los musicales modernos.
Vemos destellos de Hairspray (Adam Shankman, 2007), La la land (Damien Chazelle, 2016) y El gran showman (Michael Gracey, 2017).
La ambientación, majestuosa –se notan las localizaciones italianas, lejos de los decorados cartón piedra de los bajos presupuestos (producción conjunta de Reino Unido, Estados Unidos, Italia y Canadá).
Impresionante el vestuario, del florentino Massimo Cantini Parrini y la británica Jacqueline Durran. (Seguramente, se llevarán la estatuilla en el Dolby Theatre de Los Ángeles.) Pasarían el corte en Maestros de la costura (TVE), y al diseñador Lorenzo Caprile se le caería la baba.
Jubones, organdíes y vestidos de malla, en la mejor tradición de Los Bridgerton (Chris Van Dusen, 2020).
Cyrano demuestra que la palabra sana: la palabra hablada, la palabra escrita, la palabra pensada determina quiénes somos: en la neurociencia del lenguaje, primero decimos, y según qué decimos, así somos.
La palabra que nos precede, que nos empuja y que nos conmueve.
La palabra que nos enamora como una tormenta de hierro candente, con el amor que se despeña, incontrolado, desgarrador y bueno.
El amor voluptuoso, asidero, constancia, abrigo y tesón.