ESTRENO RECOMENDADO POR CINEMANET Título Original: The Tree of Life |
SINOPSIS
La película sigue el viaje de la vida del hijo mayor de una familia de clase media de los años 50, Jack, desde la inocencia de su infancia hasta la desilusión de sus años como adulto mientras trata de reconciliar la complicada relación que tiene con su padre (Brad Pitt). Jack (interpretado por Sean Penn en su edad adulta) se ve una alma perdida en un mundo moderno, buscando respuestas a los orígenes y al sentido de la vida mientras se cuestiona la existencia de la fe.
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CRÍTICAS
[Julio Rodríguez Chico- La mirada de Ulises]
«El árbol de la vida» o Dios que se encarna parabuscar al Hombre
Algunos pueden calificar el trabajo deTerrence Malick como de ejercicio manierista o pretencioso, pero lo cierto es que sus formas sustentan un pensamiento profundo sobre la vida y la felicidad, sobre el arrepentimiento y el perdón, sobre Dios y el alma humana. Y no falta tampoco la sensibilidad exquisita para tratar asuntos muy interiores, y el respeto para mostrarlos sin ofender a la inteligencia del espectador.
Sabe Malick usar los silencios como nadie para percibir los pasos de los O’Brien por las habitaciones de su casa, para incomodarnos ante la tragedia de la piscina o en esa discusión matrimonial puestas en sordina, para gozar con esos niños que juegan asustando a su madre con un lagarto, para aislarnos con Jack adulto del bullicio en esa reunión empresarial y reflexionar, para escuchar cada una de las voces en off que llegan como susurros a nuestro corazón. Excelente trabajo de sonido y magnífica banda sonora, con el Réquiem que Zbigniew Preisner compuso para el funeral de su amigo Kieslowski, con el Agnus Dei de Berlioz o con la música de Brahms. Visualmente es también un placer el despliegue de luz con que Malick recrea el Big Bang o los primeros momentos de vida sobre la tierra, como lo es ese tono etéreo que transmite la paz que se respira en el Paraíso, o la calidez placentera de la puesta de sol con una madre que encuentra el sentido a su dolor y entrega al hijo fallecido. El tacto también juega su partido en ese descubrimiento de la gloria que rodea a los protagonistas y que Jack debe advertir para volver a Dios. Por eso, en cierta medida, el espectador participa de esas caricias de los O’Brien al recién nacido, o de ese agua refrescante con el que la madre alivia sus pies en el jardín, o siente el bullicio de los niños correteando o mientras arrancan malas hierbas delante de la casa.
Con todo, se puede decir que el oído, la vista y el tacto ayudan al sentimiento y a la razón en su tarea de conducir a la persona desorientada llevándola de la mano, para ayudarla a cruzar el umbral de esa puerta desde la que el Jack adolescente dice “sígueme” al ya adulto. Realmente toda la película se reduce a un flash back de búsqueda y hallazgo, aunque los puntos de vista sean cambiantes… porque todo es un recuerdo del Jack maduro (penetrante y honda mirada de un excelente Sean Penn) que trata de encontrar el momento en que se alejó de Dios, y para lo que ha de desandar el camino de su vida, bajar del árbol hasta encontrar las raíces en lo permanente. Esas voces y esas imágenes son, en realidad, una oración prolongada y quejosa a Dios, para descubrir que“siempre me has estado llamando”… aunque por muchos años hubiese seguido el camino de la naturaleza, como también había hecho su padre.
Ahora, su conversión pasa por el recuerdo de dos figuras en quienes estaba Dios y a las que invoca con amor y nostalgia: “¡madre!”, “¡hermano!”. Ellos son quienes han de señalarle el otro camino, el divino o de la Gracia, para comprender que “la felicidad se encuentra cuando de vive amando, y se es bueno con los demás”: en esa vuelta a casa reparadora, el Jack adulto vuelve a sentir la caricia y la acogida llena de comprensión de su madre, la sonrisa permanente de un hermano de juegos que no quería pelear ni discutir… porque no le daba la gana hacerlo. Una enseñanza moral que nos ha sido mostrada, sin solemnidad ni orgullo, al inicio de la película con los recuerdos en off de una madre que recordaba lo que le decía la monja en su infancia, o con ese hermano que se fiaba aún con el riesgo de sufrir una descarga eléctrica o el disparo de la escopeta. El Dios de Malick sería, pues, un Dios encarnado, humano, cercano… al que se puede y debe llegar por medio de lo que nos rodea y de la gente querida, y no el Dios que abandona al hombre -a su naturaleza- para que se haga a sí mismo en un ejercicio de voluntarismo y afán de triunfo (ideales del Sr. O’Brien, que un día reconocerá como equivocados, de la misma forma que ahora hace Jack).
Entre rascacielos y rodeado de gente de éxito pero anónima, Jack parece recapacitar e iniciar su vuelta a las pequeñas cosas de la infancia… para recobrar el sentido de la vida. Su rostro serio y amargo se transformará en un gesto de paz y alivio cuando entienda que debe perdonar a su padre y comprender el significado del amor, cuando atraviese el desierto y se purifique de su pasado en huida permanente, cuando traspase el umbral que le acerque a ese Ser que lo dispuso todo para salir a su encuentro desde el Big Bang… aunque a veces no haya sabido reconocerle en el mal que los hombres causaban. Pero, en esta hermosa obra de arte, uno de los principales méritos de Malick es que habla al hombre y no sólo al cristiano que cree en Dios, que la humanidad de sus personajes entra los sentidos y conmueve cualquier sensibilidad, que nos muestra a alguien con vida propia e inquietudes por satisfacer, que invita a pensar en el camino a seguir sin señalar una única dirección.
Sin duda, habrá quien haya abandonado la sala de cine antes de que hubiera finalizado la proyección, pero pienso que eso sólo puede significa que el espectador de nuestros días está acostumbrado a que se lo den todo hecho sin poner nada de su parte, a que el director sienta y piense por él… y decida cuándo y cómo debe hacerlo desde la butaca, a que se conforme con sentimientos y reflexiones tan epidérmicos como olvidadizos. En este caso, les aseguro que Malick respeta la libertad del que se acerca a su cine, y que sus emociones son hondas y duraderas… porque parten de muy adentro y llegan al mismo cielo.
[Jerónimo José Martín – COPE]
Por el momento, este quinto largometraje de Terrence Malick (Malas tierras, Días del cielo, La delgada línea roja, El nuevo mundo) ha ganado la Palma de Oro en Cannes y el Premio de la Crítica Internacional (Fipresci). Se trata de un drama con fuerte acento autobiográfico, en el que el poco prolífico cineasta texano, de origen sirio libanés, exprime casi todas las posibilidades narrativas, poéticas, discursivas e incluso místicas del cine, hasta lograr una impresionante plegaria fílmica a Dios, con ecos de Tarkovski, Dreyer, Bergman, Kieslovski, Wenders y el Stanley Kubrick de 2001, una odisea del espacio. De hecho, esta película es homenajeada por la antológica banda sonora de Alexandre Desplat, que se completa con espléndidas piezas de numerosos compositores clásicos.
Encabeza el filme la cita bíblica completa del Libro de Job 38: 4-7: “¿Dónde estabas cuando Yo cimentaba la tierra? / Explícamelo, si tanto sabes….”. Y, a continuación, una voz femenina sienta las dos coordenadas de la historia: “Hay dos caminos que puedes seguir en la vida: el de la naturaleza y el de la Gracia”, mal traducido al español como “el de lo divino”. Y explica que el camino de la Gracia no teme desagradar ni huye de los sacrificios y los insultos. Mientras que el camino de la naturaleza tiende a la autocomplacencia y la autoafirmación sobre los demás.
A esos dilemas se enfrenta en los años 60-70 del siglo pasado una mujer católica practicante de Waco, Texas, la Sra. O’Brien (Jessica Chastain). Y clama a Dios con desgarradora sinceridad, pues se siente incapaz de sortear la desesperación ante la muerte del pequeño de sus tres hijos, quizás en la Guerra de Vietnam. “Ahora está en manos de Dios”, la consuela su esposo, el también católico Sr. O’Brien (Brad Pitt). “¿Pero no ha estado siempre en sus manos?”, le responde ella con pasmosa lucidez.
Una angustia similar a la de la Sra. O’Brian atenaza ya en nuestros días a su hijo mayor, Jack (Sean Penn), un insatisfecho ejecutivo de éxito, que ansía reencontrarse con sus raíces y con Dios. Para ello, rememora con Él su infancia y adolescencia (Hunter McCracken), iluminadas por las felices correrías con sus hermanos R.L. (Laramie Eppler) y Steve (Tye Sheridan), y ensombrecidas por su progresivo alejamiento de su padre, un hombre íntegro, piadoso y cordial, pero voluntarista, que trata a sus hijos con excesivo rigorismo, lanzando sin querer a Jack a sus primeros pecados conscientes.
Malick detiene entonces esas dos tramas principales —que después desarrolla hasta el apoteósico desenlace—, e ilustra con imágenes las primeras reclamaciones de sus personajes a la misericordia divina. Para ello, despliega durante veinte minutos una fascinante sinfonía visual y sonora, a través de la que imagina la creación del universo por Dios —representado como una llama ardiente—, desde el Big Bang hasta la extinción de los dinosaurios. Todo el pasaje hipnotiza con su música excelsa y sus poderosas metáforas naturalistas, al tiempo que subraya el desbordante amor de Dios y el carácter singular del ser humano, como señor y guardián de la creación por designio divino.
Malick articula formalmente esos temas existenciales y religiosos a través de un guión fragmentado y sincopado, con muy pocos diálogos estrictos y abundantes silencios y pensamientos en off, dirigidos a la propia conciencia y a Dios. Y expresa unos y otros con tal belleza literaria y hondura moral, que logra conmover hasta la lágrima. En este sentido, hay que aplaudir las excelentes interpretaciones, más presenciales que verbales. Brad Pitt y Sean Penn están impecables; pero destacan especialmente el niño debutante Hunter McCracken —sobre el que descansa gran parte del metraje— y la californiana Jessica Chastain, la actriz de moda tras protagonizar esta película, el notable thriller La deuda y la magnífica tragicomedia Criadas y señoras.
Por su parte, la contemplativa cámara de Malick —sublimada por la cautivadora fotografía de Emmanuel Lubezki—, vuela de un sitio a otro con permanente sustancialidad, logrando implicar progresivamente al espectador en su audaz propuesta, desde los apabullantes grandes planos abstractos de la creación del universo, hasta insuperables primerísimos planos de detalle, pasando por momentos aparentemente prosaicos, a los que arranca emoción y profundidad gracias a una planificación muy esmerada.
Queda así un conmovedor canto a la vida y una verdadera obra maestra, tanto en su utilización de los recursos fílmicos como en su valiente inmersión en la naturaleza trascendente pero herida del ser humano. Una inmersión para nada New Age y profundamente cristiana —y, en concreto, católica—, que afronta algunos de los perfiles más nucleares y complejos del ser humano, como la paternidad, la filiación y la hermandad, la Gracia y el pecado, la fe y la voluntad, el sentido purificador del sufrimiento, el poder redentor del amor —“Si no sabes amar, tu vida pasará como un destello”—, la verdadera alegría de vivir, la Iglesia como sacramento de salvación y, finalmente, el arrepentimiento y el perdón como caminos de plenitud de la libertad humana y de la providencia divina.
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He leído la crítica después de ver la película y verdaderamente coincide con lo que he visto en pantalla. Hacía mucho tiempo que no me emocionaba en el cine de este modo y salía tan conmovido y con esperanza de una sala. La recomiendo a todo el mundo, pero casi todos los que la han visto han salido decepcionados. Estamos realmente necesitados de buen cine porque cuando llegan obras maestras como esta película, no la sabemos apreciar. Gracias Jerónimo y gracias Cinemanet por seguir recomendándonos buen cine. Viva el séptimo arte!!!
Interesante crítica, estoy de acuerdo con casi todo, excepto algunas correcciones, si me permiten. Es su hermano menor, el modelo de gracia, el que le dice sígueme. Y no es la madre, es la vecina, la que juega con la manguera y el agua, Malick presenta a veces a sus personajes de cierto modo ambiguos, para que uno los diferencie o los relacione entre ellos, como un juego metafórico.
El árbol de la vida representa a los caminos que tenemos que tomar para llegar a Dios como fin único, a restablecer esa comunicación perdida debido a la «expulsión» del paraíso. Una de las formas para escalar ese árbol es el perdón, cuando se es niño, por curiosidad buscas otras escaleras, cuando se pierde la fe, la luz, hay escaleras dispuestas para subir a un cielo de atardecer.