Sinopsis
Crítica
Dirección: Mark Pellington. País: USA. Año: 2008. Duración: 99 min. Género: Comedia dramática. Interpretación: Luke Wilson, Adriana Barraza, Radha Mitchell, George Lopez, Cheryl Hines, Morgan Lily, Beth Grant (Josie). Guión: Albert Torres. Producción: Tom Rosenberg, Gary Lucchesi, Richard S. Right, Gary Gilbert y Tom Lassally. Música: John Frizzell. Fotografía: Eric Schmidt. Montaje: Lisa Zeno Churgin. Diseño de producción: Richard Hoover. Vestuario: Wendy Chuck. Estreno en España: 29 Mayo 2009. |
SINOPSIS
Henry Poole regresa al barrio Los Ángeles donde se crió con el objetivo de hallar algo de paz y soledad. Sin embargo el retiro tranquilo y voluntario de Henry se ve interrumpido por un trío de vecinas: Esperanza, una cotilla con buenas intenciones; Millie, una niña de ocho años y su madre Dawn, una joven divorciada. Cuando Esperanza descubre una mancha en la fachada de la casa de Henry se queda fascinada con la posibilidad de que ésta posea poderes milagrosos y empieza a organizar visitas al «lugar sagrado». Inspirados por sus convicciones, los fieles que se congregan ante la mancha comienzan a contar unos sucesos inexplicables que ellos atribuyen al poder maravilloso de la pared.
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CRÍTICAS
El cineasta de Baltimore Mark Pellington (1962) –uno de los mejores directores de videoclips del mundo- nos sorprendió hace diez años con una película que mostraba su capacidad para bucear con la cámara en los recovecos del alma humana, Arlington Road. En 2002 se dio a los fenómenos paranormales con la desequilibrada cinta Mothman, la última profecía. Dos años después fallecó su esposa que le dejó viudo con un niño pequeño. Pellington quedó destrozado. Entonces decidió sacar del cajón un guión abandonado que le había dado tiempo atrás el mejicano Albert Torres. Y es que ese guión trataba de un hombre desesperado que recuperaba la esperanza gracias a un milagro. Precisamente Pellington necesitaba hacer una película de ese tenor, catártica, que le devolviera una mirada luminosa sobre su propia vida. Es así como rueda El milagro de Henry Poole, un film que mira de frente el problema de la fe, concretamente la fe cristiana.
Henry Poole (muy bien interpretado por Luke Wilson) es un hombre deprimido y amargado que padece una enfermedad mortal. Decide pasar sus últimos días en la casa de su infancia, pero no está en venta y se tiene que conformar con otra de la vecindad. Su triste rutina termina el día que su vecina mejicana, Esperanza (la famosa Adriana Barraza de Babel), cree ver el rostro de Cristo dibujado en unas manchas de la pared de la casa de Poole. En torno al chalet de este se genera una explosión de religiosidad popular que pone de los nervios a nuestro desquiciado protagonista. Pero su actitud cambia gracias a otra vecina joven y atractiva, Dawn (Radha Mitchell), madre soltera, que tiene una hija que perdió el habla el día que su padre se marchó. La actitud de ella ante la fe es más fácil de comprender para Poole que la de las otras mujeres, ya que sólo se basa en hechos que hacen nacer la esperanza, y no de una actitud piadosa previa. A lo largo de los acontecimientos que propone el argumento, Poole tendrá que ir haciendo cuentas con lo que sucede a su alrededor.
El film no se limita a mostrar unos hechos atípicos que unos pueden interpretar como milagros y otros como casualidades –curaciones, etc…-, sino que también nos presenta sucesos objetivamente inexplicables para la ciencia -milagros-: una pared que exuda sangre humana o unas manchas que aunque se laven y pinten no desaparecen. Frente a ello nuestro personaje tiene dos opciones: o negar la evidencia o admitir la categoría de la posibilidad. No se le pide que abrace la fe católica. De hecho se agradece que Poole no se convierta en un creyente entusiasta, forzando un happy end hollywoodiense, simplemente se le pone ante la sugerencia de que abra su razón a la posibilidad del Misterio. En realidad, sólo Esperanza y sus amigas hacen referencia a la fe católica cuando se enfrentan al milagro. Los personajes de Paciencia –la chica del supermercado que es casi ciega-, Dawn y el propio Poole, reciben los milagros como una alegría inesperada y maravillosa que no les lleva necesariamente a acercarse a Cristo. Esto subraya la condición de la Gracia, como algo incondicionado y gratuito. Además hace al film más aceptable para una mayoría no creyente de los espectadores.
Por otra parte, El milagro de Henry Poole, aunque presenta la cuestión de la fe como el reconocimiento de que una mirada cientifista no es capaz de explicar ciertos hechos (pensemos en la frase de Chomsky que cita Paciencia), se echa en falta una aproximación a la fe entendida como aliada de la razón. Da la sensación de que fe y razón representan dos dinámicas distintas sin puntos de contacto. Hay que decir a favor del film que el acercamiento de Poole al problema de la fe se debe a que en cierto momento parece lo único “razonable”, aunque el film no ahonda en ello suficientemente.
Otro asunto que aparece claramente en la cinta es el fenómeno de la religiosidad popular –que precisamente se caracteriza por no ser muy dada a la sistematización racional- y el film muestra a la Iglesia, representada por el Padre Salazar, como la encargada prudente de separar el trigo de la paja en lo que a devociones populares se refiere.
El formato ideal para tocar todos estos problemas es del film: cine independiente, una puesta en escena basada en los personajes, y unos rasgos de cine de autor que se ponen muy de manifiesto en el uso de encuadres en relación con la música. El bagaje videoclipero de Pellington es innegable. En fin, una película muy interesante, novedosa, y que muestra una cierta pérdida de miedo a hablar de cosas que eran habituales en el cine de los años cuarenta, como es la relación entre la fe y el sentido de la vida.
[Jerónimo José Martín, La Gaceta]
La fe y la esperanza, con sus antagonistas —la increencia y la desesperación— y sus estados intermedios —la duda y la inquietud—, son tratados de un modo u otro en casi todas las películas. Más difícil es encontrar filmes que afronten la fe religiosa estricta, y le den una respuesta espiritual. Eso sí, entre las películas que lo hacen hay unas cuantas obras maestras.
Por ejemplo, en Ordet (La palabra) (1955), el danés Carl Theodor Dreyer critica la hipocresía, el puritanismo y el maltrato de las virtudes teologales —fe, esperanza y caridad— por parte de los creyentes. Y exalta la coherencia de vida y la locura de la fe, encarnada en una niña, que protagoniza el más bello milagro de la historia del cine. Por su parte, en Sacrificio (1986) —su testamento fílmico—, el ruso Andrei Tarkovsky disecciona la dramática aceptación de la voluntad divina por un hombre que comprende que Dios le pide renunciar a lo que más ama para que el mundo se salve de un holocausto nuclear. Finalmente, en Ponette (1996), el francés Jacques Doillon exalta de nuevo la pureza y sencillez de la fe infantil a través del conmovedor empeño de una niña francesa para volver a hablar con su madre muerta.
La última película del estadounidense Mark Pellington se queda lejos de estas obras antológicas, pero, como ellas, encara con honestidad y hondura el desafío a la fe que supone la irrupción brutal del sufrimiento en la vida de las personas. Al igual que le pasó al propio cineasta cuando murió su esposa, el protagonista del filme, Henry Poole, ha caído en la desesperación tras un hecho trágico que se irá desvelando. Para recuperar la paz, Henry se traslada a un suburbio de Los Ángeles, vinculado con su propia historia. Allí, una vecina de origen mexicano, Esperanza, pretende ver el rostro de Cristo en una mancha que ha salido en una pared externa de la casa de Henry, que además parece gotear sangre. Para acallar a los crecientes devotos, Henry acepta que un sacerdote católico realice diversas pruebas científicas. Y, mientras, él comienza a intimar con otra vecina, Dawn, que cuida a su pequeña hija Millie, muda desde que de su padre les abandonó.
Ciertamente, Wellington abusa de los recursos del videoclip —como las canciones bonitas ilustradas con imágenes— y pierde fuerza en el desenlace. Además, quizá subraya en exceso el pulso entre ciencia y fe, cuando en realidad son aliadas. Sin embargo, dirige muy bien a sus actores y arranca varias secuencias de enorme intensidad dramática, en las que demuestra sus cualidades para la intriga y aprovecha la bellísima y audaz mirada que lanza el guión a la trascendencia humana en lo más cotidiano, a la posibilidad de los milagros, al poder de la oración y a los límites de la ciencia, sobre todo a la hora de curar el corazón y el alma.