Dirección: Alejandro Amenábar. |
SINOPSIS
Hipatia, filósofa y astrónoma, mantiene sus clases, con alumnos de diversas creencias, en una Alejandría, aún bajo el Imperio Romano, que empieza a sentir los primeros golpes de la falta de entendimiento ideológico. Ajena a los amores que suscita –ha consagrado su vida y virginidad a la ciencia astronómica-, Hipatia testimonia con desconcierto la mal llevada dialéctica entre paganos, cristianos y judíos.
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CRÍTICAS
[Peio Sánchez, Colaborador de CinemaNet]
AGORA, IDEOLOGÍA QUE DENUNCIA EL FANATISMO PARA RECAER EN ÉL
La película de Amenabar es una película mediocre. Ni la publicidad, ni de los apoyos económicos gubernamentales maquillan una interesante oportunidad malograda. Una inversión muy respetable, una puesta en escena espectacular, la pericia del director en las escenas de acción y una actuación sobresaliente de Rachel Weisz no salvan una película que se hace excesiva en las palabras, el guión es más ideológico que cinematográfico, muy limitada en la interpretación masculina donde elecciones como la invisibilidad del paso del tiempo en los bellos y jóvenes actores recuerda más el peor peplum que a las exigencias de verosimilitud dramática del cine contemporáneo.
En un primer plano, la película es una exaltación de la razón, la libertad y la tolerancia representada en la figura de Hipatia. Esta filósofa y astrónoma fue asesinada, ya anciana, en Alejandría en el 415. En el contexto de las luchas de poder entre el paganismo y el cristianismo, que se convierte en una fuerza política en la decadencia del imperio, la pensadora fue víctima inocente del fanatismo de grupos cristianos radicalizados por intereses políticos. El director ha querido presentarnos a esta nueva Antígona como heroína y modelo contemporáneo que encarna la búsqueda de la verdad, el sentido de la democracia pluralista, la integridad y la tolerancia hasta el perdón.
En un segundo plano, Agora es una crítica directa al cristianismo pero en el fondo a toda experiencia religiosa. La tesis, a la que de forma didáctista sirve la película, es que la experiencia religiosa sea politeísta, judía o cristiana siempre desemboca en el derramamiento de sangre.
Que la creencia en Dios o dioses termina aniquilando a los seres humanos que acaban matando en su nombre. Y así lo que podía, y debía en rigor histórico, haberse convertido en una critica necesaria del fundamentalismo termina en un cuestionamiento último de lo religioso como dimensión del ser humano que se encuentra con Dios. Para el director a lo más nos queda un cielo estrellado al que miramos con perplejidad construyendo formas elípticas al viento. Lo que ya es algo, por lo menos Misterio.
En un tercer plano, la película muestra la deriva ideológica de un planteamiento con amplias aspiraciones filosófica pero con formato vacio y contenidos simplistas. La conexión entre el fondo y la forma muestra la madurez de una artista en el dominio de su medio expresivo. En ese caso las limitación cinematográfica demuestra la pobreza expresiva de una obra donde los diálogos se hacen inverosímiles porque la fuerza dramática ha abandonado la escena. Qué lejos de los grandes directores como Bergman o Dreyer que pueden decir en las formas, el fondo que se trasparenta en una mirada. La intención ideológica ha derrotado al artista que va declinando cuando sustituye la dramática existencial por la intención política. Todavía en Mar adentro (2004) la expresión dramática sobrevivía a la simplificación manipulativa. Ahora definitivamente Amenabar vende humo. Con Agora podrán ganar dinero pero no podrán convencer, ni al crítico ni al público.
Nos encontramos, pues, ante una obra cinematográfica que puede ser síntoma-paradigma del cortocircuito cultural que afecta a la cinematografía y probablemente a la cultura oficial de nuestros lares. Que para nada son transferibles a la cultura europea ni mundial. La imprescindible y urgente crítica del fanatismo, en este caso religioso, se inclina hacia una exaltación de lo laico que parte de un reduccionismo antropológico que cercena la dimensión espiritual del ser humano. Lo cierto es que tenemos un serio problema de medida y de diálogo. Y desde el punto de vista cinematográfico necesitamos urgentemente interlocutores.
Alejandro Amenábar retorna a las salas de cine, como en anteriores ocasiones, con un gran despliegue de medios económicos y publicitarios. Y también de nuevo de la mano de un hecho histórico -ahora no tan reciente- para intentar suscitar la polémica y, así, dividir en lugar de aunar; precisamente, lo contrario que él denuncia en su película.
“Ágora”, según su director, retrata una Alejandría “que se estaba extinguiendo a manos de distintas facciones, fundamentalmente religiosas, e Hipatia fue un personaje que para muchos marcó de manera simbólica el fin del Mundo Antiguo y el comienzo del medievo”.
En este sentido, Amenábar es fiel a su ideología y aprovecha un hecho histórico, más que lamentable, para cambiarlo con adornos burdos de extremismos simplificadores y ajustarlo, de este modo, a su línea editorial: dar por sentado que la fe en la trascendencia es el “quid” del mal en el mundo. La simple caracterización de los cristianos como cavernícolas, vestidos de negro, sin dientes y en continua exaltación violenta, por no hablar de sus obispos –más cercanos al Rasputín de la versión animada de “Anastasia” que a lo que fueron realmente-, es una clara manifestación de intenciones y posicionamiento. Lo cual es una auténtica lástima, porque un guión que concibe al espectador como un ser acrítico y que comulgará sin rechistar con este tipo de cine de cariz didáctico y sin matices, es un guión que tarde o temprano hace aguas: su protagonista es más pasiva que activa y no tiene ni una fisura moral ni emocional (algo que va en detrimento de crear empatía en el espectador y de la Hipatia original e histórica); el maniqueísmo en la caricatura –que no caracterización- de personajes da risa y la diametral transformación de algunos de ellos es completamente inverosímil.
Eso sí, el director de “Mar adentro” y “Los Otros” demuestra, una vez más, un manejo brillante de la escenografía y la planficación, que enaltacen la grandeza del universo (algo en lo que se supone todo el mundo estaba y está de acuerdo y que no era ni es patrimonio exclusivo de los científicos ateos). Incluso las licencias más manieristas que se concede -como el baile gravitatorio de pergaminos en la biblioteca y sus numerosos planos cenitales- suponen aciertos estéticos, que hablan sin palabras.
Lástima que el conjunto, cojo en su libreto y tullido en su adaptación histórica, se convierta únicamente en una pasajera herramienta ideológica y de lucimiento de una Rachel Weisz que aguanta muy bien el tirón.
Imagínense que hay que explicar en cine la realidad de Norteamérica a alguien que no sabe nada de historia, de culturas, nada de nada. Y para explicarle cómo es América le enseñamos unos planos de unas familias japonesas, entrañables y de pocos recursos económicos. Luego aparece un avión donde sale un piloto con cara de bruto mascando chicle, y con fotos de playmates pegadas en el salpicadero. Por último vemos cómo ese avión lanza la bomba atómica sobre la ciudad de esas amables familias japonesas. Una vez terminado el cortometraje, se le dice al ignorante espectador: “Ya ves, esto es América”. Hiroshima existió. Nadie lo duda. Nadie se alegra. Pero el juicio sobre los americanos que se deduce de ese pequeño film, ¿es verdadero?, ¿es justo?, ¿es aceptable? En absoluto, bajo ningún punto de vista. Es una mentira. Aunque Hiroshima sea una verdad.
Esto mismo es lo que sucede con la última película de Amenábar, Ágora: unas bases históricas reales, muchísimo maquillaje y caricatura históricas, para llegar a unas conclusiones completamente equivocadas.
1. Ángeles paganos y demonios cristianos
Ágora es presentada por Amenábar como un film contra la intolerancia. “Ningún católico de hoy debería sentirse ofendido; sólo deberían sentirse apelados los fundamentalistas que han estado poniendo bombas este verano”, ha declarado el director a Cinemanía. “Sirve para un terrorista islámico, para un terrorista de ETA, para cualquiera que lo practique”, insiste en Fotogramas. Sin embargo, esa impecable declaración de intenciones no parece sincera a la vista de los resultados ni explica suficiente ni correctamente la película. Es necesario analizar el marco elegido por el cineasta para su alegato contra la intolerancia.
El contexto histórico son unos hechos luctuosos perpetrados por cristianos y paganos desmadrados entre los siglos IV y V en Alejandría. Según el historiador de la Iglesia Hubert Jedin, “el suceso más deplorable en el enfrentamiento entre el paganismo y el cristianismo en Egipto fue la muerte de la filósofa pagana Hipatia, que en 415 fue atrozmente asesinada, tras haber sufrido graves injurias, por una chusma fanatizada”(1). Amenábar carga las tintas, descontextualiza y simplifica al máximo ciertos personajes como San Cirilo o Amonio. Aquellos hechos reprobables se sitúan, por tanto, en el contexto de la confrontación de dos cosmovisiones, de dos culturas, la pagana y la cristiana, y es ahí precisamente donde Amenábar quiere aprovechar para proponer su propia filosofía de la historia: si el paganismo fue luz, el cristianismo es oscuridad; si el paganismo fue progreso, el cristianismo fue retroceso. No es una metáfora caprichosa: en Ágora, los paganos visten de blanco (Orestes, Hipatia), y los cristianos de gris o de negro (Amonio, Cirilo). A este esquema bipolar, Amenábar añade a lo largo del film una vuelta de tuerca: lo malo no es en realidad el cristianismo, sino cualquier concepción teológica. Ya sean los dioses paganos o el Dios cristiano y judío: la religión oscurece la razón, desprecia a la filosofía y frena la ciencia y el progreso. Frente al escepticismo que genera ver tanta guerra de religión en un kilómetro cuadrado, Hipatia declara: “Yo creo en la Filosofía”.
Amenábar viene a decir que la difusión de la fe cristiana supuso una marcha atrás en la cultura, en la civilización, en la filosofía y en la ciencia. De dar eso como cierto se desprende necesariamente un juicio sobre la Iglesia presente y actual, la del siglo XXI. Y ahí reside la relevancia de Ágora, que bajo el envoltorio de una película histórica, propone un juicio sobre el valor actual de las religiones en general y del cristianismo en particular. Desmentir esa afirmación precisaría de una biblioteca como la de Alejandría, para documentar someramente lo que el cristianismo ha aportado al progreso de la cultura, del arte, de la ciencia, del derecho, de la filosofía, de la política, de las relaciones internacionales,…Pero dicha Biblioteca sería insuficiente para ilustrar lo que el cristianismo ha supuesto para el “progreso” personal de millones y millones de hombres y mujeres concretos a lo largo del mundo y de la historia: el “progreso” que viene de encontrarse con Jesús, que promete sin rubor satisfacer los deseos del corazón del hombre. Esto en Ágora no se intuye ni de lejos. Los cristianos que aparecen son bárbaros, fanáticos, misóginos, violentos y muy visionarios. Y los dos “buenos” cristianos que vemos, Sinesio y Davo, se van contaminando a lo largo del film del oscurantismo circundante.
Quien encarna las características de una antropología cristiana: caridad, benevolencia, serenidad, tolerancia, insobornabilidad, castidad, fraternidad universal, igualdad … es la pagana Hipatia, un personaje que Amanábar vuelve fascinante, ideal de virtud, y dechado de inteligencia y humanidad. Hipatia se propone como una santa laica de las que tanto están de moda.
2. El corto alcance del reproche moral.
Un primer argumento a favor del “retroceso” cristiano que se puede desprender de Agora es el de la inmoralidad de aquel grupo de cristianos pendencieros, que aparecen capitaneados por un San Cirilo cruel y maquiválico. Ciertamente hay muchos episodios en la historia de la Iglesia por los que un cristiano no se siente orgulloso. Así ha sido siempre y así será, porque la Iglesia la forman pecadores. Incluso los Papas han pedido a veces perdón por errores del pasado. La conciencia del mal y del pecado es tan clara en el seno de la Iglesia que esta instituyó en sus mismos orígenes el sacramento de la penitencia y del perdón. Que se sepa ninguna organización, asociación o partido cuenta con una institución como la confesión, con lo que quizá habría que concluir que nadie como los cristianos tiene tanta conciencia del propio pecado.
Querer deducir un juicio negativo sobre el hecho cristiano a partir de los sucesos de Alejandría, supone concebir el cristianismo como un angelismo que nada tiene que ver con la teología de la encarnación. La coherencia moral es un maravilloso don que Dios concede a quien quiere, pero no es una característica esencial del cristianismo; la característica principal es el encuentro con Jesús, experimentado como satisfacción de los anhelos de felicidad del ser humano. Y si algo es verdad, lo es aunque el mensajero de dicha verdad, sea imperfecto, incoherente, necesitado de perdón.
Dado que todas las grandes obras y empresas realizadas en nombre de Cristo, como por ejemplo la evangelización de América, se han realizado por cristianos pecadores, encontramos en ellas frutos de santidad junto a rastros de pecado e injusticia. Pero la pregunta es: ¿el pecado de los cristianos anula la realidad histórica de humanización que han supuesto las empresas evangelizadoras? La abolición de la esclavitud, la dignificación de enfermos expulsados de la sociedad, el reconocimiento de la igualdad de derechos, la atención a huérfanos, la defensa de la vida, el cuidado de indigentes, la recuperación de delincuentes, la consagración de la vida familiar, la dignificación monogámica de la pareja, el aprecio por el trabajo,… y por encima de todo ello, la posibilidad tangible y concreta de ofrecer un sentido satisfactorio y pleno a la existencia, ¿no son experiencias y hechos tremendamente valiosos aunque no nos hayan llegado de manos de querubines, sino en vasijas de barro? Es curioso cómo la izquierda justifica las barbaries y genocidios del socialismo real en aras del “ideal”, y al cristianismo no se le permiten ni siquiera los tropiezos del pecado personal.
3. La ideológica oposición entre razón y fe.
Más importante en Ágora es el conflicto soterrado -¿incompatibilidad?- que plantea entre razón y fe, entre ciencia y religión. No este el lugar tampoco para explicar y aclarar de una vez por todas que la fe es la amiga más fiel de la razón, que la fe da cumplimiento a la razón, que la fe es razonable, y digámoslo claramente, que lo que Amenábar y tantos otros llaman fe, no es más que una superstición visionaria y esclerótica que nada tiene que ver con el cristianismo. Bastaría con que leyeran algo, cualquier cosa, por ejemplo la Fides et ratio, para comprender que la fe no es enemiga ni de la ciencia, ni del progreso, ni mucho menos de la razón. Siempre habrá energúmenos entre las filas de los creyentes, pero que sólo son representativos de su propia equivocación. En este sentido, el magnífico homenaje que Amenábar brinda en este film a la ciencia antigua, y muy en especial a la Astronomía, es un homenaje a la razón que cualquier espectador cristiano disfrutará como propio. Las discusiones entre los seguidores de Ptolomeo y Aristarco de Samos, las reflexiones sobre las trayectorias de los planetas,… son un disfrute para todos, aunque Amenábar parezca querer oponerlos a los intereses “reducidos” de los cristianos. Por todas estas razones es imposible que un cristiano pueda sentirse históricamente reconocido en la propuesta cinematográfica de Amenábar, muy lastrada por tópicos, prejuicios, esquemas ideológicos y leyendas negras favorables a la interpretación oficial de la historia. Una película que para el Poder es el no va más de “la corrección política”, la cultura dominante vestida de gala.
4. La maestría del cineasta
Amenábar vuelve a demostrar que es un grande en el oficio de dirigir películas. Otra cosa es que él decida someter su genio a los imperativos del pensamiento único. Lo más interesante es que Ágora no aparenta ser una película hecha en la era digital, sino que parece que todo decorado es real. La dirección artística es soberbia, y Rachel Weisz hace de Hipatia un personaje memorable. La película es solemne, minuciosa, con un trabajo del sonido espectacular y con unos guiños cosmológicos muy brillantes. Hay mucho cine dentro de Ágora, y por ello es muy fastidioso ver cómo el guión va estropeando la película a medida que avanza. Un excelente envoltorio para un producto que salió de fábrica caducado.
(1) Jedin, H.; Manual de Historia de la Iglesia, vol. II, Herder, Barcelona , 1990, p. 259
Lo mejor que se puede decir de «Ágora» es que se trata de un film mal documentado. Lo peor es que se trata de un panfleto ideológico con fines manipuladores. En cualquier caso, la consulta al libro «Agostino», del profesor emérito de Cambridge Chadwich, (publicado en 2007 en castellano por ediciones Cristiandad) puede arrojar algo de luz al asunto: en la época y en la zona en la que se localiza la acción existían grupos que se autoproclamaban cristianos, como es el caso de los donatistas, que realizaban acciones violentas en aras de un fanatismo politizado que poco tenía que ver con la verdadera religión. Agustín de Tagasta y muchos de los católicos de las provincias romanas de África también sufrieron de estos ataques que según parece podían ser extremadamente crueles. Nada de esto se refleja en el film, cuyo rigor histórico raya en el maniqueísmo simplista. Amenábar puede perder prestigio y dinero con esta fallida superproducción.
Estoy de acuerdo contigo. Incluso añadiría que, aún estando algo informado, a mitad de película me encontré absolutamente perdido en el trasfondo histórico e ideológico. No creo que pierdan dinero en la superproducción, pero lo que sí han perdido es crédito como profesionales y han hecho daño a personas mal informadas o conformistas.