[Guillermo Callejo – Colaborador de CinemaNet]
En un artículo anterior diseccionamos algunos de los largometrajes más señalados del cine contemporáneo, y procuramos dejar claro cómo éste, en general, apenas propone ideales nobles al espectador. Pues bien, quizá sirva ahora centrarse en la filmografía de dos grandísimos directores que ya han pasado a los anales de la historia del cine y que se distinguen por saber brindar, en cambio, brillantes exhortaciones: John Ford y Frank Capra.
Aunque las personalidades de ambos directores eran sumamente distintas entre sí, lo cierto es que coincidían en muchas de las perspectivas personales ante la naturaleza y ante la existencia humana. Sin pecar de ingenuos, tanto Ford como Capra realizaron obras siempre positivas, edificantes y sólidas como una roca. No incurrían en mensajes dulzones o cándidamente falsos, sino que mostraban historias cercanas y que elevaban el espíritu. Creían en una moral concreta, y a partir de ella engrandecían a la persona humana: a los protagonistas de la película y al público que los contemplaba.
La «magia» que con frecuencia se atribuye a estos directores no es, en mi opinión, otra cosa que coraje para retratar el mal y sencillez para advertir y ensalzar el bien. Ponían ante nuestros ojos individuos con cuya personalidad fácilmente nos identificamos o reconocemos al desenvolvernos por el mundo. Y tales descripciones son siempre inusualmente profundas: el mal nunca atrae, mientras que por el bien sentimos una admiración inconfundible.
John Ford nació en 1894 en Estados Unidos. Pertenecía a una familia de inmigrantes irlandeses y tuvo once hermanos. Tras un intento fallido de ingreso en la Marina norteamericana, pronto se fue a Hollywood, donde durante unos años ayudó a su hermano, que era director, guionista y actor. En 1917, con apenas 23 años, dirigió su primera película.
Su pericia cinematográfica es más que irrefutable. Dirigió 144 películas, produjo 38, escribió 24, actuó en 19. Ganó cuatro Oscars y obtuvo otros cuatro premios otorgados por el Círculo de Críticos Cinematográficos de Nueva York. Tocó todos los géneros que quepa imaginar, desde dramas documentales hasta cine bélico, pasando por innumerables westerns. Dejó para la posteridad auténticas obras maestras, películas épicas y antológicas donde las haya.
La diligencia (1939) fue probablemente su primer gran éxito. Mereció dos Oscars de la Academia, uno por la interpretación de Thomas Mitchell y otro por la banda sonora. Catapultó definitivamente a John Wayne al estrellato. Lo mejor de este western reside en las nueve personas que viajan en un simple carromato tirado por seis caballos. Con una pericia técnica y psicológica incomparable, Ford desmenuza sus vidas y nos muestra distintos modos humanos de enfrentarse a la vida. Es muy difícil -por no decir imposible- no empatizar con alguno de ellos. Hay perfiles para todos los gustos: para los responsables inflexibles, para los ingenuos, para los atormentados y temerarios, para los egoístas y mezquinos, para los desfavorecidos, para los insatisfechos, para los resentidos, para los conformistas… Me atrevería a decir que quien no establezca ninguna analogía entre sus propias debilidades y las de alguno de los protagonistas, sencillamente no es humano.
¡Qué verde era mi valle! le valió a Ford los Oscars a la mejor dirección y a la mejor película en 1942, para los que competían también nada más y nada menos que Orson Welles por Ciudadano Kane, Alfred Hitchcock por Sospecha, John Huston por El halcón maltés, William Wyler por La loba y Howard Hawks por Sargento York. Se trata de un filme inolvidable que dibuja de manera muy melodramática los conflictos que pueden sobrevenir en una familia por desavenencias políticas. ¿Quién no conoce casos como éste? ¿Quién no ha sido testigo de las riñas entre padre e hijo cuando uno de los dos se quiere proclamar más progresista, comprensivo o liberal que el otro? ¿Quién no se identifica con alguno de los miembros de la familia Norman?
Otro legado de Ford para la posteridad fue sin duda El hombre tranquilo (1952), que de nuevo le supuso un Oscar al mejor director. De sobra es conocida la historia de aquel «hombre tranquilo y pacífico» que vuelve a su Irlanda natal para buscar la paz que necesita y se topa con dos agitadores: uno masculino –Victor MacLagen, el cacique del pueblo- y otra femenina -su hermana en la película, la bellísima Maureen O’Hara-. El primero le pondrá las cosas difíciles, mientras que gracias a la segunda descubrirá el amor. Pues bien, el carácter seductor de las imágenes y de los temperamentos de los personajes principales esconde el acierto a que nos tiene acostumbrados el director. Por eso pregunto una vez más: ¿quién no ha sentido unas ganas de venganza tan impulsivas como las que guían a Wayne en su carrera hacia O’Hara para reñirla? ¿Quién no anhela un Edén parecido al que persigue Sean Thornton yendo a Inisfree? ¿Quién no se emociona ante la idea de un amor tan entrañable y auténtico como el que a la postre sienten entre sí Wayne y O’Hara?
La filmografía fordiana está plagada de ejemplos soberbios de buenas tramas y mejores personajes. Concluiré con un filme ciertamente fabuloso: Mogambo (1953). Reúne a un reparto estelar –Clark Gable, Ava Gardner y Grace Kelly– en un exótico enclave africano y nos narra con ritmo portentoso sus aventuras. Pero lo maravilloso es que Ford logra introducir en dichas peripecias diversas vicisitudes matrimoniales que sólo puedo calificar de geniales. Geniales (entiéndase bien) por el tino con que expone los juegos de atracción y celos, tan a la orden del día y, sin embargo, pocas veces tan bien desarrollados. Si queríamos ver un triángulo amoroso, no hace falta irse al Vicky Cristina Barcelona de Allen; lo tenemos mejor plasmado -y con más sentido- aquí.
Frank Capra es otro cantar, desde luego. Pero no tanto como pueda parecer. Emigró de Italia a Estados Unidos a principios del siglo pasado, cuando apenas había cumplido seis años. Se instaló con sus padres y sus cuatro hermanos en California, y allí cursó sus estudios como ingeniero químico. Luego estuvo en el ejército y contrajo la fiebre española. Pronto recaló en los estudios cinematográficos, aunque hasta principios de los años 30 no logró producir sus mejores obras.
Su vasta labor como director fue de una altísima calidad. En cinco años le concedieron tres veces el Oscar al mejor director, y estuvo otras tantas nominado. También ganó un Globo de Oro. Al igual que Ford, estuvo al frente de trabajos muy variados: comedias, dramas, documentales bélicos, series científicas, etc.
Sucedió una noche (1934) marcó un antes y un después para él. Bueno, para él y para el mundo entero, pues con ella inauguró la screwball comedy. Clark Gable y Claudette Colbert -premiados ambos con la estatuilla- encarnan a dos personas que se enamoran a bordo de un autobús. Así de simple y así de formidable. Él es bohemio, introspectivo; ella, una recién casada y desesperada jovencita, Capra mezcla un sinfín de ingredientes (dinero, arrebatos, periodistas, enamoramientos…) en un solo largometraje, y el resultado es maravilloso. Más allá del conseguido entretenimiento, se nos ponen en bandeja temas tan embrollados como la infidelidad, la responsabilidad, la culpa o el optimismo. Y Capra no se mantiene al margen. No es imparcial.
En 1938 estrenó Vive como quieras, otra comedia -esta vez más ligera- hilarante y llena de chispa, adaptación de un premio Pulitzer. El elenco de actores no falla aquí tampoco, si bien la palma se la llevan James Stewart y Jean Arthur. Y entre tanta algarabía, prevalece sobre todo el mensaje claro y rotundo de Capra, que -frente al capitalismo, el exceso y el individualismo- enarbola la bandera de la amistad, la familia y la alegría con una fuerza inimitable. ¿Acaso hay alguien que no sienta sana envidia al contemplar el desenfado de la familia Sycamore?
Al año siguiente, Capra proporcionó a la gran pantalla Caballero sin espada (1939), todo un recital de excelente cine. La pareja de su anterior película, Stewart y Arthur, coincide aquí en un contexto muy distinto, el de un senador aguerrido que luchará pertinazmente contra la corrupción política, secundado siempre por su fiel secretaria. Aunque las interpretaciones no fallan, lo que de verdad brilla en este filme es el mensaje capriano, proclamado a voz en grito por Stewart, y que resulta, una vez más, indeleble. La honestidad, el patriotismo, la perseverancia, la sencillez, la libertad, la responsabilidad… y no se cuántos valores más, son defendidos sin ambages desde el primer fotograma hasta el último. Pero el maestro Capra nos los traduce. No los deja caer y punto, sino que los plasma en tramas, en criaturas verosímiles de carne y hueso.
No citar ¡Qué bello es vivir! (1946) en esta sucinta enumeración sería poco menos que pecado. ¿Por qué las cadenas televisivas no se cansan de repetir su emisión año tras año? ¿Por qué casi todos los espectadores no pueden evitar soltar alguna que otra lágrima al llegar el final de la historia, incluso cuando no es la primera vez que se ve? Porque Capra tiene la capacidad de que todo espectador comprenda los sinsabores y egoísmos que experimenta Stewart, pues al fin y al cabo son inherentes a la naturaleza humana; porque Capra, en una palabra, urde una fábula que no tiene nada de fábula. Su legado no es falsamente alentador, sino genuinamente plausible. Forja un panorama triste y realista y enseguida le otorga una dimensión de mayor alcance.
No he tratado aquí, ni mucho menos, de erigir a Ford y Capra como los únicos paradigmas del mejor cine realizado hasta la fecha. Pienso más bien que ambos son requisitos que todo cinéfilo debería tener en cuenta a la hora de contemplar una película, más aún hoy en día, cuando muchos largometrajes se limitan a representar semblanzas y no se atreven a proferir un juicio último que dé sentido a cuanto han expresado.
Magníficos directores, ¡Qué bello es vivir! aunque no me parezca su mejor película sí que logra que no canse, más que nada porque es un canto a la vida, a la esperanza, que todo tiene un sentido.
Y sobre Ford, otro genio, me encanta «El Hombre Tranquilo», que es otra película muy humana y entrañable, o ese personaje de un Wayne perdedor, tan enigmático que crea en «Centauros del desierto» o en «El hombre que mató a Liberty Valance»
Saludos
Me ha encantado el artículo!! No se me había ocurrido la similitud entre estos dos grandes cineastas. Estoy leyendo la autobiografía de Capra: «El nombre delante del título»…y hay que ver lo que tuvo que luchar hasta llegar a donde llegó!!!
Muy interesante. Me ha gustado la manera sencilla de exponer una realidad que a todos llega, de traer los clásicos al espctador de hoy… pero por algo se llaman «clásicos».
Pienso como tú, Guillermo, que hay que proponer experiencias positivas apoyadas en la humanidad de los personajes. Sin embargo, no podemos cerrar los ojos ante situaciones duras y no bien resueltas, de las que también se aprende… y que también han dado origen a muy buenas películas, aunque no tengan un final feliz. Porque el bien atrae más que el mal cuando está bien presentado, pero en la vida se dan mezclados… y el mismo mal tiene un fuerte poder de seducción, de provocar sensaciones, de perturbar… y muchas veces el director/espectador busca o pretende eso.
Aparte de la honestidad, pienso que la clave está en no perder de vista que el hombre -el protagonista del cine- siempre tiene resortes y capacidad para revertir una situación dura o difícil, para decir «no» a un «destino implacable» y rectificar… porque siempre queda algo de humanidad y libertad, y por tanto esperanza.
Muchas gracias a los tres. Julio, interesantes e iluminadoras tus palabras. Pensaré sobre ellas, aunque por de pronto estoy muy de acuerdo con ellas.