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Título Original: Roman Holiday |
SINOPSIS
Una princesa moderna se rebela contra sus reales obligaciones y decide visitar Roma a su aire. Conoce a un periodista americano en busca de una exclusiva, quien finge desconocer su verdadera identidad y cuyo plan fracasa al enamorarse de la joven.
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CRÍTICAS
[Julio R. Chico, La mirada de Ulises]
Un corazón para una princesa del pueblo
Llega el verano y para muchos las vacaciones, sin duda merecidas. ¿Y qué mejor manera de desear a todos unas gozosas vacaciones que hacerlo con “Vacaciones en Roma”?. Una comedia romántica en que William Wyler nos hace disfrutar por las calles de la Ciudad Eterna de la compañía de Audrey Hepburn y de Gregory Peck, una pareja a la altura de sus personajes, de una elegancia y categoría humana que hacen que toda la cinta respire aires nostálgicos y de ensoñación. ¿Quién no va a querer ir en esa Vespa por los alrededores del Coliseo y sentarse en una terraza con Gregory Peck?, ¿quién no disfrutaría en ese movido baile en las proximidades de Sant’Angelo con una pelea sólo equiparable a la de “El hombre tranquilo”?, ¿o quién se va a negar a meter su mano en “la boca de la verdad” para provocar el susto y la risa de una encantadora Audrey?
En su viaje oficial por varias capitales de Europa, la princesa Ann es la nueva Cenicienta que se escapa de su cárcel doméstica, la Alicia que atraviesa el espejo de su estatus para adentrarse en un mundo para ella desconocida. Sin dinero ni obligaciones, sin el corsé de una agenda angustiosa ni sonrisas protocolarias, podrá fumar su primer pitillo o tomarse un gelati como una turista más, podrá contribuir al caos circulatorio de la Urbe, vivir la noche romana con toda la clase e inocencia de su condición, pararse ante los escaparates como hiciera en “Breakfast at Tiffany’s” o enamorarse de un periodista que va a la caza de la exclusiva.
En “Vacaciones en Roma” asistimos con una sonrisa permanente a escenas de lo más simpáticas y amables –algo tienen de estampas costumbristas de Roma–, con unos secundarios asimismo tratados con cariño: el portero que vigila con su escopeta para que no se vaya la enigmática jovencita, el taxista y sus bambinos que le esperan, el galante peluquero que sufre al tener que cortar un pelo tan precioso, la limpiadora del apartamento que también vela por las buenas costumbres, o el obeso frutero que la estampa un beso de felicitación al salir de la comisaría… ¡Qué difícil encontrar tantos buenos personajes que responden a una misma época y mentalidad, y que animan a pensar en la bondad del “pueblo”!
Si hablamos de bondad y buenos sentimientos, de inocencia y rectitud de corazón, sin duda la palma se la llevan la pareja protagonista. La princesa Ann da sus primeros pasos romanos como una niña bien educada pero juguetona, que todas las noches toma su vaso de leche con galletas, que explota con un berrinche ante la tensión del protocolo, y que sueña como una adolescente con esos bailes que ve desde la ventana de su habitación. Las horas de ese “vivir peligrosamente” le enseñarán a asumir las obligaciones de su condición a la vez que entra en contacto real con la gente de la calle, a compaginar el deber de Estado con el amor que llama por primera vez a su alma. Vive un acelerado e intenso proceso de maduración en que cambia su mirada y su corazón, ya preparado en la rueda de prensa final para poder hablar sinceramente de “relaciones personales” y de llegar por ellas a “la hermandad entre las naciones”: ya está en condiciones de ser una buena reina porque se ha convertido en una buena mujer.
Audrey Hepburn es quien obra el milagro con una mirada inocente y candorosa –en el mejor sentido de las palabras–, cualidades que se convierten en su mejor arma para desarmar a quien quiere aprovecharse de ella. Elegante con las joyas de princesa y también en camisón o pijama, hermosa con el pelo largo, corto o la cara sucia, siempre sonriente aunque algunas veces asustada, Audrey aprovecha su fotogenia para mostrar un corazón de oro y un modo de vivir en el que no hay bajezas ni más debilidad que la misma fragilidad e irresponsabilidad juvenil.
A su lado, vemos a un americano en Roma que trata de conseguir la exclusiva de su vida por medios no muy ortodoxos. Lo malo –o lo bueno, habría que decir– es que nuestro corresponsal se enamora… y que el amor no tiene precio, y no se puede vender. Qué sintonía y simpatía se forja entre estos dos corazones necesitados de experiencias humanas y de “un mundo que necesita dulzura y decencia” –según el poema recordado por la princesa adormecida junto a la fuente–, qué compenetración y hondura existe para no tener que explicarse las cosas y decírselo todo con la mirada. La gradual evolución de Joe no es menor que la de Ann, y hasta un hombre maduro y experimentado en las cosas del mundo acaba sucumbiendo a la fuerza del amor. Comicidad con los detectives “secretos” británicos o con el affaire del zapato en la recepción inicial, y emotividad con esa pareja que sale bien remojada pero feliz del Tíber y que luego saborea su amor imposible en el silencio de su dispar habitación.
Entre ellos, asistimos al mayor juego de mentiras y palabras de doble sentido que uno se pueda imaginar. Todo un equilibrio de apariencias y eufemismos es el de Joe con su jefe, el de Ann con Joe y viceversa: un cúmulo de equívocos para un portero que ve cómo su huésped moroso le da un “comprometido” dinero a la jovencita cuando se va de madrugada, para un fotógrafo que con sus “primas” siempre parece estar en fuera de juego aunque también en complicidad, para unos policías que se repliegan ante “el cuarto poder” mientras suenan unas notas de boda –maravillosa escena muda en la comisaría–, para un peluquero que piropea a esa princesa destronada por un día como “la más guapa” atendiendo a su peinado y que le hace sentirse mujer, para unos periodistas que escuchan a Su Alteza hablar de relaciones internacionales cuando en realidad lanza otro mensaje bien distinto a su anónimo “príncipe del pueblo”.
Diálogos precisos y llenos de ironía y elegancia para un gran guión que sabe trenzar pequeñas historias y deseos humanos íntimos, reflejo de los que se alojan en el espectador y que encuentran en la pantalla su particular “placa de los deseos”. Al final, un mosaico de encantadoras mentiras para hacer más amable la vida, “aunque no sea siempre lo que uno quiere” (otro de los mensajes de la cinta). Son muchas las escenas que Wyler deja grabadas en la memoria del espectador, desde esa subida por la escalera de caracol del apartamento o el despertar de una princesa desconcertada hasta la magia de “la boca de la verdad” o la emotiva despedida en que no son necesarias las palabras.
En cualquier caso, una obra maestra para volver a ver una y otra vez, para pasar unas vacaciones en buena compañía: porque la elegancia y la gracia, la inocencia y la honestidad de Ann y Joe, de Audrey y Peck, aseguran que volvamos descansados tras el verano, prestos a seguir cumpliendo con el deber de cada uno y a seguir amando el cine.
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