Título Original: Citizen Kane |
SINOPSIS
Un importante financiero estadounidense, Charles Foster Kane, dueño de una importante cadena de periódicos, de una red de emisoras, de dos sindicatos y de una inimaginable colección de obras de arte, muere en su fabuloso castillo de estilo oriental, Xanadú. La última palabra que pronuncia al expirar es «Rosebud». El país entero y la prensa en general quedan intrigados por saber el significado de esta palabra. Para descubrirlo, un grupo de periodistas se pone a investigar.
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CRÍTICAS
[José María Sánchez Galera, Colaborador de CinemaNet]
El magnate de la prensa ha muerto (Citizen Kane)
Orson Welles desarrolló una de las carreras cinematográficas más interesantes del siglo XX. Sin sus películas, el cine quedaría cojo. Gracias a Welles, podemos disfrutar de una colección de contrapuntos imprescindible. Welles se sentía cómodo encarnando la disidencia, interpretando a personajes complejos, algo antipáticos y algo atractivos; lo tenemos en “El tercer hombre”, “Sed de mal” o “Un hombre para la eternidad”. Uno de sus papeles más reconocidos es Charles Foster Kane, una manera más o menos evidente de referirse a William Randolf Hearst.
Comparar “Ciudadano Kane” (1941) con la biografía de Hearst es como comparar un documento original y su fotocopia. Para más mérito, la película de Welles se estrenó mientras Hearst seguía vivo. Y Charles Foster Kane aparece como un hombre desmesuradamente rico, desatado, sin escrúpulos, demagogo; al tiempo que luchador, constante, leal… y, como decimos ahora, sensible a los problemas sociales.
Pocas películas han mostrado de manera tan clara y tan universal cómo funciona el cóctel de dinero, política y prensa. Los grandes conglomerados de la comunicación de masas (periódicos, radios, televisiones, cine, etc) acaban convirtiéndose en poderes omnímodos, terriblemente antidemocráticos y deliberadamente entregados a sus propios intereses mercantiles y políticos. Kane es el arquetipo de otros muchos apellidos que no hace falta recordar, porque los tenemos muy conocidos. Los Kane se creen por encima de la ley, y no están encorsetados en un país determinado ni en una ideología específica. Los Kane se edifican una torre de marfil –y la bautizan con el nombre de Xanadú, por ejemplo– desde la que, aislados del mundo y enajenados, pretenden sojuzgar a los mortales.
Se han otorgado una capa de legitimidad y superioridad moral de la que están convencidos hasta las trancas. La película de Welles contiene un buen número de escenas sorprendentes por su viveza y su descaro. Kane contrata a todo el plantel de redactores del periódico de la competencia, se inventa noticias para provocar una guerra, se casa con una sobrina del presidente de los Estados Unidos, construye un teatro de ópera para su insufrible amante.
La amplitud del relato que pretende contar Welles no es fácil de manejar. De hecho, uno de los problemas de “Ciudadano Kane” es su guión. Welles mezcla ritmos demasiado diferentes dentro de la película. Combina estilos y formatos que pueden resultar pesados para el espectador. Sin embargo, hay varios detalles geniales y maravillosos, como la música de Bernard Herrmann, la fotografía y el montaje, que contrarrestan sus defectos y la convierten en una de las obras maestras indiscutibles. Además, la influencia del cine alemán de los años 20 añade un encanto especial a “Ciudadano Kane”.
La película ha necesitado de varios años, como el coñac o el whisky, para entenderse mejor. Y es que, por supuesto, no podemos obviar que los Kane mueren sin que casi nadie les llore, porque sus vidas son capaces de inspirar poco más que reverencia, odio o temor. Con su último aliento, los Kane pronuncian un “¡Ay!” o un “mea culpa!” ininteligible: “Rosebud”.
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