[Guillermo Callejo – Equipo de Cinemanet]
Una película como Arde Mississipi es de todo menos imparcial. No puede serlo la forma en que los agentes Anderson (Gene Hackman) y Ward (Willem Dafoe) se enfrentan al racismo asesino de un pueblo sureño de Estados Unidos, donde los crímenes salvajes, los incendios y los insultos se multiplican y se muestran ante las cámaras con pavorosa verosimilitud.
En ese guión subyace, de principio a fin, una denuncia incuestionable y demoledora de los comportamientos del Ku Kux Klan, por muy encubiertos o tradicionalmente admitidos que estén. Así lo advierte el espectador, tenga la sutileza o sensibilidad que tenga. ¿Por qué? Porque el director, el guionista, los actores y un grupo considerable de personas se han propuesto convencernos de una tesis y de que tienen razón. Buscan, mediante el impacto narrativo y visual, sacudir nuestras inteligencias y nuestros corazones. En una palabra, nos apelan.
He hablado de estas cuestiones con anterioridad, pero nunca creo excederme al repetirlas con ejemplos y palabras nuevas. El cine, ante todo, entretiene (¡vaya si lo hace!), pero también educa, forma, alecciona. Y mucho. Oímos con tanta frecuencia que el cine tiene un alto poder persuasivo que, por hartazgo, rechinamos al oírlo de nuevo. Pero todo cliché suele encerrar una porción de verdad.
Pensemos en Wall Street (criticada aquí por Cinemanet), uno de los grandes éxitos de finales de los ochenta que -con razón- catapultó a Michael Douglas hasta el Oscar y el Globo de Oro e hizo reflexionar a medio mundo sobre el papel de los inversores y brokers en la sociedad contemporánea. Creo que Oliver Stone sabía muy bien lo que hacía al dibujar un personaje tan atractivo como el de Gordon Gekko: quería que durante los primeros minutos todos compartiéramos con Bud Fox (Charlie Sheen) la admiración hacia el gurú multimillonario.
Pero luego, conforme avanza el metraje de la película y nos vamos acostumbrando al ritmo y a las argucias protagonizadas por los comandantes de las altas esferas bursátiles, el encanto desaparece. La crítica de Oliver Stone emerge entonces con una merecida implacabilidad. Viene a decirnos, en una palabra, que no es oro todo lo que reluce y que el dinero y la ambición ciegan a muchas cabezas actuales.
El tema del apartheid ha sido también objeto de muchos ataques cinematográficos a lo largo de los años. Pensemos en Gandhi, de Attenborough, en Amistad, de Spielberg, o en la menos conocida La fuerza de uno, de John G. Avildsen (director, nada más y nada menos, que de Rocky, quién lo diría). O, por no retrotraernos a una época tan lejana, vayamos a un par de producciones bélicas norteamericanas recientes: En tierra hostil (criticada aquí por Cinemanet, y aquí por Scenas) y Green Zone. Cada una de ellas tiene su punto de vista particular de la guerra de Irak, desde luego, pero ambas coinciden al presentar el escenario cotidiano de los soldados estadounidenses como algo salvaje y deshumanizador.
Por supuesto, no siempre se busca el impacto mediante la crítica. De hecho, me atrevería a señalar que son las propuestas optimistas las que más conmueven y alientan a la raza humana. Invictus, sin ir más lejos (criticada aquí por Cinemanet) que nos traslada al problema del racismo más actual, deja no obstante un buen sabor de boca porque lanza un mensaje comedido de esperanza, sin por ello dejar de exponer los problemas con el rigor y el dramatismo que merecen. Algo análogo ocurre con The blind side, Una historia del Bronx o Titanes.
En otro artículo me gustaría abordar otro puñado de películas que remueven y que, sin embargo, no parecen dejar claro una ideadefinida sobre el propósito intelectual del guión. Largometrajes, en fin, ambiguos en muchos sentidos y que no concluyen el debate surgido en la historia que desarrollan, como si ni director ni guionista se atrevieran a lanzar una propuesta definitiva por temor a equivocarse. O como si supieran que algo está mal pero no quisieran condenarlo del todo. Avanzo dos títulos, lejanos en el tiempo: El secreto de sus ojos y La muerte tenía un precio.