[Guillermo Callejo. Colaborador de Cinemanet]
Hemos oído miles de veces cuánta importancia tiene un buen guión para el éxito de una película. Aunque no tantas veces reconocemos la validez de esa frase. Así es él: ignorado por aquellos espectadores que buscan un simple refugio donde entretenerse, valorado por los aficionados al séptimo arte y ensalzado por los verdaderos expertos. Pero el hecho incuestionable es que toda película excelente, o serie, o corto, esconde un guión igualmente excelente.
Que conste que no soy un gran conocedor de los entresijos del cine. Ni siquiera he estudiado en una escuela especializada. De todas formas, sospecho que sin unos cimientos sólidos resulta imposible construir una catedral. De ahí la importancia del guión, porque está en el germen de cualquier película o de cualquier corto. Más aún, intuyo que no basta con crearlo y olvidarse de él en cuanto los actores se han aprendido sus papeles, sino que continúa vivo durante todo el largo proceso de la producción cinematográfica.
En una palabra, quien desprecia el guión no tiene ni idea de cine. O dicho en positivo: dar con un buen guión, con una historia bien urdida y sustentada en un planteamiento riguroso, es el camino necesario que cualquier obra debe recorrer para ser debatida y recordada más adelante. No se me ocurre cómo rendir mejor tributo al guión que ilustrándolo con un puñado de ejemplos claros y contundentes, que enumero y explico a continuación.
Doce hombres sin piedad (1957) brilla con luz propia. Noventa minutos, una sola habitación como escenario -dos, como mucho, si contamos la sala del juicio- y doce personajes de gran solidez narrativa bastan para urdir un largometraje sensacional. Se lo deben, eso sí, a un guión portentoso que se limita a presentarnos la deliberación final de un jurado popular ante el caso de un asesinato. Gracias a dicho guión, los protagonistas resultan creíbles, al igual que sus razonamientos, su dialéctica y su ingenio. No conozco ni una sola persona que se haya sentido decepcionada con esta película. Es cierto que se perciben aires teatrales en el relato, y que la forma de contárnoslo podría antojarse un tanto estática, pero a la postre los estupendos protagonistas resuelven el lúcido guión -inolvidable «duda razonable»- con pavorosa eficacia. Henry Fonda, por supuesto, se lleva la palma. Y la fotografía del antológico Boris Kaufman logra generar esa atmósfera absorbente y llena de intensidad que, sirviéndose de los peculiares ángulos faciales que Lumet filma con la cámara, termina provocándonos, deliberadamente, sensaciones claustrofóbicas.
Así de maravilloso es el cine. Otro de esos diamantes en bruto en lo que se refiere al guión, elegante y único, y que todavía perdura en el tiempo, tiene el sello del insuperable Alfred Hitchcock: Atrapa a un ladrón (1955). Filmaffinity anota una acertada sinopsis: «Cary Grant interpreta a John Robie, un ladrón de joyas reformado una vez conocido como «El Gato». Robie es el principal sospechoso de una nueva serie de robos de piedras preciosas en los más lujosos hoteles de la Riviera francesa, por lo que ha de limpiar su nombre. Cuando conoce a la caprichosa heredera Frances (Grace Kelly), ve la oportunidad de desenmascarar al misterioso ladrón utilizando las fabulosas joyas de su madre.
«Eran otros tiempos», dirán algunos. «La acción no cobraba tanto protagonismo como ahora», objetarán otros. Y qué. No importa las justificaciones que se arguyan para explicar por qué hoy escasean obras de este calibre. Quizá la única verdaderamente valiosa o digna de mención sea la que afirma que hoy en día no se reúnen así como así tres portentos del cine como Hitchcock, Grant y Kelly. Quizá. Aunque cada generación tiene sus genios, en mi opinión. En cualquier caso, el espléndido guión de J. M. Hayes, adaptación de la novela de David Dodge, también juega un papel fundamental para que ese trío funcione.
Si avanzamos varios años en la historia del cine, dejando esas viejas glorias que a algunos puede causar rechazo, nos encontramos con otro ejemplo que muestra a la perfección la necesidad de que Hollywood cuente con guiones consistentes, sea la época que sea. Se trata de Frenético (1988), dirigida por el Roman Polanski -y, de paso, escrita junto con el difunto Gérard Brarch.
Menudo guión se marcan estos dos franceses. Es de esos que no compensa sintetizar o resumir antes de ver la película. Y no sólo por el riesgo de destripar el final, sino por el peligro de desvirtuar su esencia eminentemente dramática. La interpretación de Harrison Ford resulta muy, muy certera, y se acopla a la perfección al ritmo narrativo. Él solito carga con el peso de la historia y nos conduce con gran arte, pasito a pasito, hasta el anhelado desenlace. Detrás de las peripecias de Ford y su acompañante, incluso, se adivina una rotunda crítica a las burocracias contemporáneas. Por favor, véanla, tanto si lo han hecho como si no. Ah, música de Ennio Morricone.
Por último, vayamos a otra joya todavía más reciente: Mystic River (2003), la película que, a mi entender, rescató en su momento a Clint Eastwood del olvido. Y digo «en su momento» porque a partir de entonces su carrera como director no ha sufrido el más mínimo retroceso, como si lo sacara para siempre de su letargo.
Jimmy, Sean y Dave son tres niños traviesos e inocentes como tantos otros. La película abre su telón el día en que un hombre que se hace pasar por policía se lleva a Dave. A partir de aquel día todo cambiaría para el muchacho. Y los sucesos se precipitan veinticinco años después, cuando un crimen vuelva a acercar a los antiguos compañeros.
Creo que la palabra «intenso» se ajusta con tino a la hora de calificar el guión de esta producción emblemática e inolvidable. En ella se dibujan varios retratos de la condición humana con tal viveza que, sencillamente, no tienen parangón. Más allá del sereno ritmo que acompaña a la narración, más allá de la intriga acuciante que destila el nudo de la historia, más allá de unas interpretaciones formalmente excepcionales (¡todos!: Sean Penn, Tim Robbins, Kevin Bacon, Laurence Fishburne, Marcia Gay Harden…), más allá de una composición técnica ejemplar… Lo que aquí atrapa al espectador es la pasión escondida y auténtica que hay en cada uno de los personajes. Cuestiones en apariencia abstractas y lejanas como el dolor, la culpa, la amistad o la esperanza cobran aquí una expresividad que asusta. De nuevo, gracias al guión.
Un análisis genial, Guillermo. El qué y el cómo. Genial.
Gracias, Marta!! Con lectores así de atentos y agradecidos hay que exigirse 🙂