Drama revestido de comedia en la que una pintoresca actriz aparentemente en las antípodas del personaje al que aspira escarba, maneja, agita y restriega al adaptador de la obra unas bajas y hondas pasiones que él sólo es capaz de exteriorizar parapetado tras el escudo de la literatura. Con dos únicos intérpretes y una atmósfera intimista, el buen arranque pierde fuelle a medida que gana vulgaridad, lo que priva a la película de un sello mayor de permanencia en el recuerdo del espectador. Con todo, una película difícil e incómoda, decididamente minoritaria, pero con elementos de interés.
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ESTRENO Título original: La Vénus à la fourrure. |
SINOPSIS
En un teatro parisino, después de un duro día de audiciones para el papel del nuevo proyecto, Thomas se lamenta al teléfono por el poco empeño e interés que han mostrado los candidatos que se han presentado. Nadie tiene el nivel necesario para asumir el liderazgo del reparto y Thomas se está preparando para salir cuando aparece Vanda, un torbellino de energía desenfrenada y descarada.
Vanda tiene todo lo que odia Thomas. Es vulgar, sin cerebro y no se detendrá ante nada hasta conseguir el papel. Thomas le da una oportunidad para mostrar su talento y Vanda le sorprende con una increíble metamorfosis. Provista de accesorios y disfraces, entiende a la perfección el personaje y ha memorizado cada línea del guión. Mientras la prueba se alarga, la intensidad entre ellos se incrementa y la atracción se convierte en una obsesión para el joven.
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CRÍTICAS
[Mª Ángeles Almacellas – CinemaNet]
Un atardecer lluvioso en París. Un teatro vacío. Thomas Novachek, solo y malhumorado después de un duro día de audiciones para el papel de protagonista de su nuevo proyecto. Habla por teléfono con su novia y se lamenta del escaso nivel de las candidatas que se han presentado. Cuando está a punto de salir, inopinadamente, aparece Vanda Jordan, una aspirante que llega con retraso. Es una mujer chabacana, descarada, inculta, que le produce a Thomas un verdadero rechazo. Sin embargo, y casi por casualidad, le da su oportunidad.
Vanda, que se llama como la protagonista de la obra (Wanda von Dunajew), súbitamente se transforma de mujer burda y grosera en refinada aristócrata del siglo XVIII. Ante la gran sorpresa de Thomas, la misteriosa joven demuestra que conoce perfectamente la obra, hasta el punto de haber encontrado en ella rasgos que el mismo autor desconocía. Thomas se queda estupefacto porque está dando vida al personaje tal como él lo tiene en su imaginación.
A partir de ese momento da comienzo una especie de duelo teatral/cinematográfico entre ambos, la candidata y el autor (“más exactamente adaptador”, como se repite reiteradamente). Sobre el desvencijado escenario, que conserva el resto de los decorados de “La diligencia”, (obra inspirada en el film de John Ford y cuya protagonista, la hermosa Dallas, era también una mujer licenciosa), se levanta un símbolo fálico que anuncia que se trata de un juego psicosexual.
Los personajes se mueven en tres planos, con los límites difuminados entre ellos: 1) autor (Thomas) frente a personaje creado (Severin); 2) actor (Thomas y Vanda) frente a personaje en escena (Severin y Wanda); 3) personas reales (Vanda y Thomas). Cada uno de ellos es “ambivalente” y “ambiguo”, como dicen una y otra vez. ¿Cuánto tiene del autor el personaje de ficción? ¿O, tal vez, el ser creado es más real que su creador? ¿Quién está en escena, Severin o Thomas? (De hecho, a partir de un cierto momento, Wanda dejará de llamarle Severin y siempre utilizará el nombre de Thomas). ¿Es Vanda, Wanda o la diosa Afrodita? Por otra parte, los papeles llegan a invertirse (porque son “ambivalentes” y “ambiguos”) y Thomas acaba convirtiéndose en una patética Wanda.
La confrontación entre ambos, Thomas-Severin y Vanda-Wanda, constituye una relación cambiante de dominador-dominado, entre el desprecio y la atracción sexual. Pasiones que surgen del inconsciente dan pie a una manipulación con tintes eróticos, rozando la locura.
Emmanuelle Seigneur (esposa de Polanski) está espléndida en sus súbitos cambios de registro, muy bien secundada por Mathieu Amalric (que, curiosamente, presenta un cierto parecido físico con el director de la película). Dos solos actores en un escenario único, el teatro, con dos breves planos exteriores (entrada y salida) de un París elegante, triste y lluvioso. El resultado final es una película típicamente polanskiana, con temas que son habituales al cineasta –travestismo, humor, manipulación, erotismo, espacios claustrofóbicos, visos de locura...–, que resulta inquietante y algo sórdida, pero también inteligente, amena y hasta divertida.
[Jerónimo José Martín – COPE]
“El Todopoderoso le sacudió… / Y le entregó a manos de una Mujer…”. Tras este inquietante rótulo, una airosa cámara en etéreo plano subjetivo sobrevuela las mojadas calles parisinas hasta las puertas de un viejo teatro. Dentro de él, Thomas Novachek (Mathieu Amalric) acaba de finalizar un agotador e infructuoso día de audiciones para seleccionar a la protagonista de su nuevo proyecto: “La Venus de las pieles”, adaptación de la homónima novela erótica (1870) del austríaco Leopold von Sacher-Masoch (1836-1895), cuyas obras dieron pie al término “masoquismo”. Tras lamentarse al teléfono por el poco empeño e interés que han mostrado las candidatas al papel, se dispone a volver a su casa. Pero entonces irrumpe en la sala Vanda (Emmanuelle Seigner), un torbellino de energía descarada y desenfrenada. Vanda tiene todo lo que odia Thomas: es vulgar, sin cerebro y no se detendrá ante nada hasta conseguir el papel. Pero el hombre le da una oportunidad, y Vanda le sorprende con una increíble metamorfosis. Provista de accesorios y disfraces, entiende a la perfección el personaje, y ha memorizado cada línea del guión. Mientras la prueba se alarga, la intensidad entre ellos se incrementa y la atracción se convierte en obsesión.
En “La muerte y la doncella” y “Un dios salvaje”, el veterano cineasta parisino Roman Polanski (“El cuchillo en el agua”, “Repulsión”, “Chinatown”, “Tess”, “El pianista”, “Oliver Twist”) ya demostró sus cualidades para llevar al cine obras teatrales con fuertes aristas dramáticas. Ahora confirma ese talento en “La Venus de las pieles”, basada en la obra del dramaturgo estadounidense David Ives, con el que ha escrito el guión. Narrativamente, la película es un portentoso ejercicio de estilo, que exprime al máximo el escenario casi único del teatro, del que sólo sale en los planos en exteriores de entrada y salida, ambos espléndidos. También exprime Polanski a sus dos únicos actores, Mathieu Amalric y Emmanuelle Seigner, que se meten magistralmente en la piel de sus personajes, inicialmente antagónicos, pero que aprenden a compartir su tristeza y desconcierto a golpe de las violentas escenas que deben ensayar dentro del inapropiado decorado de un musical inspirado en “La diligencia”, de John Ford. Mientras tanto, la agresiva fotografía de Pawel Edelman y la chocante partitura de Alexandre Desplat subrayan muy bien el tour de force de los actores, siempre en la frontera entre la realidad y la ficción, entre el pasado y el presente, al estilo de la magistral “Vania en la calle 42”, de Louis Malle, o de la sobresaliente “En lo más crudo del crudo invierno”, de Kenneth Branagh.
A pesar de la sordidez de los temas que trata, la película mantiene una cierta elegancia hasta su recta final, en la que Polanski rompe el tono y se deja llevar por un facilón exhibicionismo sexual, no demasiado morboso, pero criticable. También es discutible todo el fondo de la trama, marcado por esa fascinación por lo perverso y malsano, tan característica del director de origen polaco, que aquí le lleva a navegar entre una crítica certera al hedonismo extremado —por lo que supone de cosificación de las personas y de establecimiento de crueles relaciones de dominio entre ellas—, y una cierta complacencia, de raíz individualista, hacia el masoquismo como opción sexual y vital. Más sustanciales resultan sus reflexiones sobre el arduo y a menudo doloroso proceso de la creación artística, entre las que incluye algún que otro comentario mordaz sobre el psicoanálisis. En fin, una película difícil e incómoda, decididamente minoritaria, pero con elementos de interés.
[Enrique Almaraz, Colaborador de CinemaNet]
Cómodo en argumentos atezados, infrecuentes y que hurgan en la naturaleza y el alma humanas, Roman Polanski basa su nuevo trabajo en la obra “Venus in Fur” de David Ives. Versa sobre un adaptador teatral que, en plena búsqueda de la actriz idónea, se topa con una curiosa y estrambótica mujer, a priori la antítesis de cualquier requisito mínimo, y resulta la misteriosa presencia de mejor comprensión hacia el texto y su propia y calenturienta psicología.
El arranque es muy prometedor e imaginativo, pues con la sencillez escénica, pocos medios y el peso puro y duro del guión llevado por dos buenos intérpretes (Emmanuelle Seigner y Mathieu Amalric) consigue divertir y enganchar. Agua y aceite, caracteres opuestos. Ella, esposa del director en la vida real, despliega de manera fabulosa su potencial en una actuación de extremos y esquiva el peligro del ridículo y la caricatura, lo cual dice mucho de su buen hacer. Él, cuyo alusivo peinado lo convierte en un sosias de Polanski, arranca casi empatado con su replicante pero acaba perdiendo terreno con el paso de los minutos. La preocupación de Thomas por dar con la actriz adecuada es la excusa para dar rienda suelta, en el escenario y a través de otros, a su masoquismo reprimido. La película, en su conjunto, mezcla realidad, ficción e imaginación y pasa de una a la otra con facilidad, fluida unas veces y ligeramente inducida otras, dándose en el último caso algún que otro recurso demasiado evidente, aun reconociendo su valor simbólico. Dos únicos intérpretes, un teatro polvoriento, decorados en proceso de retirada, poca iluminación dentro y tormenta fuera. No necesita más para crear la atmósfera adecuada.
La acción se desinfla a medida que pierde humor y suma morbo. La categoría del revestimiento desciende prácticamente de golpe, bajando más enteros de los necesarios, tal vez también para emitir también una crítica al, muchas veces, autocomplaciente mundo de la cultura. De esta forma perjudica la muy buena y ocurrente primera mitad del metraje y la dificultad de mantener —como sucede en su completitud— el pulso narrativo con únicamente dos personajes y un teléfono, o dos de cuando en cuando. Si a la postre la intención era poner a Thomas frente al espejo, cara a cara consigo mismo, con su obra —o adaptación, dicho sea como eufemismo— y con el juicio de su inspiración —conceptos bien homogeneizados todos ellos— para darle un buen pescozón, le sobra cierta parafernalia irregular, ‘bizarre’ —al ser un ‘faux-ami’, úsese la traducción correcta— y ligeramente pretenciosa, pese a su filmación clara y directa en líneas generales. Por esta razón, termina resultando vacía, escasa, carente de un verdadero sello de permanencia que la viveza inicial parecía deparar. Y por ello, vista hoy, cabe preguntarse cómo habría resultado entre diez y veinte años atrás, con las mismas esencia y protagonista femenina —por descontado—, degradaciones lingüísticas adaptadas —mayor desafío, quizá menos cómico por el contraste mayúsculo que el presente permite, pero a la misma altura como estímulo— y ciertas variaciones textuales y, en consecuencia, visuales que el talento de Polanski puede dar de sí. Otro planteamiento, otra inercia. Desgraciadamente, el interrogante quedará sin respuesta.
[Sergi Grau – Colaborador de CinemaNet]
Las materias interiores
Pongámonos en antecedentes. Escrita por el austríaco Leopold von Sacher-Masoch en 1870, y probablemente la más conocida de sus obras, “La Venus de las pieles” (“Venus im Pelz”) forma parte de una ambiciosa e inconclusa saga, “El legado de Caín”, que debía dividirse en seis libros, de diversas temáticas —el amor, la propiedad, el estado, la guerra, el trabajo y la muerte—, que a su vez debían subdividirse en otras tantas partes o relatos, siendo “La Venus de las pieles” el quinto de esos relatos pertenecientes al libro dedicado al amor. De inspiración al parecer en parte autobiográfica, y con ecos de “La comedia humana” de Balzac, el relato se ocupa de la relación que se establece entre un hombre y una mujer, Severin von Kusiemski y Wanda von Dunajew, el primero que exige de ella que le trate como su esclavo, a lo que Wanda, enamorada, accede con reservas. Con semejante premisa, a la que se suman detalles fetichistas como la vestimenta de cuero o piel asociada a la dominación e incluso la firma de un contrato de sumisión, uno empieza a comprender por qué Masoch, a través de esta obra, ha originado el concepto de masoquismo, cuyas acepciones en el Diccionario de la RAE son “1. Perversión sexual de quien goza con verse humillado o maltratado por otra persona / 2. Cualquier otra complacencia en sentirse maltratado o humillado.”.
La versión de Polanski, empero, no es una adaptación pura de aquel texto, sino, en propiedad, una vuelta de tuerca que toma como punto de partida la obra teatral escrita sobre aquel sustrato literario por el prestigiado dramaturgo neoyorquino David Ives (estrenada en Broadway en 2011), que tiene lugar en una sala de ensayos —un escenario— teatral, donde, tras un día de audiciones de actrices para la obra que va a presentar, el dramaturgo (que también ha asumido el casting), Thomas (Mathieu Amalric en la película) conoce a Vanda (Emanuelle Seigner), una mujer de apariencia vulgar y atolondrada, que, sin embargo, deja anonadado a Thomas cuando empieza la prueba por su capacidad de transformación y por lo bien interiorizado y memorizado que tiene el guión. Podemos hasta aquí decir que Polanski adapta, pues, a Ives, en una operación derivativa. Cierto, y de hecho Ives participa en la confección del libreto. Pero la obra de Polanski riza el rizo: si la de Ives era, digamos, teatro dentro del teatro, aquí la rosca nos lleva a cine sobre teatro dentro del teatro. Operación atractiva ya de partida, y que Polanski convierte en un experimento percutante, sensual, pero también implacable, y muy brillante en su edificación formal.
Nos hallamos ante un relato tan minimalista en sus definiciones (unidad de acto y escenario, dos únicos intérpretes) como trufado de infinidad de aristas que se sobreponen en un denso tapete narrativo y metanarrativo. La superficie a pulir es el texto sobre el que Thomas, como adaptador de Masoch, trabaja. Éste y la aspirante a intérprete femenina funden la interpretación más desnuda (ese escenario hurtado de una obra anterior —¡un musical western!—, esas luces que la propia actriz modula, los atuendos de ocasión de una e improvisados del otro, que se convierte asimismo en intérprete para darle la réplica) del sustrato de partida con una reflexión aguda, profunda, inteligente sobre las premisas sexistas que lo sostienen, reflexión que tiene lugar merced del enfrentamiento dialéctico entre los dos personajes sobre el texto y las elecciones de adaptación que Thomas ha llevado a cabo. Y esa dialéctica o confusión entre impresión teatral del texto y reflexión sobre el mismo implica ‘per se’ otra reflexión sobre el proceso creativo, a la que Polanski, con la total complicidad de los dos actores, presta especial atención para edificar un sinuoso y correoso juego en el que se confunden los impulsos y sentimientos puestos en solfa en el relato con aquéllos asumidos por sus intérpretes (el adaptador y la actriz, el primero que también interpreta y la segunda que también adapta), edificación sostenida en una cada vez más intuida relación del artista con su musa, y que en una última instancia esporará en un planteamiento paroxístico y genial, en el que la que la propia creación despoja al artista de todo parapeto y termina devorándolo (de lo que deja constancia la marciana secuencia final, que en la enésima ocurrencia de juego de espejos que propone el relato, alcanza como solución una visión de esa venus de las pieles aludida en el título y que correspondería con el inicio de la novela de Masoch y prólogo inicialmente excluido por Thomas y después rescatado por aportación de Vanda, en el que Severine mantiene un encuentro onírico con la misma Venus, cubierta de pieles, posiblemente inspirada por un cuadro de Tiziano colgado en su despacho).
La cámara de Polanski derriba la cuarta pared y parece divertirse desmenuzando con el lenguaje fílmico —la ubicación de la cámara, las composiciones y juegos de detalle o los movimientos de los actores en el espacio escénico— las idas y venidas del careo dramático en lo que se erige como una especie de digresión sobre la vida interna de una puesta en escena. El resultado, amén de eléctrico y tan pletórico de intenciones como el propio texto que ilustra, nos aproxima a latitudes proverbialmente ‘polanskianas’, una temperatura dramática rara, perturbadora, que nos retrotrae a muchos espacios bien conocidos del realizador. La asociación fácil a inferir es que las tesis esquinadas, obtusas sobre el comportamiento sexual y la relación entre hombres y mujeres de la que habla Masoch encaja a la perfección en el turbulento imaginario cinematográfico de Polanski. Algo por un lado obvio, por el propio peso del interés del cineasta en el proyecto (si bien sus circunstancias personales también tienen que ver con la oportunidad/necesidad de asumir una obra de presupuestos minimalistas). Y, por el otro, aseveración cierta pero que acaso se queda corta. Quizá conviene, o más bien Polanski merece, que desglosemos las razones por las que hacer bueno ese interés en el material de partida.
Apenas retroceder a la película previa del cineasta, “Un Dios salvaje” (2011), hallamos un relato de semejantes características, unidad de tiempo y escenario (cerrado), en el que dos parejas revelaban los trapos sucios subyacentes bajo una apariencia civilizada. Pero el filme que nos ocupa también podría ser pariente, por semejantes razones, de otro que hallamos en el otro extremo filmográfico del autor, la formidable “El cuchillo en el agua” (1962), donde era un trío en discordia quienes se quedaban aislados —en aquel caso en un velero— con sus neuras e inquietudes sexuales, material que también servía a Polanski y su guionista Jerzy Skolimowski para extraer potentes alegorías, en aquel caso socioculturales. De hecho, idénticos asideros narrativos sostenían títulos como “Callejón sin salida” (1966), “El quimérico inquilino” (1976) o “La muerte y la doncella” (1994); pero en otras donde el enunciado no era tan radical, Polanski también incidía con suma avidez expresiva sobre el efecto alienante, catárquico, del aislamiento. Desde bien diversos paradigmas o hasta patrones genéricos, filmes como “Repulsión” (1967); “La semilla del diablo” (1968); “Tess” (1979); “Frenético” (1988); “El pianista” (2001) o incluso “El escritor” (2010) nos ejemplifican el precioso valor de la mirada de Polanski para incidir a toda profundidad y lucidez pareja a la valentía en las materias interiores humanas. “La Venus de las pieles” prosigue consecuente y contundentemente esta exploración, en un viaje que lo es de ida y vuelta —esos movimientos de cámara que se introducen en el teatro al inicio y lo abandonan al final— pero no por ello menos irreversible en las consecuencias dramáticas. Esos movimientos de cámara y la partitura de ominoso ‘burlesque’ de Alexandre Desplat que los acompaña, esa invitación de fachada vitriólica que se atreverá a desnudar hasta el hueso las pulsiones humanas, se erige en un ejemplo perfecto de la clase de mirada y perspectiva que hace de Polanski uno de los grandes maestros en activo.
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