A FONDO
[Sergi Grau. Colaborador de CinemaNet]
EL SIGLO XX A TRAVÉS DEL CINE
3. FRANK CAPRA
Película: ¡Qué bello es vivir!
Temática: Los años de la Gran Depresión
“La aspiración democrática no es una simple fase
reciente de la historia humana. Es la historia humana.”
Franklin Delano Roosevelt
Probablemente nos hallamos ante la “más celebérrima” de las obras de Frank Capra (1897-1991), director de origen italiano cuyas deliciosas películas arraigaron con fuerza entre el público durante los años treinta, cuarenta y hasta mediados de los cincuenta del siglo pasado. Quizá en su corpus filmográfico hallemos principalmente comedias, como Sucedió una noche (1934), ¡Vive como quieras! (1938), Arsénico por compasión (1944) o Un gángster para un milagro (1961), o dramas de fachada amable, como el filme que nos ocupa (1945), Caballero sin espada (1939) o Juan Nadie (1941), si bien también realizó ambiciosas obras de acento exótico y aventurero (como la inolvidable Horizontes perdidos (1937)) y participó activamente, junto con otros destacados directores de su generación –caso de John Ford– en crónicas y documentales propagandísticos filmados bajo la supervisión del gobierno norteamericano durante la Segunda Guerra Mundial (la serie Why We Fight (1941-1945)).
Su impronta artística, incontestable, a menudo viene asociada en las crónicas con un elemento de connotaciones ideológicas marcado por la coyuntura económico-social de los años de la Depression que siguieron al crack bursátil de 1929. Hablo de las tesis del llamado optimismo crítico, en sintonía con los programas del New Deal promovidos por el presidente Franklin Delano Roosevelt para combatir los severos estragos que la depresión económica había causado entre la población civil (y consistentes básicamente en estimular el gasto público mediante inversión en infraestructura). La espiritualidad de dichas tesis puede rastrearse en efecto en muchas de las películas citadas y otras que me he dejado en el tintero, aunque quizá su fundamento humanista –filiación superior a la coyuntural o política enunciada, y que sin duda atraviesa la completa filmografía de Capra- pocas veces fue postulado con tanta contundencia como la demostrada en esta emotiva y cinematográficamente portentosa fábula navideña que nos habla del sacrificio y la recompensa de George Bailey, “el hombre más rico de la ciudad”, según se le describe en el último jalón de la película.
Todo es categórico en ¡Qué bello es vivir!, ya desde su título. En ella, un ángel (de segunda clase: está en proceso de ganarse sus alas) acude a la Tierra a salvar la vida de George Bailey (James Stewart) cuando éste, hijo de un modesto empresario de empréstitos que ha sacrificado todos sus sueños y deseos para servir a la comunidad a la que pertenece, en un golpe de mala fortuna se ve acuciado por todo tipo de deudas y decide suicidarse. El ángel, el entrañable Clarence (Henry Travers), le propone algo inaudito: poder ver qué hubiera sido de esa comunidad, el pueblo de Bedford Falls y sus habitantes, si George nunca hubiera existido. A poco de pensarlo podemos constatar que semejantes premisas argumentales (escritas por el propio Capra, en colaboración con Frances Goodrich y Albert Hackett, según un relato de Phillip Van Doren Stern) actúan como reflejo especular, por la vía de la oposición, de los dilemas que se le planteaban al huraño Sr. Scrooge en el más famoso de los cuentos de Navidad que escribió Charles Dickens (y, tirando un poco más de la cuerda de la asociación, no cuesta ver en el personaje del Sr. Potter, el ruin empresario encarnado por Lionel Barrymore, y que en el filme personifica el despiadado curso de los acontecimientos económicos y la senda perniciosa del capitalismo llevado a las últimas consecuencias, un sosías del propio Scrooge… por supuesto aún pendiente de su catarsis espiritual).
Contra las tesis de aquéllos que en los últimos años han atacado la película por considerar su discurso blando, ramplón y desfasado, debe decirse que la película, a pesar de estar planteada como una comedia amable, de apariencia bienintencionada, no escurre en ningún momento el sentido trágico de lo que narra. Con esa precisión descriptiva-asociativa característica de los buenos guiones del cine clásico, y mediante el no menos proverbial sentido de la concisión y la convicción propios de la narrativa de Capra, el filme desgrana a fondo la vida de George Bailey a través tanto de los acontecimientos cruciales que marcan su devenir cuanto de su relación con diversos personajes con los que establece alianzas marcadas únicamente por el amor y el sacrificio. George quiso vivir una vida bien distinta a la que le ha tocado, pues en su corazón habita una nobleza que le impide darle la espalda a los problemas ajenos, que, por supuesto, no sólo nunca terminan, sino que se agravan con el azote de los tiempos difíciles. George padece constantemente en sus carnes los gravámenes de su bondad: pierde la funcionalidad de un oído cuando salva a su hermano pequeño de un accidente en trineo; para salvar la vieja empresa de empréstitos de las garras de Potter, se ve obligado a mitigar una vez tras otra sus enormes ansias de trascender, de viajar, de llevar la megalomanía de sus ilusiones a la realidad, peaje que se ve subrayado cuando sus compañeros de generación –y su propio hermano- logran significarse en ámbitos como el empresarial o el militar. El sentimiento de reclusión y de frustración se va acumulando en el fuero interno del héroe, de George, y la película no escatima detalles para dejar patente al espectador ese infortunio, esa sensación de auténtica condena.
Por ello tiene sentido que el corazón y el alma de George se resientan de la enésima envestida del destino, y que así pretenda acabar con su existencia, finalmente harto de una vida de sacrificios que no le ha reportado ningún rédito en lo personal. Y cuando en el -literalmente- mágico clímax del filme Clarence permite a George descubrir lo que hubiera sido de Bedford Falls si él no hubiera existido, Capra materializa visualmente la caída de toda la comunidad en las brasas del poder y el capitalismo despiadado, para llevar así al extremo la ilustración de la caridad cristiana, dándole sentido al sacrificio, a la bondad, a la honestidad del corazón y –en uno de los desenlaces más emocionantes de la Historia del Cine- al altruismo (que no es otra cosa que asociar la propia felicidad a la de los demás) como única clave para asumir la plenitud individual. Démonos cuenta, pues, que Capra no defiende la opción cristiana desde el punto de vista de la salvación, sino como una opción que reporta beneficios en vida –ser “el hombre más rico de la ciudad”-, retando al espectador desde la emoción a aprehender esos beneficios.
Si me permiten terminar con una apreciación desde lo más íntimo, tan poderosos resultan los valores y sentimientos que exudan las imágenes de ¡Qué bello es vivir! que un padre espera con ansiedad el momento en que sus hijos alcancen la edad necesaria para verla, comprenderla, sentirla, disfrutarla y, por supuesto, dejarse convencer por sus irrenunciables tesis.
Excelente artículo Sergi!!! Gracias