[Sergi Grau. Colaborador de CinemaNet]
Sin duda uno de los hombres más venerados de la Historia de los EEUU, Abraham Lincoln fue el decimosexto presidente, desde 1860 a 1865, en dos mandatos –el segundo, apenas iniciado cuando fue asesinado- que coincidieron con los años de la fatricida Guerra de Secesión. Se le recuerda por ello, por los crudos tiempos que le tocó vivir y por su trágica muerte, pero también por su legado político, que es del que en buena parte se ocupa este Lincoln escrito por Tony Kushner y dirigido por Steven Spielberg.
Un legado relacionado con la cuestión de la emancipación de la gente de color –cuestión cuyo trasfondo económico fue a su vez el detonante principal de la guerra civil–, que cristalizó en la aprobación de la decimotercera enmienda a la Constitución de los EEUU, según la que quedó oficialmente abolida la esclavitud.
Aunque el propio Spielberg ha negado intención alegórica alguna de la película (según manifiesta, y estoy muy de acuerdo con él, una buena historia no necesita otra excusa que su valor intrínseco para ser contada), ha habido y habrá quienes, bien legítimamente, busquen concomitancias entre lo que narra la película y estos, bien distintos pero sin duda también caldeados en lo político, tiempos que corren. Sin embargo, en este artículo no nos centraremos en esa cuestión; ni siquiera en los meollos de la sin duda espléndida y percutante radiografía política que el filme propone. Antes bien en el retrato de su personaje protagonista y el lugar que cabe rastrearle en el imaginario particular del que sin duda es uno de los grandes realizadores en activo.
En la rotunda caracterización que del personaje efectúa Daniel Day-Lewis, amén de los aspectos iconográficos asociados con el personaje afloran unos rasgos de personalidad que nos hablan, de forma pronunciada, sobre su soledad. Y ello tiene que ver con avatares tanto de la vida privada del presidente como de los relacionados con el ejercicio de la política, unos y otros que el filme agita de forma notable.
Bien al principio, y en una bella secuencia en la que Lincoln se tumba en el suelo para despertar a su hijo dormido, tenemos la primera referencia a Willie, el hijo pequeño que perdió por enfermedad pocos años antes (y en el filme no se menciona, pero años antes Lincoln también perdió a otro hijo en su más tierna edad). Esa ausencia es importante en lo dramático, porque revierte en la relación que el personaje mantiene con su mujer, Mary (Sally Field), estigmatizada por la pérdida, así como con su hijo mayor, Robert Todd (Joseph Gordon-Levitt), a quien trata de impedir que se aliste en el ejército presionado por la expectativa de perderle. Así, las máculas sentimentales de la pérdida de seres queridos laten con fuerza en el subtexto de la historia, de modo tal que el personaje está en definitiva solo tomando decisiones muy trascendentes que, así articulado el relato, contaminan la esfera política/pública y familiar/privada. Lincoln está solo con sus convicciones, y solo con sus sentimientos, las dos cosas al límite.
Esa evocada soledad del personaje, subrayada por el trágico final de su vida por todos conocido, hace encajar las piezas en términos de loa a su sacrificio personal. Noción esta, la del sacrificio, muy enraizada en el discurso humanista que atraviesa la filmografía del cineasta.
Cómo no hallar parangones entre este Lincoln y, sin ir más lejos, Oskar Schindler (Liam Neeson), el personaje que en La lista de Schindler (1993) hacía, inopinadamente, acopio de todos sus escrúpulos en el entorno más hostil y se dedicaba a salvar vidas negociando de la manera más tramposa posible con los verdugos nazis; Lincoln también tiene que lidiar con un entorno hostil, y su estrategia –basada en sazonar discursos o responder argumentos contrarios mediante el relato de jocosas anécdotas, que nunca plantea de la forma caprichosa que aparenta– se nos antoja una forma de supervivencia; no supervivencia propia, sino ajena, de la colectividad, y por unas firmes convicciones que trascienden lo político, y tienen más que ver con la salvaguarda de derechos humanos y civiles.
Guardando las distancias, también hay algo en este Lincoln de Viktor Navorski (Tom Hanks), el viajero penitente que en La terminal (2004) debía enfrentarse inerme a una compleja y hostigadora maquinaria burocrática. O del capitán Miller, el personaje que el mismo actor encarnó en Salvar al soldado Ryan (1998), jefe de compañía que defiende algo tan improbable en la guerra como el valor de una sola vida…
La completa filmografía de Spielberg, y aún más su última franja, hallamos dos muy marcadas tipologías de personajes: unos que buscan su lugar en el mundo, su dignidad y/o su trascendencia, aspiraciones siempre marcadas por la emotividad pero que también tienen implicaciones éticas importantes (Celie (Whoopi Goldberg en El color púrpura (1985); Jim en El imperio del sol (1987), Cinque (Djimou Hounsou) en Amistad (1997); el robot David (Haley Joel Osment) en AI: Inteligencia Artificial (2001); Frank Abagnale jr (Leonardo Di Caprio) en Atrápame si puedes (2002); Avner en Munich (2005)…).
Y otros con suficiente coraje e inteligencia para liderar la lucha de los más débiles: tipos como el Capitán Miller, como Oskar Schindler o como John Quincy Adams (Anthony Hopkins) en Amistad. Como, por supuesto, Abraham Lincoln: no se me ocurre otro personaje de la Historia de los EEUU que pueda aglutinar mejor ese completo discurso spielbergiano y llevarlo a su culminación. Como en una tesis cinematográfica sobre la propia Historia deslindada en tres episodios complementarios, en El color púrpura se relataban las miserias de la segregación racial; en Amistad se arbitraban los primeros intentos, pugnas judiciales aisladas, en defensa de los derechos de los esclavos; y en Lincoln, la aspiración ética se lleva al estadio de ley universal. Pero Spielberg no habla tanto de conquistas sociales cuanto del sacrificio que implican: una nación entera debe pagar el más alto precio, la guerra; y un hombre, uno solo, carga con el peso de tan formidable responsabilidad a sus espaldas.