Fallida intriga donde el prometedor robo inicial se diluye rápidamente en una maraña de inverosimilitudes donde entran en juego la psicología y otras emociones humanas para desembocar en el desconcierto de propios y extraños. Aun rodada con estilo, supone un traspiés en la singular carrera de su realizador, Danny Boyle, cuyo bagaje precedente podría condicionar equivocadamente al público.
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ESTRENO Título original: Trance. |
SINOPSIS
Simon, un asistente de una casa de subastas, se asocia con una banda criminal para robar un valiosísimo cuadro de Goya. Pero tras recibir un golpe en la cabeza durante el atraco, descubre, al despertarse, que no recuerda dónde ha escondido el cuadro. Cuando ni las amenazas ni la tortura física logran arrancarle ninguna respuesta, el jefe de la banda contrata a una hipnoterapeuta para que indague en su mente y le ayude a recordar. A medida que va adentrándose en su destrozado subconsciente, lo que está en juego llega a ser mucho más y los límites que separan el deseo, la realidad y la sugestión hipnótica comienzan a difuminarse y desaparecer.
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CRÍTICAS
[Enrique Almaraz, Colaborador de CinemaNet]
Uno de los primeros criterios que el público valora para elegir qué película ver en el cine es la trayectoria precedente de los implicados en cada película. Es muy natural, aunque puede llevar a engaño, como es el caso de “Trance”, el último trabajo del laureado Danny Boyle, recién llegado a las carteleras de todo el país. El bagaje previo del director – “Trainspotting”, “La playa”, “Slumdog Millionaire” o “127 horas” se encuentran en su filmografía, además de un Oscar por la penúltima – tiene cualidades suficientes para su consideración como cineasta de méritos sobradamente demostrados: personalidad más asentada en criterios independientes que en la maquinaria de las superproducciones, estilo narrativo, cauces alternativos en las posibilidades de rodaje y, sobre todo, originalidad y trasfondo. Tales virtudes son un espejismo al adentrarse en “Trance”, una película de altibajos demasiado acusados con un buen arranque diluido hasta borrar de la memoria la impresión inicial. Ni las sesiones de hipnosis del protagonista serán suficientes para restituirla.
En medio de una subasta, un grupo de ladrones comete un audaz robo de un cuadro de Goya. Uno de los empleados, Simon, parece tratar de impedirlo, aunque está implicado con la banda. Tras recibir un golpe en la cabeza por esa extraña muestra de heroísmo, olvida dónde ocultó el cuadro. Franck, el líder, recurre a todo para intentar que recobre la memoria. La última opción es Elizabeth, una doctora experta en terapia a través de hipnosis. Pero lo cierto es que ni los ladrones lo tienen tan sencillo ni los espectadores tan entretenido. Por la pantalla transitan unos personajes poliédricos en los que el resultado descoloca no por lo dificultoso del seguimiento, sino por lo confuso de su propio y pretendido destino.
Simon (James McAvoy) pasa de simpático aun con defectos y debilidades a rechazable. Con Franck (Vincent Cassel) sucede a la inversa pero igual de desconcertante: su duro atracador capaz de torturar sin piedad se convierte casi sin motivos en un manso corderito. Y como último nombre del triángulo protagonista, Elizabeth (Rosario Dawson), la terapeuta con más de un as en la manga termina por redondear el desatino.
Por ejemplo, el guión pudo haber justificado sus desnudos de una forma convincente, con argumentos más allá de lo estético y lo cuidado de su figura, y en vez de eso prefiere pasar por encima esbozando después una perturbación de Simon en una etapa anterior con el resultado de un mayor lío en la madeja sin visos de ser desenmarañada. En un vistazo poco riguroso de la propia situación, podría decirse que juntar en la misma trama un cuadro de Goya y el fuego no augura buenos resultados. Los giros y vaivenes como acompañamiento de la inverosimilitud probablemente tuvieran como objetivo la sorpresa. Lo ha logrado, sí, pero vistos los caminos seguidos, de una manera insuficiente y nada satisfactoria.
[Juan Orellana, COPE]
Danny Boyle es víctima de su propio estilo. Él mismo se ha impuesto unas fórmulas narrativas ya explotadas por directores como Christopher Nolan (“Memento”, “Origen”) o Martin Scorsese (“Shutter Island”), que obligan al espectador a esperar desde el principio lo más alambicado, lo más insospechado, que naturalmente, deja de serlo cuando acontece. A medida que la trama se va retorciendo sobre sí misma, en un exagerado ejercicio de virtuosismo barroco, empieza a notarse la pluma del guionista, decrece el interés que la historia había despertado y se llega a un punto de incómoda inverosimilitud. Hasta ahora, Danny Boyle había contado historias “desde fuera” —“127 horas”, “Millones”, “Trainspotting”, “Slumdog Millionaire”, “28 días después”…—, y el resultado había sido brillante como poco. Ahora, quiere contar una historia desde dentro, desde la tortuosa psicología de los personajes, y no consigue llegar al poder de convicción de sus antecesoras. El artificio acaba subyugando la verdad de los personajes y sus tramas.
El oficio de Boyle como creador de imágenes está fuera de discusión, y los planos que rueda son formalmente apabullantes, verdaderas lecciones de cine; el problema está en el guión, coescrito por Joe Ahearne (guionista de series de televisión) y John Hodge, que ya había colaborado con Boyle en los años noventa del siglo pasado. Un guión que hace del psicoanálisis un recurso fácil, que permite mezclar en la misma coctelera obsesiones, represiones, pasiones libidinosas, personalidades desdobladas, fobias, deseos inconscientes… De esta manera, se pueden extraer a capricho todo tipo de recursos para llevar el thriller por los vericuetos más insospechados, como les ocurría a las películas citadas al principio, extracción que a menudo corre el riesgo de entrar de lleno en el terreno de la trampa.
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