[Eduardo Navarro Remis – CinemaNet]
Para muchos se trata de una obra cumbre cuya importancia irá creciendo con el paso del tiempo, una obra en la que queda reflejada esta travesía por el desierto y la vida plena que Cristo nos concede y de la que nos habla el Santo Padre.
Para tratar de mostrarlo vamos a proponer un método: revisar y contrastar la película con el compendio de las verdades de la fe cristiana, el Credo
Creo en la Iglesia y en la comunión de los santos.
La Iglesia aparece representada en la comunidad parroquial que frecuenta los O’Brien y donde reciben los sacramentos. De hecho, en la película vemos la presencia sacramental de Cristo en la celebración de un bautizo, una confirmación, dos funerales y en su presencia real en la Eucaristía, además del sacramento del matrimonio de los padres de Jack y del orden con los dos sacerdotes que aparecen.
El árbol de la vida recorre bastantes de las notas de una auténtica antropología teológica en el cine. Con todo lo que ya hemos señalado, detectamos, por ejemplo, la naturaleza como creación, la presencia de la providencia como acompañamiento divino, el amor como transparencia de Dios o la vida más allá de la muerte. Otra de las notas que en el cine contemporáneo se adivinan como presencias de Dios es el modo en que lo visible hace presente a lo invisible. Y hay algo visible en la inmensa mayoría de los planos de El árbol de la vida: el sol.
El sol es precisamente otra de las claves de la película. Antes comentamos que una de las señas de identidad de Malick es la ausencia de iluminación artificial. Las escenas se ruedan con luz natural, durante las llamadas «horas mágicas» del alba y el ocaso. Esto hace que el sol sea explícitamente visible en numerosos planos de la película. Es como si fuera otro personaje más. Hay encuadres en los que deliberadamente se ha buscado que el sol aparezca junto a primeros planos de los personajes. Por eso las escenas del campo de girasoles (dos, una al inicio y otra al final) adquieren un significado especial gracias a esta interpretación, casi identificación, del sol con la divinidad. Lo visible (el sol, el agua, los árboles) hace presente a lo invisible (Dios). La luz adquiere carta de representación divina y hasta parece tener sus poderes en la escena en la que una novia inmóvil, muerta, tendida en una cama revive al penetrar el sol en la estancia.
La analogía del sol nos ayuda a interpretar la escena de la vidriera que contiene la escena de la Pasión. En 1285 Guillermo Durando, obispo electo de Mende (Francia), decía: «Las ventanas de cristal de la iglesia son las Sagradas Escrituras que impiden el paso del viento inclemente y la lluvia pertinaz, es decir, de los elementos nocivos, y al dejar pasar la claridad del sol verdadero, Dios, a la iglesia, esto es, a los corazones de los fieles, iluminan a los que residen en ella”. Las vidrieras simbolizan la misión de la Iglesia: ni el viento ni la lluvia, solo la luz para mostrar el verdadero rostro de Dios. Una Iglesia centrada en Cristo como esos campos de girasoles a los que nos hemos referido y que parecen adorar al sol, representando a toda la Iglesia y a toda la creación que se vuelve hacia el Creador. Durante la pasada JMJ 2011 de Madrid hubo un momento que quedó grabado en la retina de muchos y que dio la vuelta al mundo. Desde la bella custodia de Arfe de la catedral de Toledo se exponía a quien prometió atraer hacia sí todas las cosas cuando fuera levantado sobre la tierra (cfr. Juan 12: 32). Fue el momento de la adoración eucarística en el que más de un millón de personas de rodillas se recogieron en oración, como un inmenso campo de girasoles con la mirada puesta sobre el altar que adoraba al sol que nace de lo alto (Lucas 1:78).
Y si la Iglesia muestra a Dios, también reza, como la Sra. O’Brien que repite salmos ante el dolor de la pérdida de un hijo («Ningún mal temeré, porque tú vas conmigo», Salmo 23: 4; «No te alejes de mí, porque la angustia está cerca», Salmo 22: 12), el Sr. O’Brien que bendice la mesa y pide por su familia o Jack, que de niño reza antes de irse a la cama y cuyos pensamientos son un continuo diálogo con Dios. En cierta manera, toda la película es una oración y nos puede servir a nosotros mismos para orar.
El último símbolo eclesial que nos encontramos es el de la novia que emerge del agua, simbolizando a la esposa que se une al Espíritu para salir al encuentro del esposo según la interpretación escatológica y nupcial del Apocalipsis (22:17).
Creo en el perdón de los pecados.
El árbol de la vida también es una película sobre la gracia que mueve a la conversión. De hecho, podemos concebir el argumento como la historia de una conversión (o dos, si incluimos al Sr. O’Brien), una vuelta a Dios y renuncia al pecado con el descubrimiento de una vocación que siempre había estado presente, con imágenes que entrelazan la gran historia del cosmos con la microhistoria de una sola persona que, quizá, nos representa a todos. En el arco de la película vemos que el amor de la madre es el pegamento de la familia, el que logra de modo paciente, servicial, sin llevar cuentas del mal, atraer a Jack y al Sr. O’Brien de nuevo al camino de la gracia. En uno de los tráileres oficiales escuchábamos a este último decir unas palabras que después no aparecen en el montaje final: «Algún día caeremos, lloraremos y entenderemos todas las cosas«.
La Sra. O’Brien y R.L. actúan como analogías del amor de Dios: «Madre. Hermano. Ellos me llevaron ante tu puerta«. La Sra. O’Brien representa el amor de Dios Padre, asimétrico e incondicional: «Me hablaste a través de ella. Hablaste conmigo desde el cielo. Los árboles. Antes de saber que te amaba, ya creía en ti«. Por su parte, R.L. es más una figura crística. Es la víctima (se deja disparar) que conduce al amor.
La travesía por el desierto de Jack no culmina hasta que cobran pleno sentido las enseñanzas de su madre, quien de niños les recordaba la primacía del amor «La única manera de ser feliz es amar. Si no amas, la vida pasará como un destello« (cfr. Corintios I 13: 13).
Un amor que abarca al prójimo y a toda la creación y debe ir unido al perdón: «Ayudad a los demás. Amad a todos. Cada hoja. Cada rayo de luz. Perdonad». Estas enseñanzas están inspiradas en uno de los libros preferidos de Terrence Malick, Los hermanos Karamazov de Dostoyevsky, donde leemos: «Ama a la Creación de Dios, ama cada átomo de ella por separado y ámala como un todo; ama cada hoja verde, cada rayo de luz de Dios, ama a los animales y a las plantas y ama a todo objeto inanimado. Si llegas a amar todas las cosas, percibirás el misterio de Dios que es inherente a todo. Una vez que lo hayas percibido, lo entenderás mejor y mejor cada día y finalmente amarás al mundo con un amor total y universal«.
El beato John Henry Newman decía que, “para los cristianos, hay poesía en todas las cosas”, porque saben que hay Alguien que hace nuevas todas las cosas (cfr. Apocalipsis 21: 5) y saben descubrir en ellas el rostro amable de Dios. O bien, citando a G. K. Chesterton al referirse a San Francisco de Asís, tan amado por el Papa Francisco, es como si Malick quisiera ver a cada árbol, cada gota y cada rayo de luz por separado, casi como algo sagrado, como un hijo de Dios y, por tanto, hermano y hermana del hombre. Toda la creación se reconcilia en la escena final mientras suena el Agnus Dei de Berlioz cuando, libre ya del pecado y de la muerte, el cosmos entero y la humanidad quedan restaurados.
Creo en la resurrección de la carne y en la vida eterna.
De nuevo hemos de referirnos a la secuencia final. Al llegar el fin de los tiempos, después de que el sol devore a la Tierra convertido en una gigante roja y se apague por completo reducido a una enana blanca, se producirá la resurrección y el juicio de toda la humanidad. Los cuerpos inertes y amortajados dan paso a la resurrección de la carne, primero cuando la mujer-Espíritu Santo tiende la mano hacia una tumba desde la que resurge un muerto y luego con la novia que despierta de su letargo. La luz de la fe se apaga porque ya no será necesaria (por eso vemos apagar una vela) y entonces veremos cara a cara, conoceremos como somos conocidos (cfr. Corintios I 13:12). El misterio se desvela, el verdadero rostro se muestra y cae la máscara del mundo al igual que la máscara de carnaval que vemos hundirse en el agua. Ya no habrá cabida al engaño del poema «Reír llorando» de Juan de Dios Peza: «El carnaval del mundo engaña tanto, que las vidas son breves mascaradas; aquí aprendemos a reír con llanto y también a llorar con carcajadas«.
Y, por fin, se produce el reencuentro con los seres queridos, cada uno con un aspecto y edad diferentes: los hermanos de Jack están allí con el cuerpo de niños, mientras que vemos a Jack con su cuerpo de adulto. Es el cielo visto como un sitio personal y familiar.
La presencia del juicio aparece sugerida tras el reencuentro de la familia O’Brien en el cielo. La madre abraza entre lágrimas al hijo que creía perdido, al tiempo que ve cumplida la esperanza que siempre había albergado en vida. Pero poco después vemos que tiene que dejarlo marchar, en apariencia en contra de su voluntad. Una puerta se abre y R.L. la cruza en solitario para entrar en un desierto blanco bañado por la luz del sol, mientras que la Sra. O’Brien y Jack permanecen en el interior de la casa. Justo después, la Sra. O’Brien aparece junto a la figura femenina que simboliza el Espíritu Santo, quien parece reconfortarla y ayudarla a aceptar esta separación mientras dice: «Os lo entrego. Os entrego a mi hijo». ¿Qué puede significar todo esto? De nuevo, es la biografía de Malick la que nos sugiere una pista: su hermano pequeño Larry se suicidó a los 19 años. En la película se encuentran algunos indicios de esta tragedia familiar. Malick no nos revela en el filme la causa real de la muerte de R.L., la cual aparecería en el telegrama que recibe su madre. Pero si en realidad se suicidó, esa separación y entrega del hijo nos sugeriría que quizá deba purgar temporalmente sus faltas antes de poder entrar en la casa eterna del Padre y quedarse ya, por fin, con toda su familia. En cualquier caso, lo que vemos por parte de la Sra. O’Brien es la aceptación confiada de la voluntad divina y la entrega del hijo a la misericordia de Dios.
Y por último, una referencia al principio. Hasta ahora hemos dejado al margen el propio título de la película. ¿Pero qué es el árbol de la vida y qué significa? Ya hemos comentado que los árboles son una manera visible de hacer presente a lo invisible, un símbolo de la divinidad. Cuando Jack es niño, ayuda a su padre a plantar un árbol en el jardín de su casa y su madre le dice «Serás adulto antes de que ese árbol sea alto». Como a Adán, el padre le marca a Jack los límites del jardín en el que se encuentra el árbol que acompañará los juegos de los hermanos y les verá crecer como testigo mudo y vertical. Y al final de la película, cuando Jack adulto desciende de la torre, sonríe al ver el árbol que estaban plantando en el complejo de oficinas donde trabaja. Para Jack, los árboles tienen un gran poder evocador de su infancia feliz y de Dios mismo.
Pero después de tanta referencia bíblica, no sería descabellado buscar en ella alguna pista. La Biblia nos habla en dos libros de la existencia de un árbol de la vida. Curiosamente, en los dos libros que la abren y la cierran, el Génesis y el Apocalipsis, alfa y omega de nuevo.
En el Génesis leemos que en el centro del jardín del Edén no había uno, sino dos árboles. Además del árbol del conocimiento del bien y del mal (el que propició la caída) nos encontramos a su lado el árbol de la vida (Génesis 2: 9). De este último Dios no prohibió comer, ya que no era necesario en el estado originario de inmortalidad. Tras la expulsión del paraíso, Dios puso a querubines armados con espada de fuego para guardar el camino al árbol de la vida e impedir al hombre acceder a él (Génesis 3: 22-24). Lo que en principio parece un gesto amenazante y vengativo de Dios no es más que otra prueba de su cuidado amoroso, ya que en el estado de naturaleza caída tras el pecado original la inmortalidad sería una maldición.
La muerte es un mal, pero un mal necesario dada nuestra actual condición. De no ser por ella estaríamos condenados a vivir para siempre en una vida cuya plenitud nos sería imposible encontrar. Nuestro anhelo de perfección y eternidad jamás podría ser saciado. En la historia de la literatura y del cine no son pocos los ejemplos que tenemos al respecto. A modo de ejemplo, en Los inmortales (1986) el premio ofrecido al único superviviente de entre los guerreros que solo pueden morir decapitados tras siglos de combates es… la mortalidad. En Troya (2004) el semidiós Aquiles le desvela a Briseida el secreto de que los dioses nos envidian porque somos mortales, cada instante puede ser el último y todo es más hermoso porque hay un final. Para Drácula, en la novela de Bram Stoker o en la adaptación cinematográfica de Francis Ford Coppola, la inmortalidad es una maldición. Y por último, en la trilogía de El Señor de los Anillos escrita por J.R.R. Tolkien y adaptada a la gran pantalla por Peter Jackson, el humano mortal Aragorn y la elfa inmortal Arwen nos desvelan que su amor solo puede ser cumplido si ella renuncia a su inmortalidad.
Retomando nuestro argumento, no volvemos a tener noticias del árbol de la vida hasta el final, cuando aparece como un premio prometido a los vencedores (Apocalipsis 2: 7). Este árbol está situado junto al río de agua de la vida (simbolizado en la película por una gran catarata) y solo aquellos que laven sus vestiduras (hasta dejarlas blancas, como un traje de novia) podrán tener derecho a él (Génesis 22: 2, 14). Es Jesucristo quien despeja de nuevo el camino al árbol de la vida que nos estaba vedado, el que figuradamente une los dos árboles del inicio y del final, ya que Él mismo es el camino (Juan 14: 6).
Hasta aquí el análisis de este maravilloso poema donde la belleza está tanto en el vuelo de una mariposa como en los astros en formación. A Malick se le ha criticado cierta complejidad en el argumento y un montaje que no ofrece demasiadas pistas sobre el significado de sus simbolismos. Pero lo cierto es que la película, desde el principio hasta su apoteósico final, es un libro abierto. Pero como todo libro hay que interpretarlo. En ella hay que esforzarse por pasar del ver al mirar, y del mirar al contemplar. Una verdadera obra de arte no se presenta como una realidad cerrada, sino que completa su significado en el espectador. Malick ha querido dejarnos la libertad de dejarnos abrazar por la belleza, pero solo si queremos y salimos a su encuentro.
El árbol de la vida se debería contemplar como un cuadro y escuchar como una sinfonía. Cada contemplación arroja nueva luz y hace brillar aspectos distintos a los de la vez anterior. Quizá le sucede lo mismo que indicaba en esta bella intuición el poeta Rilke refiriéndose al ser humano: «¡Oh misterio insondable, no encontramos lo que somos y lo que buscamos, y nunca somos lo que hallamos!«. Y eso sucede, precisamente, porque trata de reflejar lo que pocas veces el cine ha logrado plasmar con tanta altura: el misterio de un Dios enamorado del hombre al que pone en el centro del universo. Si hay una película idónea para el Año de la Fe, sin duda es esta. Ojalá hayamos ofrecido algunas claves para esta tarea de interpretación y que sirva de acompañamiento durante es este importante año que concluirá el 24 de noviembre de 2013, precisamente con la Solemnidad de Cristo Rey del Universo.