La película hace gala de una sencillez extrema, como si la cámara fuera un silencioso testigo de la vida familiar, en la que lo cotidiano tiene el absoluto protagonismo. Dentro de esa sólo aparente banalidad se van desgranando cuestiones importantes como las diferencias generacionales, el contraste entre tradición y modernidad, el sentido de la muerte, pero sobre todo, se describe con mucha autenticidad el profundo sentido de las relaciones familiares.
ESTRENO RECOMENDADO POR CINEMANET Título original: Tokyo kazoku. |
SINOPSIS
Una pareja de ancianos que vive en una pequeña isla viaja a Tokio para visitar a sus tres hijos. El mayor, Koichi dirige un hospital. La hija, Shigeko dirige un salón de belleza. El segundo, Shuji, diseña decorados. Los hijos quieren que sus padres se diviertan en la capital, pero al mismo tiempo están ocupados en sus trabajos, dejando que sus ancianos padres se sientan algo incómodos. Pero pronto todo cambia.
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CRÍTICAS
[Julio R. Chico – Colaborador de CinemaNet]
El milagro japonés
Hace sesenta años, Yasujiro Ozu alcanzaba la perfección con “Cuentos de Tokio”. Ahora, su discípulo y compatriota Yôji Yamada hace lo propio con “Una familia de Tokio”. Cuentan la misma historia, y ambas lo hacen con la misma delicadeza y hondura humanista, con la misma mirada nostálgica -pero no triste, aunque parezca paradójico– hacia una tradición que se fue, con el mismo temor a que la modernidad agoste la vida familiar. Lo que Yamada realiza es un remake y un homenaje al maestro Ozu, pero no una copia carente de personalidad o de sentimiento propio, y por eso cualquier comparación resultaría injusta y superficial.
En realidad, parece que la historia se repite y que un matrimonio anciano vuelve a viajar a Tokio para encontrarse con sus tres hijos. Allí descubrirán que los tiempos han cambiado, que las múltiples ocupaciones les convierten en una carga, que el final de sus días de acerca. Pero también conocerán a la entrañable Noriko que, con cariño y espíritu de servicio, aporta paz y esperanza en ese mundo de vértigo que parece olvidarse de ser feliz.
Es un viaje a Tokio y también a una humanidad en peligro, contemplada sin prisas y con toda la comprensión de unos ancianos que no exigen nada a la vida y que se contentan con un poco de afecto. Es un auténtico viaje de despedida hecho desde el corazón y desde la sencillez del maestro Ozu, con una estética y una sensibilidad que Yamada hereda para goce del espectador. No faltan los momentos para la emoción, aunque toda ella es un regalo aquilatado y templado por la sabiduría, pausado y sin estridencias ni artificios. Yamada imprime a la cinta el sello de lo auténtico y de lo sincero, con personajes cercanos a los que comprende y quiere -aunque no en la misma medida-, con un matizado dibujo de caracteres realizado con finura y elegancia. Las interpretaciones están a la altura del modelo clásico, y el espectador siente con ellos que vamos demasiado deprisa por la vida, que no percibimos la belleza de lo natural, que la familia está amenazada en Tokio y en sus antípodas.
La cinta goza, por otra parte, de un ritmo y tempo apropiados para la contemplación. Se equivocaría quien pensara que carece de ritmo o que es aburrida. Ciertamente no hay persecuciones ni peleas, pero recoge con fuerza y sutileza todo lo que sucede en el alma de sus personajes y en el de una sociedad… que avanza sin rumbo. Lo que hace Yamada, en definitiva, es invitarnos a conocer a la familia de Shukichi Hirayama y Tomiko, a participar de sus preocupaciones y de sus consuelos, a darnos un poco de esperanza… porque siempre queda un rescoldo de humanidad y siempre habrá una Noriko para recordarlo. Su carácter de remake no impidió que alcanzase un elogio unánime entre la crítica presente en la última Seminci, ni que recibiera merecidamente la Espiga de Oro como mejor película. Sesenta años después, vemos que desde Japón llega a un nuevo milagro de cine y una invitación a aprender a ver el cine y la vida.
[Juan Orellana – Alfa y Omega]
Un director japonés afamado y octogenario, Yoji Yamada, al que debemos magníficas obras como El ocaso del samurái (2002) o La espada oculta (2004), rinde homenaje a su maestro Yasujiro Ozu, ofreciendo un personal remake de su obra maestra Cuentos de Tokio (1953) sesenta años después.
La película se acerca a la vida de la familia Hirayama, encabezada por los abuelos Shukichi (Isao Hashizume) y Tomiko (Etsuko Ichihara). Estos viven de manera muy tradicional en una isla alejada de Tokio. Pero un día deciden viajar a la capital y pasar unos días con sus hijos. El mayor de ellos es Koichi (Masahiko Nishimura), casado, con hijos, y médico de profesión. La segunda es Shigeko (Tomoko Nakajima), casada también, que tiene una peluquería. Y el último, “la oveja negra”, es Shuji (Satoshi Tsumabuki), que monta decorados para el teatro. Tiene una novia maravillosa, Noriko (Yu Aoi), con la que aspira a casarse, pero teme la oposición de Shukichi, que siempre ha considerado a su hijo un fracasado.
La película hace gala de una sencillez extrema, como si la cámara fuera un silencioso testigo de la vida familiar, en la que lo cotidiano tiene el absoluto protagonismo. Dentro de esa sólo aparente banalidad se van desgranando cuestiones importantes como las diferencias generacionales, el contraste entre tradición y modernidad, el sentido de la muerte, pero sobre todo, se describe con mucha autenticidad el profundo sentido de las relaciones familiares. El hermoso desenlace apunta a una verdad a menudo silenciada: las lecciones de humanidad muchas veces vienen de quien menos se espera.
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