Relato itinerante, en acertado, poético y desolador blanco y negro, donde una estafa publicitaria es la excusa para un viaje donde las maltrechas relaciones entre un padre y un hijo están destinadas a encontrarse. La película encaja con equilibrio las dosis de introspección psicológica y emotividad para definirse como un elogio de los lazos familiares y un canto a la honorabilidad de la tercera edad.
ESTRENO RECOMENDADO POR CINEMANET Título original: Nebraska. |
SINOPSIS
Después de recibir un “premio” por correo, Woody Grant, un anciano con síntomas de demencia, cree que se ha vuelto rico, obligando a su receloso hijo David a emprender un viaje para ir a cobrarlo. Poco a poco, la relación entre ambos —rota durante varios años por los continuos desvaríos etílicos de Woody— tomará un cariz distinto ante la sorpresa de la socarrona madre de David y su triunfador hermano Ross. Pero, ¿qué ocurrirá cuando Woody regrese al pueblo, donde le ha prometido a todos que se ha convertido en millonario?
¡Debate esta película en nuestros foros!
CRÍTICAS
[Juan Orellana – Alfa y Omega]
Si algo caracteriza la filmografía del ganador de un Oscar Alexander Payne es su heterogeneidad. Sin embargo, siempre hay un cierto planteamiento humanista que atraviesa casi todas sus películas, como vimos en “A propósito de Schmidt”, “Entre copas” o “Los descendientes”. Un humanismo servido con humor, en ocasiones de sabor surrealista, pero que permite tratar importantes cuestiones de manera fresca y aparentemente desenfadada. En “Nebraska”, el núcleo dramático es la relación paternofilial, un tema que se ha convertido casi en una obsesión del cine contemporáneo, presentado de una forma en la que ternura y comicidad se dosifican por partes iguales.
El argumento, escrito por Bob Nelson, se centra en Woody Grant (Bruce Dern), un anciano algo demenciado de Billings (Montana), que está convencido de que ha ganado un millón de dólares, y quiere ir a la ciudad de Lincoln (Nebraska) para cobrarlos. A pesar de que su aguerrida esposa Kate (June Squibb) y sus dos hijos le explican que se trata de un truco de marketing, y que no ha ganado nada, él se empeña en ir a esa ciudad, situada a 1.200 kilómetros, aunque sea caminando. Finalmente, su hijo David (Will Forte) decidirá llevarle para que se convenza por sí solo de su error.
La película lleva por título el nombre del Estado del que proviene el director, Nebraska, aunque él es griego de origen. Y es que la cinta es un homenaje a la América profunda, la América de los grandes maizales, en la que los paisajes y las personas comparten su destino. Si además tenemos en cuenta que se trata casi de una ‘road movie’, y que el protagonista de ese viaje es un anciano, es inevitable que nos venga a la cabeza “Una historia verdadera”, la obra maestra de David Lynch. Pero si en aquel largometraje en color se nos narraba el reencuentro entre dos hermanos, en éste —en blanco y negro— se nos cuentan los esfuerzos que hace un hijo para reencontrarse y dignificar a su ya desnortado y alcohólico progenitor. Así que la película no sólo es un elogio de los lazos familiares y de la restitución de un vínculo filial dañado, sino que también es un canto a la honorabilidad de la tercera edad.
La singularidad de la película estriba en cómo está contada: en ese tono que hace que el espectador se ría de los personajes mientras tiene la sensación de que el director no lo hace. Un tono lo imprescindiblemente caricaturesco como para crear una distancia crítica inteligente respecto a la realidad social retratada. Humor irónico y humanismo se entrelazan, al estilo de Frank Capra o de John Ford, pero sin renunciar a las señas de identidad de nuestros tiempos. De Capra resuenan esos personajes tan angelicales como mundanos; de Ford, la imponencia de un paisaje marcado por la lucha por la supervivencia. La interpretación de Bruce Dern, un veterano secundario, es memorable, como lo fue la de Richard Farnsworth en la citada película de Lynch. Le ha valido a Dern la Palma al Mejor Actor en el Festival de Cannes, así como la candidatura al Globo de Oro —al mejor actor de comedia o musical—, al BAFTA y al Oscar, uno de las seis que tiene “Nebraska”, incluidas las correspondientes a mejor película y director. Por otra parte, el blanco y negro del griego Fedon Papamichael es excelente, y se nota en él la influencia de sus tíos y primos, los Cassavetes, y de su largo trabajo a las órdenes de Roger Corman.
[Sergi Grau – Colaborador de CinemaNet]
Hay una serie de elementos motrices que recorren y caracterizan el grueso filmográfico de Alexander Payne. Al cineasta le interesan los relatos contemporáneos, ubicados lejos de la metrópoli, centrados en crisis —personales, sentimentales, existenciales—, y siempre protagonizados por hombres —si descontamos la lejana “Citizen Ruth” (1996)—, generalmente de mediana edad, que vienen llevando una existencia bastante anodina y a los que ahora toca enfrentarse con una encrucijada, evidente o que late bajo la aparente. Y a los que el cineasta se acerca con voluntad de descripción aferrada en lo verista y lo psicologista, de modo tal que se pretende asentar un discurso, una voz propia desde el foro cinematográfico, que medita en voz alta sobre cuestiones que tienen que ver con nuestra inteligencia y sensibilidad, pero mucho más con el modo en que nos definimos como seres sociales, cuál es nuestra relación con nuestro entorno inmediato, pues en él nos movemos y él condiciona nuestros actos, sea el modo en que afrontamos una oportunidad o una frustración. Todo ello se respira en las obras del realizador de origen griego, que desde ese punto de vista relacionado con lo temático reclama su condición de ‘auteur’ en el sentido más extendido del término. Y también por ello, relacionado con razones industriales y de oportunidad para colarse en un determinado espectro de ese paisaje en el ‘establishment’ estadounidense, sus películas se pasean por festivales, suelen estrenarse “en tiempo de Oscar” y gozan de una clase de prestigio que siempre obedece a semejante patrón.
Empero, a quien esto suscribe Payne le parece un cineasta irregular. Tras una película que considero magnífica, “Entre copas” (2006), el ejercicio anterior presentó otra, la citada “Los descendientes”, que, aunque igual de laureada que la anterior, a mí me pareció un descalabro, precisamente porque las aspiraciones psicologistas antes referidas no lograban quedarse más allá de los meros enunciados —bien trágicos, cierto—, y el filme no sabía transmitir el poso de inquietudes, reflexiones y/o redenciones que sobre el papel transmitía, bien al contrario de lo que sí se lograba en el filme protagonizado por Paul Giamatti y Thomas Haden Church. Felizmente, con “Nebraska” Payne recupera la forma, o más bien el tono, en la edificación visual del relato, una edificación pausada, por lo general minimalista, y que oxigena un elaborado drama a partir de la gestión lacónica de sus elementos, lo que a menudo da de resultas fugas que algo tienen de cómicas pero de comicidad congelada por el contexto, o más bien por el trasfondo. La verdad es que la vocación temática antes aludida, en este caso merece un plus o definición añadida de apropiación estilística, pues “Nebraska” emerge de un libreto no escrito por Alexander Payne (que sí revisó, aunque al parecer poco) sino por un tercero, Bob Nelson, que por lo demás llegó a manos del realizador mucho tiempo atrás, cuando preparaba “A propósito de Schmidt” (2002), y al que Payne finalmente regresó tras “Los descendientes”. Afinidad o apropiación natural entre el material de partida y el relato cinematográfico resultante que, en todo caso, abona esa teoría sobre lo autoral.
Su premisa mínima —el viaje que realizan un padre alcohólico y su hijo desde Montana a Nebraska para recoger lo que el primero cree que es un premio de un millón de dólares y en realidad es una típica estafa publicitaria— nos sirve para presentar un elemento añadido a esos elementos configuradores del ‘corpus’ del cine de Payne: el hecho de tratarse de un relato itinerante (‘road movie’, dirán algunos, aunque a mí no termina de parecérmelo), como el de las citadas “A propósito de Schmidt” o “Entre copas”. El hecho de venir protagonizada por el anciano Bruce Dern llevará a muchos a asociarla con la que protagonizara en su día Jack Nicholson, pero creo que se hace evidente, en la textura dramática esencial del relato, que el auténtico protagonista de la función no es Woody (Dern), sino su hijo David (Will Forte), quien asume el punto de vista narrativo. La robustez tipológica y descriptiva de “Nebraska”, acaso el puntal de Nelson, se halla en la radiografía de la senectitud que tan bien borda Dern y otros personajes satélites en la trama —especialmente su mujer Kate (June Squibb) y el viejo amigo que encarna Stacy Keach— y que se sirve en un trabajado contexto que absorbe con el manto de la decrepitud y las viejas heridas del tiempo un relato sobre lo comunitario (las diversas pesquisas sobre el pasado de Woody en el pasaje central de la película, que discurre en Hawthorne, su ciudad natal, donde se produce el reencuentro con familiares, amigos y, sobremanera, recuerdos). Pero la esencia del relato, acaso el puntal que prefiere Payne, termina radicando en esa mirada que sobre todo ello arroja David, el hijo de Woody —y en menor medida, Ross (Bob Odenkirk), hermano del primero e hijo del segundo—, quien efectúa un viaje de reencuentro con su padre donde, por la vía del sacrificio, y por el profundo sentimiento de amor que le une a él, hallará la forma de dar cauce a una redención a los términos de su relación con él que servirá asimismo como catarsis sanadora que cierra las muchas heridas por sombras heredadas del pasado sobre la personalidad del personaje encarnado por Dern.
De “Nebraska” destaca la rotunda capacidad de Payne para sostener y compensar un ritmo narrativo muy preciso para alcanzar esas cotas entre la introspección psicológica y la fuga a la emotividad sobre la que está edificada la obra. Destaca el buen hacer del completo reparto. La idoneidad de la fotografía en blanco y negro del colaborador habitual de Payne, Phedon Papamichael, y el valor narrativo añadido de esos contrastes paisajísticos que la cámara recoge con planos largos para contrapuntear con la vis íntima de la narración. No se trata de una obra totalmente redonda, pues algo chirría en el guión: se aprecia un cambio de tornas en el devenir argumental a partir del nudo del relato en el que los enunciados sobre las complejas y enquistadas relaciones en el seno familiar se desatrancan de forma acaso demasiado obvia en una coda de confianza mutua que, por mucho que halle una motivación pertinente (en la progresiva hostilidad que hacia Woody y los suyos revelan los familiares y amigos de Hawthorne por causa de ese supuesto millón de dólares), no deja de resultar una acomodación a los términos redentores que caracterizan ese final (ese suave beso que Kate le dedica a su marido), lo que como digo chirría un poco con los enunciados precedentes. Pero ello no empece el calado y la credibilidad sociológica y antropológica de una película sin duda hermosa, que en última instancia habla con voz serena sobre la imperfección de los sentimientos y, a tono con ello, las muchas clases de amor que puede destilar el ser humano.
¡Debate esta película en nuestros foros!