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(Artículo publicado originalmente en Aleteia)
“J”ennifer es una adolescente reservada y llena de traumas que odia al mundo, a la realidad y a sí misma, y lo grita a los cuatro vientos con su forma de vestir, con su desprecio hacia los demás, con su comportamiento e, incluso, autolesionándose. Como ella misma dice, se produce heridas en los brazos por una razón sobremanera sencilla: “falta de alternativas”.
No se refiere a las alternativas laborales, que todavía no le agobian a sus diecisiete años, sino a que su existencia carece de posibilidades de realización, de plenitud, de esperanza. Es un pozo negro de paredes pulidas por las que resulta imposible ascender.
Dentro de ese agujero no alcanza a distinguir entre la vida y la muerte, y se encuentra a un solo paso de poner ante sí ésta, la única decisión que cree afirmaría su irrepetible personalidad, que a los demás resulta indiferente.
Sospecha que nadie la quiere o, si lo miramos de otra manera, no posee ninguna certeza de algún amor -ni siquiera el materno- que recaiga desinteresado sobre ella. Siente que atraviesa el mundo como un bulto sospechoso, como una mata seca que cruzara el desierto rodando durante kilómetros y kilómetros y que, si alguna vez pasa delante de alguien o se interpone en el camino de un vehículo, lo único que hace es molestar.
Igual que ella, una multitud ingente de personas pueden decir hoy que no mantienen ni una sola relación, ni siquiera dentro de su entorno familiar, en la que el patrón de medida no sea el interés, en la que no se vean como instrumento de fines ajenos, en la que reciban atención más allá de su coyuntural utilidad.
Hay que entenderlo, porque tal vez hayamos perdido incluso las nociones básicas para comprender esto: si se está al lado de alguien porque “me hace bien”, o porque su ausencia “causará un dolor” o “porque lo necesito”, se es protagonista de una relación manipuladora. Si el afecto al hijo no asume que es completamente otro y que el papel de los padres es dar la vida por el bien de aquel que un día se irá y, tal vez, será ingrato, se está en una relación manipuladora.
Y cuando un joven crece en un universo de relaciones manipuladoras no comprende su propio valor, ni el de los demás, sino sólo la utilidad, el interés y el egoísmo, y en ese ambiente ácido puede que piense que la vida no da más de sí. Porque el ingrediente más importante, el que su corazón anhela, ha sido borrado del horizonte.
Entonces la única esperanza recae en lo inesperado, en lo que está más allá de las leyes naturales y constituye, sobre estas, un exceso. Eso inesperado, ese exceso, es la caridad, el amor que supera medidas y cálculos sin pretender respuesta ni beneficio, ese acto máximo de libertad que cambia el curso de la historia ensalzándola e iluminándola y que no cabe exigir, sino que siempre se recibe como un regalo.
La película, brillante, inteligente y realista, alcanza su mayor grandeza cuando no se resuelve con la llegada de un joven apolíneo que presenta la salvación dentro de una relación sentimental al uso. Se hubiese errado el tiro al simplificar la propuesta hasta tocar el discurso dominante con una resolución al estilo Crepúsculo.
El corazón que surge entre las tinieblas es el de un cincuentón sin pretensiones sentimentales ni sexuales, un hombre tranquilo, bonachón y solitario que no hace nada excepcional más que aceptar a “J”, acogerla y darle una oportunidad, afirmando su valor sin aspavientos. Algo nada heroico que no merecerá leyenda ni epopeya, pero que servirá para transformar el alma polvorienta de la muchacha hasta convertirla en una gran mujer que, consciente de que ha sido preferida gratuitamente, será capaz de mirar a su entorno y a quienes lo pueblan con una inteligencia y afecto que pintará de nuevos colores la realidad, para ella y para todos.
Educando a J es uno de los mejores guiones que han aparecido en las últimas décadas, oculto en una narración sencilla, sin pretensiones, que nos muestra la belleza de una vida aparentemente normal pero que es para tantos adolescentes casi una utopía. Porque necesitan aprender de los adultos en qué sentido y de qué manera vivir merece la pena, y caen en un profundo desánimo al comprobar, atónitos, que los años sólo nos han servido para ser más viejos, más cínicos y más estúpidos.