El cine, como todo arte, exige un mínimo de contemplación. A veces mucha, a veces algo. Y en contadas ocasiones, apenas un rescoldo. Pero el hecho es que siempre la requiere, porque toda historia cinematográfica –incluso la documental-, por breve que sea, pide al espectador que se involucre. Que abandone el espacio físico actual y real para adentrarse en otro diferente.
Este texto no es sino una breve llamada de auxilio a las nuevas generaciones, entre las que me cuento. El mundo digital que nos rodea, ése lleno de pantallas, tablets, redes sociales, tuiteos y snapchats, está dificultando nuestra capacidad de concentración. Nos obliga a vivir de lo efímero, de las imágenes fugaces, de los emoticonos –burdo resumen gráfico de estados de ánimo e incluso de ideas- y de las historias en vivo y en directo.
En otras palabras, el tiempo para la reflexión se vuelve cada vez más utópico, porque la moda actual apunta justo en la dirección opuesta. Y esto afecta a muchos ámbitos: el del estudio (pérdida de concentración), el de los afectos (pérdida amor profundo), el espiritual (pérdida de oración), el humanístico (pérdida de sutileza psicológica), etc.
Por eso, en este artículo deseo rescatar el valor de la paciencia, la “madre de todas las virtudes”. No hay contemplación del arte (y de la realidad) sin paciencia. Necesitamos paz interior y sosiego para prestar atención a los detalles, a las actitudes, a los colores, a los destellos de belleza, y para ponerlos en contraste con nuestras propias vivencias. Con nuestra experiencia.
Se me ocurren pocos géneros cinematográficos más lejanos a la tendencia contemporánea por lo instantáneo que el del western. Prueben a reproducir un peliculón como Centauros del desierto, Río grande o Cimarrón frente a un niño de 10 o 12 años, y dudo que la mayoría de ellos logre acabarlo sin levantarse para ir al baño, coger el teléfono o consultar cualquier cosa en su ordenador.
Al mismo tiempo, puedo pensar en muchos ejemplos del séptimo arte recientes y cercanos a esa inclinación por lo inmediato, lo impactante, lo fugaz. Un vistazo a los blockbusters de la última década constituye el perfecto botón de muestra: ahí están la cansina retahíla de Transformers, la archiconocida saga de Harry Potter, la serie interminable de Fast and Furious, la alocada Mad Max: Furia en la carretera, la exprimida pentalogía de Piratas del Caribe o el incontable cúmulo de filmes sobre superhéroes (desde Iron Man hasta Spider Man, pasando por Los Vengadores y compañía). ¿Significa que son malos productos? No, por cuanto su propósito principal es el de entretener. Pero sí revelan, insisto, una cierta “patología”: que lo que más triunfan son las breves píldoras de adrenalina. En una palabra, lo frenético.
Tanto “fanatismo” visual aleja de sí el tiempo para la introspección. Creo que, más que nunca, necesitamos ir en contra de esa marea delirante que apunta sólo a lo pasional y superficial, a lo que estimula la parte epidérmica de nuestro entendimiento, y ejercitarnos, en cambio, en la paciencia. O sea, darnos el tiempo de apreciar historias sencillas que, desde su aparente normalidad, nos sacudan en lo más hondo por su humanidad y sus propuestas rompedoras e intelectualmente desafiantes.
Y así, para no pecar de extremistas, a modo de cierre mencionaré y recomendaré únicamente dos títulos modernos ya reseñados por Cinemanet y que contrapesan la inercia de lo llamativo y lo avasallador: Boyhood y Un don excepcional.