La guerra puede filmarse de muchas maneras: fogosa, terrible, épica, mínima, fría, interminable, heroica, trágica… En La delgada línea roja, Terrence Malick decide filmarla sin darle ninguna importancia. Cero. Para entender su decisión, veamos una anécdota. Cuentan que, cuando el director tejano estaba rodando su cuarta película, El nuevo mundo, lo filmaba todo: horas y horas de metraje obstinado hasta que su actor protagonista, Colin Farrell, estalló. “Joder, Terry, ¡no son más que putas águilas, no ruedes eso!”, le espetó.
Pero Terry –Malick- las rodaba, las capturaba con su cámara y se recreaba en su movimiento. Y eso mismo ocurre en La delgada línea roja: en esta película aparecen murciélagos, cocodrilos y gorriones, pero no hay guerra. Es decir, sí, hay batallas sangrientas y emboscadas en la jungla, pero no hay guerra, en el sentido historicista del término. Y he aquí la paradoja: con esta película, Malick rodó una de las mejores cintas bélicas pasándose por los innombrables las convenciones de este tipo de cine.
Para empezar, en La delgada línea roja el contexto da igual. Siendo esto un análisis, tocaría hablar del tiempo y lugar en que se inscribe la cinta: habría que hablar de la campaña de Guadalcanal entre 1942 y 1943, de la novela homónima de James Jones que más o menos sirve de base la película… pero no lo haré. Y no por una particular aversión a la Historia, sino porque al propio Terrence Malick le da igual el contexto: por no haber, no hay ni una indicación al comenzar la película acerca de en qué año estamos.
Primer escenario: el Edén
Sin embargo, esto no significa que Malick busque confundir al espectador. Al contrario: el plano que abre la película transmite toda la información que el público necesita para situarse. Es un Edén, un paraíso. Más tarde –por referencias externas a la propia película, seguramente- podemos saber que se trata de un poblado de indígenas melanesios situado en la isla de Guadalcanal, y que allí hay dos soldados que han desertado del ejército.
Uno de ellos es el núcleo de una película extremadamente coral: él es el soldado raso Witt (Jim Caviezel), y en ese poblado vive algo que no volverá a experimentar jamás en vida. Vive una comunión entre naturaleza, hombre y animal, un lugar casi mágico de armonía y en el que –como apunta el soldado sorprendido- no hay violencia entre los humanos. No cuesta reconocer en este espacio el jardín por el que pululaban Adán y Eva antes de hacer caso al consejo del médico, o incluso el etéreo Mundo de las Ideas del que hablaba Platón.
Sea cual sea la referencia concreta –cosa que solo podemos imaginar, porque Terrence Malick es famoso por no conceder entrevistas-, lo cierto es que este espacio sirve a un poderoso propósito narrativo y temático: es, de algún modo, la representación terrenal de aquello que todos los personajes buscarán a lo largo de la película. La felicidad, la plenitud, la Gracia. Y es que sí: La delgada línea roja es –como bien supieron ver en la pasada Mostra de Cinema Espiritual– cine espiritual, cine en busca del sentido.
Segundo escenario: el Infierno
Tras regalarnos los ojos con este festín de naturaleza y luz pura, Malick nos tira al agujero. Cuando una patrullera del ejército estadounidense llega al poblado y recoge a los dos desertores, estos son arrojados de vuelta al infierno. Caen a un mundo de tinieblas que el director identifica con una guerra que no tiene dos frentes, sino tres. En esta isla se enfrentan los EEUU, Japón y un tercer contendiente: la naturaleza.
Al contrario de lo que ocurría en aquel paraíso perdido del inicio del filme, aquí la naturaleza no vive en armonía con los hombres, pero sí adquiere un papel protagonista. Recordemos, Malick filma águilas: por eso hay tantos planos de paisajes gigantescos por los que avanzan como pueden soldados armados con hierros de muerte. Por eso hay tantos planos en que la luz se filtra como puede a través de los árboles. Tantos planos de animales sufriendo o reculando. La Naturaleza –que Malick no plantea en un sentido ecologista, sino cosmológico: es la Creación, el propio Universo- asiste muda al caos que han desatado los hombres entre sí.
En La delgada línea roja, la guerra aparece como el triunfo del desorden frente al orden, como el reino del sinsentido donde la virtud se ahoga. Como apuntan en su análisis los críticos Leo Bersani y Ulysse Dutoit:
“Esta violencia es mostrada de manera inequívoca como la maldad, y extraordinariamente, tratándose de un film de guerra –especialmente para uno de la II Guerra Mundial-, no hay una sola expresión de sentimiento patriótico en la película, ni intención de ninguna manera de dar una justificación histórica o moral. Ni siquiera de dar explicación a la violencia de la guerra”
¿Qué es, por tanto, la guerra? Para Malick, un poema. Una ocasión llena de lirismo para hablar de un espacio más mental que físico, más espiritual que carnal. Un lugar corrompido y necesitado de redención. Un lugar que consigue quebrar la paz del Edén: avanzada la película, llegamos a un segundo poblado, similar al que abría la película, que ya no tiene la beatitud del primero. En este, la violencia y la enfermedad campan a sus anchas.
La guerra que retrata Malick es un agujero desde el que los humanos miran al cielo. O al Cielo, aunque no a uno específicamente cristiano. Imbuido por un panteísmo mistérico, el director habla de un “alma” compartida por todos los humanos, y mira con la misma compasión a los estadounidenses y a los japoneses, porque todos son víctimas. Es lógica pura: si lo humano es la comunión en una sola alma, entonces separar a los hombres en dos bandos es un atentado puro contra el propio núcleo de la humanidad. Uno de los numerosos monólogos que pueblan La delgada línea roja lo expresa así:
“Fuimos una familia, ¿cómo se rompió y nos separamos, de tal modo que ahora nos volvemos unos contra otros, cada uno en la sombra del de al lado? ¿Cómo perdimos aquello bueno que se nos dio, cómo hemos dejado que se deslice, que se pierda? ¿Qué nos mantiene alejados de la gloria?”
Una prueba más de que Malick rechaza cualquier tipo de épica en su retrato de lo bélico es el personaje de Nick Nolte, el capitán Gordon Tall. Él, que en cualquier otro relato podría ser un héroe de guerra, aquí se revela como un pobre desgraciado. Como un enclenque que busca sanar su frustración con una victoria militar, sin importar el coste de vidas ajenas. “¿Sabes lo que es ver que ascienden a todo el mundo a tu alrededor?”, dice en un momento dado, revelando su herida. Su orgullo roto que intenta cicatrizar con sangre. La de los demás, claro.
Tercer escenario: ¿un regreso al Edén?
La guerra ahoga la virtud -lo vemos en el personaje de Staros (Elias Koteas), para quien preocuparse por alguien que no sea uno mismo es un signo de debilidad- e imposibilita la épica. Solo queda la posibilidad de una redención individual: “un hombre ve a un pájaro muriéndose y ve dolor sin respuesta. (…) Otro pasa, ve al mismo pájaro y ve la Gloria brillar a través de él”. La realidad provoca, y a través de ella se atisba lo divino.
A veces las decisiones de cásting se vuelven significativas con el tiempo: Jim Caviezel, que interpreta a Witt, se haría famoso más adelante por su papel de Jesucristo en La Pasión, de Mel Gibson. Cristo y Witt: dos perfiles en los que se adivina un paralelismo, por su sacrificio. Si Cristo murió por salvar a la Humanidad entera de su pecado, también Witt se entrega para salvar a sus compañeros, miembros de aquella alma universal tan del gusto de Malick.
La muerte de Witt se plasma en pantalla como un retorno al Paraíso, un regreso al Cielo del que nunca quiso salir: aquel poblado. La película se dobla sobre sí misma y queda en blanco, mirándonos, expectante. Hemos sido testigos del horror y de lo sublime, y ahora la pelota está en nuestro tejado: ¿qué responderemos?