No es la primera vez que se adapta al cine la novela “Maria Chapdelaine”, del francés Louis Hémon. La primera versión es de 1934 a cargo de Julien Duvivier y protagonizada por Madeleine Renaud; Marc Allégret rodó en 1950 otra versión protagonizada por Michèle Morgan; y finalmente en 1983 se estrenó otra adaptación a cargo de Gilles Carle. La última versión de Sebastián Pilote, estrenada en España en 2022, parece ser la más fiel al texto original, una historia de pioneros en Canadá que obtuvo tanta repercusión en su país que pronto pasó a formar parte de los planes de estudio en los colegios.
Ambientada en 1910, Maria Chapdelaine narra la historia de una familia establecida en una zona remota del Canadá, a algunos kilómetros al norte de la localidad de Péribonka. Se describe la gran epopeya de los pioneros del Quebec francés y sus complejas relaciones con la naturaleza focalizada en la vida familiar de los Chapdelaine. Se consigue una descripción magistral del espacio, del ambiente y del ritmo de vida hasta el detalle.
Sara Montpetit, en comedida actuación, interpreta a la hija mayor de la familia Chapdelaine. Tendrá que elegir entre tres destinos de vida representados por los tres jóvenes que la pretenden. No será fácil la decisión sobre su futuro, habida cuenta que las circunstancias imponen las reglas del juego. La reflexión y la aceptación serena de una realidad que se impone, le permiten madurar. Dejando atrás sus ilusiones de adolescente, sabrá darle sentido al sufrimiento de la vida y acabará manifestándose en la joven el temple heredado de su madre.
Sebastien Ricard y Hélène Florent, magistrales en su papel de padres de familia numerosa, manifiestan el amor y la fidelidad que une a toda la familia. Se observa en ese compartir las dificultades mano a mano sin una queja, en la hospitalidad generosa del continuo ofrecerse a los demás, en un saber disfrutar de lo pequeño que se acoge como un regalo inesperado y por tanto agradecido y, en definitiva, en ese aceptar el presente y esperar en el futuro pese a los golpes inesperados de la existencia.
La obra es de una sobriedad que, por extraña, invita a la contemplación casi sin pretenderlo. En la novela la mirada del narrador sigue los pequeños avatares en la vida de la adolescente y, a través de ellos, conocemos las costumbres cotidianas de una familia de pioneros. La adaptación cinematográfica respeta esta cualidad de la novela. Somos invitados a formar parte del ambiente familiar. Participamos en él con naturalidad porque nada ocurre fuera de lo cotidiano en un contexto semisalvaje donde sería casi lógico lo contrario. Seguimos de cerca el trabajo duro y desgastante de una familia que lucha contra los elementos naturales en una gesta de pioneros que apenas parecen tales. La simplicidad y la sencillez con que viven sus días, enmarcados por largas estaciones inclementes, evidencian su simbiosis con la naturaleza a la que aman y veneran pese a mostrarse desagradecida tantas veces.
El calor de hogar no desaparece nunca. A pesar de las jornadas agotadoras hay tiempo para cantar, jugar a cartas o bailar a la luz de los candiles. Las velas de sebo iluminan semblantes serenos aunque poco dados a exteriorizar emociones. Seguimos paso a paso sus andanzas a través de un largo metraje que invita a no tener demasiada prisa. Así, los juegos de cartas bajo la luz tenue del fuego del hogar es un canto a la belleza de lo efímero, de lo insignificante, pero preñado de grandeza por el amor que lo empapa todo. Lo mismo ocurre con la canción que el patriarca de la familia canta sosteniendo en el regazo a la hija menor. Tal vez el más largo monólogo de la película.
Se dice que el maestro Ford al definir su cine comentaba: “Yo fotografío gente”. Es lo que vemos en esta bella película. Personas con rostros que invitan a descubrir interioridades. Miradas que traslucen almas puras, casi de niño, que viven el presente confiados en Dios y en el trabajo de sus manos. Si los observamos con atención, adivinamos en sus ojos un gran registro de emociones. En efecto, una mano en el hombro basta para mostrar la cercanía entre la hija y su padre en momentos duros. Se intuye un perdón, un consuelo, una comprensión maravillosa. De igual forma en las juveniles intrigas del amor, bastan las miradas, las sonrisas o los gestos para dejar escapar intimidades que suelen reservarse para sí escondidas tras los silencios.
No hay palabras innecesarias. También sus pensamientos quedan al descubierto si no perdemos el hilo de la contemplación. Una contemplación que es reclamada por una historia en la que parece que no pasa nada y pasa todo. Una existencia agreste en la que descubrimos los hilos de todo el entramado de una vida. No falta nada en este mosaico de imágenes: el trabajo y el descanso; los sinsabores y las alegrías; la amistad y la decepción; el amor y el desamor; las decisiones de una vida que, impregnada de espiritualidad, valora la fidelidad a la palabra dada y acepta como final cumplido la enfermedad y la muerte.
A través de esta obra podemos recorrer el devenir de cualquier vida humana y no necesitamos que nos expliquen mucho más. Es un estudio detallado de la naturaleza humana centrado en su grandeza y sus potencialidades. El autor de la novela, Louis Hémon, vivió en primera persona las gestas de los pioneros. Logra transmitir de forma muy plástica la inmensidad de las tierras salvajes a la vez que describe el mundo interior de aquellos hombres y mujeres valientes que se adentraban en ellas. En el lenguaje cinematográfico las palabras son pobres frente a la poderosa fuerza de las imágenes. Eso es el cine en estado puro. Como señalan algunos críticos, las flaquezas de la obra en cuanto al ritmo pausado y ceremonioso, tal vez no apto para todos los gustos, no invalidan la poderosa fuerza visual y la armoniosa composición del conjunto.