Ya desde el año 1998, Artavazd Peleshyán se planteó a fondo lo que quería lograr con su cine; señalaba en sus escritos que deseaba mostrar lo que todos buscamos: nuestra propia humanidad, trascender y ascender; crear en la unidad; huir e incluso eliminar el montaje, En definitiva, que todas sus películas respondan a un significado válido y potente. Pues todo eso se palpa plenamente en la segunda película de este autor, Life, cuya duración no supera lo diez minutos.
Descubrí al director y a su cine, a través de un alumno mío, Miguel Ángel Millán, mientras realizaba su Tesis doctoral. Escribimos sobre ella y ante las circunstancias actuales, de tanta denigración de la vida naciente, retomo el tema, recordando en parte lo que ya se publicó. El corto se encuentra fácilmente en Internet, y no dudo que quizás, una vez visto, el buen espectador lo visionará más de una vez.
Con este breve trabajo aporto una noticia (¡sí a la vida!); un aviso (mirada de una madre) o simplemente comparto con el lector y el espectador algo muy valioso, porque Life es un tesoro cinematográfico; es la sencillez hecha imagen de lo que una madre goza, sufre y vuelve a gozar al parir a su hijo.
Entre los comentarios que he recogido hay quien lo califica como el mejor corto de la historia. La emoción que lo envuelve está enriquecida de ciencia, de filosofía, de amor…todo tiene cabida en la real hondura que conlleva nacer de una madre y vivir de ella y con ella en el inicio de la propia vida.

El director, nacido en un país perdido de las estribaciones del Cáucaso meridional, quizás esté influido por el genocidio de los armenios durante la Primera Guerra mundial, cuando los turcos otomanos arrestaron y decapitaron a cientos de intelectuales y políticos. Veo muy inteligente que, en lugar de hacer una crónica desgarrada de ese genocidio, le dé la vuelta y nos golpee recordándonos con tanta belleza que la maternidad es un acto femenino de amor; en el corto, en las expresiones y matices del rostro de la madre brota todo un leguaje conyugal, maternal y filial.
Parece ser que la protagonista no es una actriz sino sencillamente una parturienta joven. El espectador, casi inconscientemente, acuna a ese niño que va a nacer, mientras se escucha la música del Requiem de Verdi. Sí, se escucha la música, se escucha el silencio, se escucha el recorrido del bebé en la madre; se escucha misterio sagrado de la vida. Al final, sobre el bebé ya nacido va cayendo agua, que simboliza la bendición y purificación de una nueva vida que promete tal como en el plano siguiente se ve en las miradas de la madre y del hijo.
Rostros que emanan esperanza y alegría. Unos breves minutos anteriores a la escena final, hemos visto a una madre al borde de la extenuación, que ahora nos dice que ha valido la pena. Ojalá tanta gente ahora desnortada pudiera volver a redescubrir la asombrosa e intocable dignidad de cada persona.







