A los 89 años ha fallecido, en el rancho de Utah en el que se refugiaba desde hace tiempo, uno de los nombres más relevantes del cine: Robert Redford. Galán canónico primero, actor de merecida relevancia desde bien pronto, supo compaginar un estrellato a su pesar con una carrera meditada, independiente y coherente, donde hizo de la serenidad de su discurso la mejor seña de identidad.
Una mirada superficial a la figura de Robert Redford trae de inmediato a la mente la idea un conquistador que no se jactaba de ello, un actor de estilo sobrio y natural y un símbolo, con mayúsculas, del cine sin ceñirse a una época. A poco que se observe con más atención, su dimensión interpretativa gana perspectivas, nuevos enfoques y una línea de acción donde la personalidad del discurso se abre paso nítido, firme y sin necesidad de hacer demasiado ruido. La tristeza que ha embargado a la familia del cine y el público es una buena muestra de tan inmensa pérdida.
Nació el 18 de agosto de 1936 en Santa Mónica. Desde su juventud destacó como deportista, siendo una beca de béisbol lo que le dio acceso a la Universidad de Colorado, donde cursó estudios de pintura. Después de tres años, abandonó aquellas instalaciones para iniciar una vida de trotamundos, primero en su país, más tarde en Europa –España estuvo entre esos lugares– y, de vuelta a su tierra, después de su paso por Utah, donde contrajo matrimonio en 1958, se instaló en Nueva York, donde se inició en Arte Dramático.
La vocación inicial de la pintura lo condujo al interés por la escenografía, pero un agente teatral le cambió el rumbo hacia la interpretación. Pasó al teatro y de ahí a la televisión, con participaciones en series como “Maverick”, “Perry Mason”, “Alfred Hitchcock presenta”, “La dimensión desconocida”, “Doctor Kildare” o “Los Intocables”. El cine no se hizo esperar, siendo “El que mató por placer” (1962) su primer título para la gran pantalla, en la que coincidió con una figura definitiva en su carrera posterior, Sydney Pollack, aquí ambos como intérpretes. Cuando la era dorada daba sus últimos coletazos, Redford se hizo con la categoría de estrella. “La rebelde” (1965) y “Propiedad condenada” (1966) –junto a Natalie Wood–, “La jauría humana” (1966) –excelente análisis de la violencia en la sociedad– y “Descalzos por el parque” (1967) –deliciosa comedia que ya había representado sobre los escenarios y donde trabajó por segunda vez en el cine con Jane Fonda– pertenecen a esa primera etapa.
No tardó mucho en liberarse de esa imagen de chico bueno, impoluto, novio perfecto y yerno ideal según los cánones que habían calado en el público. La raya del pelo, digna de estudio para delineantes, desapareció; sus rubios cabellos se entregaron a un armónico desorden; los tejidos de los trajes abandonaron la lisura y las corbatas pasaron a ser casi una anécdota forzosa. Ser una garantía para la taquilla no le hizo perder el rumbo: elegía con mucho cuidado sus trabajos y supo deambular entre éxitos sin permitir que la industria lo devorara, fiel a la decisión de llevar su carrera de manera muy inteligente y socialmente comprometida. “El político” (1972), “Todos los hombres del presidente” (1976) o los siete títulos en que fue dirigido por su amigo Sydney Pollack –la ya mencionada “Propiedad condenada” (1966), “Las aventuras de Jeremiah Johnson” (1972), “Tal como éramos” (1973), “Los tres días del cóndor” (1975), “El jinete eléctrico” (1979), “Memorias de África” (1985) y “Habana” (1990)– se encuentran entre sus trabajos dignos de mención. No se puede obviar que esta particular faceta llegó en seguida, dando lugar a un actor tímido e introvertido, pero rara vez atormentado, rompiendo así la corriente predominante en la década precedente a su debut.
A las órdenes de George Roy Hill rodó dos títulos fundamentales de su filmografía, formando una pareja de ensueño con Paul Newman. Mientras buena parte del público se sentía empujada a elegir, esta unión no trajo rivalidad entre los intérpretes, sino una amistad que duró hasta la muerte de Newman. Ninguno de ellos cerró la puerta a una posible tercera colaboración, que nunca llegó a producirse, debido a la falta de un proyecto verdaderamente ilusionante. Dos películas bastaron para fijar en la memoria del público esta pareja como una de las mejores que haya dado el celuloide, todo un ejemplo de camaradería masculina, aventura y diversión hasta las últimas consecuencias. “Dos hombres y un destino” (1969), más simbólica que perfecta y redonda en su imperfección, contaba las peripecias de dos pistoleros del oeste, Butch Cassidy y Sundance Kid. Si aquélla fue especial, el colofón más brillante que podría imaginarse llegaría con “El golpe” (1973), pícara historia de una venganza en los bajos fondos de Chicago durante la Gran Depresión, esta sí, perfecta. Le supuso la única candidatura al Oscar como actor en toda su carrera, premio que nunca consiguió en tal categoría. Su faceta de director corrió suerte opuesta, ya que, en su primera incursión tras la cámara, se alzó con la estatuilla por “Gente corriente”, donde sembró las bases del que sería su sello, también en la dirección: la poesía de lo cotidiano, la sinceridad y la valentía en la denuncia.
Con apenas una decena de incursiones tras la cámara, la dirección lo reveló desde la primera vez como un cineasta de primer orden. “El río de la vida” (1992), “Quiz Show (El dilema)” (1994), “El hombre que susurraba a los caballos” (1998), “La leyenda de Bagger Vance” (2000) o “Leones por corderos” (2007) son ejemplos de desigual chispa, pero con un criterio moral, coherentes e identificables, siempre dentro del equilibrio que su impronta personal y su visión artística le inspiraban.
Continuaba trabajando de intérprete, aunque el volumen de sus trabajos descendiera, pues la madurez no le restó atractivo, sino, para muchos, todo lo contrario. También cuando su piel acusó el paso del tiempo, incluso más que en otros de sus coetáneos, era un pensamiento general. “Una proposición indecente” (1993) e “Íntimo y personal” (1995) y hasta “The Old Man & the Gun” (2018), su adiós a la gran pantalla, así lo atestiguan. Sin aferrarse a la etiqueta de guapo que siempre lo persiguió, a menudo sus personajes poseían un espíritu solitario, algo melancólico, inconformista y de vuelta de todo. Mención especial merece “Cuando todo está perdido” (2013), donde interpreta a un navegante que naufraga en alta mar, soportando él solo toda la película, pues nadie más aparece en imagen. Es, de alguna manera, una metáfora de su esencia individualista y luchadora.
Sus compañeros y amigos le han dedicado palabras en su despedida. Jane Fonda, gran amiga del actor, con quien rodó tres películas –“La jauría humana”, “Descalzos por el parque” y “El jinete eléctrico”– y que declaró haberse enamorado de él –“pero estaba casado”–, se rompía la mañana que se conoció la noticia: “No puedo dejar de llorar. Significaba mucho para mí y era una persona maravillosa en todos los sentidos. Representaba una América por la que tenemos que seguir luchando”. También Barbra Streisand (“Tal como éramos”), Meryl Streep (“Memorias de África” y “Leones por corderos”), Morgan Freeman (“Brubaker” y “Una vida por delante”) o Joe Mantegna (“Íntimo y personal”) se han sumado al recuerdo. Ni siquiera entre quienes no compartían su ideario ha despertado palabras de desafecto, ni en vida ni ahora.
Noticiarios y programas han recurrido con sorprendente frecuencia a la canción “Raindrops Keep Falling on My Head”, de B. J. Thomas, que acompañaba a una famosa secuencia de “Dos hombres y un destino” con Paul Newman y Katharine Ross. Mejor elección habría sido la composición de John Barry para “Memorias de África”, tanto por el protagonismo de Redford en dicha película como por esa unión de hermosura, lirismo y leyenda que acompaña al rubio actor en una visión general de su carrera y su figura. Tal vez este punto de vista del cinéfilo tampoco habría satisfecho a Redford, regateador de elogios consecuente con su conocida aversión a la grandilocuencia. Pues esta vez le va a tocar aguantarse, desde arriba, porque no es sino un resumen de una trayectoria por medio de la música. El aplauso no se negocia. Y esto ya es privilegio del público.