[Luís Mancha, Colaborador de CinemaNet]
McCarthy es uno de los llamados cuatro grandes de la literatura norteamericana, se caracterizan por tener como telón de fondo una reflexión, algunas veces identitaria, otras moral, sobre la sociedad norteamericana actual, instalada en lo que se ha denominado la postmodernidad.
Hace unas semanas se estrenó en España otra película basada en una novela del escritor norteamericano Cormac McCarthy, The road. Ésta es una película, como la novela, que aparentemente te deja indiferente. Dicho así, parecería que es una película inane y sin sustancia, pero reitero: aparentemente. Sin ir más lejos estoy pensando en mi acompañante que puso cara de póquer, a la salida del cine, cuando le espeté la consabida pregunta: ¿te ha gustado? La misma cara que puse yo cuando terminé de leer la novela. Pero insisto en la apariencia de esa apreciación, pues la película como las buenas novelas se lee rápido y se digiere pausadamente.
Esta perplejidad es comprensible ya que la película narra la historia de un padre y un hijo que tratan de sobrevivir en un mundo que literalmente se desquebraja, los árboles se pudren y caen, las cosechas arden inexorablemente, las tormentas y los terremotos sacuden una tierra enferma y agrietada (como sus protagonistas) y la comida es un recuerdo enlatado del pasado. ¿Por qué han llegado a esta situación? No se sabe ¿A dónde van? Al sur. Con esos datos es lógico que cunda el desasosiego e incluso la frustración entre espectadores que no están acostumbrados a que les muevan los muebles de sitio. Y si se los mueven, según el horizonte de expectativas del espectador, se entiende como ciencia ficción. Pero si por algo se caracteriza MacCarthy no es precisamente por practicar ciencia ficción, sino todo lo contrario, es más, se podría decir que esta película es realista, demasiado realista.
Para desarrollar mi argumentación en primer lugar me voy a centrar en el contexto narrativo norteamericano actual.
Pues bien, McCarthy es uno de los llamados cuatro grandes de la literatura norteamericana, le acompañan en la faena: Philip Roth, Thomas Pynchon y Don Delillo. Esquematizando, estos autores se caracterizan por tener como telón de fondo una reflexión, algunas veces identitaria, otras moral, sobre la sociedad norteamericana actual, instalada en lo que se ha denominado la postmodernidad. ¿Qué es la postmodernidad? En estos momentos, quizá sería mejor imitar a Woody Allen y decir: “yo no contesto a esta pregunta si no es en presencia de mi abogado…”. No obstante, me arriesgaré y seguiré mi razonamiento. Volviendo a resumir páginas y páginas de los notarios de la postmodernidad (Lipovetsky, Baudrillard, Lyotard y otros cientos de gurús de diferente pelaje) y tratando de sacarles la pulpa, diríamos que la postmodernidad ha dejado atrás los grandes proyectos colectivos (la religión, la patria, la revolución) para dedicase a adorar al becerro de oro, a su gran objeto de deseo: el individuo.
La búsqueda del sentido de la vida quedo atrás y ahora cada uno busca el sentido de su vida en una sociedad de cartón piedra, que trayendo a colación la cita de una película basada en una novela de uno de los acólitos de Don Dellillo, Chuck Palahniuk, y de su Club de la lucha, en palabras de Jack, interpretado por el camaleónico Edward Norton, en la memorable secuencia en la que encuentra todas sus cosas esparcidas por la calle tras la explosión de su apartamento, diría: “cuantos condimentos y que poca comida”.
En segundo lugar, quiero detenerme en la propia obra narrativa de McCarthy para ofrecer un poco de luz, aunque sea con mi pequeña linterna, en este universo narrativo y no solo por lo lúgubre, sino sobre todo por lo enigmático.
Para ello, es preciso preguntarse no solo, como hace el título del artículo, adónde nos conduce esta carretera, sino de dónde viene, cuál es su origen. En este punto es preciso hablar de otra de sus novelas llevadas al cine, en este caso por los hermanos Coen y de grato recuerdo para el cine español, ya que con ella Javier Bardem consiguió un Oscar al mejor actor de reparto, y me estoy refiriendo a No country for old men. (Me van a permitir que no traduzca los títulos las películas, no tanto por hacerme el cosmopolita, sino porque me da la impresión de que en la traducción se queda por el camino, al igual que el doblaje, ese espíritu tan norteamericano que sostiene el universo de McCarthy).
Pues bien, The Road no es sino la segunda parte de No country for old men. Ya sé que ni son los mismos personajes, ni la historia se parece, ni los escenarios, al menos aparentemente… Pero voy a tratar de explicarme. Estas películas suponen dos momentos de una lógica espacio temporal, así como dos momentos en la evolución natural del universo narrativo de McCarthy.
No country for old men retrata una realidad fronteriza poblada por personajes en una huida permanente, un asesino a sueldo, un veterano de Vietnam…, carcomidos por un malestar existencial en el que solo encuentran consuelo y salvación en el dinero. Pero el dinero, y aquí voy a detenerme brevemente, no constituye un medio, sino un fin en sí mismo.
Otro de los maestros de la narrativa norteamericana, Don Delillo, nos lo muestra en su novela Cosmopolis. Un yupi treintañero cruza la ciudad en limusina para cortarse el pelo, en el trayecto recuerda cómo ganó su primer millón de dólares antes de los treinta. Su excitación no consistía en la posibilidad de tener acceso a un sin fin de productos, sino en el regocijo de observar ese millón de dólares en la cuenta del banco. El significante había anulado al significado, fagocitándolo hasta convertirse en su propio referente, o dicho en otras palabras vaciándolo de sentido. Y esto no son meras especulaciones narrativas de Don Delillo y compañía, es el sustrato de la economía real (que se ha convertido en virtual). La desaparición del patrón oro ha producido que la moneda pierda un referente real y simplemente sea un apunte, como lo ve el protagonista de Cosmópolis, en una de las pantallas de Wall Street, de la Bolsa de Tokio o de la de Londres.
De esta forma, los Soros de turno cual pistoleros en el lejano oeste pueden poner en jaque a un Estado, como ya hicieron con la Libra Esterlina sacándola del Sistema Monetario Europeo, lo intentaron con la peseta y se rumorea que, actualmente, andan detrás de algunas de las noticias sobre la debilidad de la economía española y portuguesa y su comparación con el caso griego. Por lo tanto, los hilos que mueven la narrativa de Delillo o de McCarthy ni pertenecen a la ciencia ficción ni no es tan ajena como pudiera parecer a primera vista. En el caso de McCarthy, si cabe, todavía menos.
La realidad de No country for old men bien pudiera ser la de Ciudad Juárez. Uno de los problemas de esta ciudad, según diversos estudios sociológicos, está relacionado con su realidad fronteriza. Buena parte de los habitantes están de paso, los lazos con los vecinos son cuando menos débiles, de modo que el control social y los referentes comunitarios no existen. En este contexto, la violencia, la desconfianza hacia el vecino y la aleatoriedad de la vida y la muerte es una constante. Recuerdo la secuencia donde Anton Chigurh, personaje que representa Bardem, conmina al dueño de la gasolinera, un lugar inhóspito y en medio de la nada, a elegir cara o cruz como la ley que gobierna los destinos de la gente, la vida y la muerte.
Fundido a negro. Segunda parte: The road
The road no es más que la siguiente secuencia de un mundo que se ha ido por el desagüe de la postmodernidad. Un mundo desolador y desolado, donde el paisaje físico no es sino la representación del paisaje moral. Ya nos lo advierte un magnífico e irreconocible Robert Duvall, que nos da la clave de la alegoría (como en Colors y otras muchas) al lamentarse de que hubo muchas señales y las ignoramos todas. El resultado: un mundo gris, desquebrajado y desolador, como el alma de sus habitantes, que Javier Aguirresarobe, director de fotografía, dibuja con unas sombras (más que una luz) que provienen directamente de la imaginación de McCarthy (lo digo por la fidelidad con la novela, mérito que también, lógicamente, debemos al director, John Hillcoat). Porque la única luz que permanece en ese tétrico universo es la que proviene del “fuego interior” de los hombres buenos, que el padre y el hijo tienen, o más bien que el padre repite, como una letanía, que tienen, hagan lo que hagan, y que han de proteger frente a los “bad guys”. Una simplificación pueril de la que, paradójicamente, el que se da cuenta es el hijo, que reprende al padre, por su irracional miedo y su enfermiza desconfianza hacia los otros en su camino desesperado hacia el sur, que bien pudiera ser la senda del sueño americano.
¿Queda alguna esperanza en esta antesala del infierno? El niño (interpretado por Kodi Smit-McPhee, que ya destacara en Romulus, My Father). El niño nos enseña la piedad, el amor por el prójimo, la compasión, la empatía, mientras el atemorizado padre se refugia en unos valores maniqueos y estereotipados, los buenos y los malos (quizá les recuerde a algo) en un mundo que no entiende (ni éste, ni del que proviene seguramente).
Finalmente, la mirada del niño recuerda a la de los niños haitianos que pueblan últimamente los medios de comunicación, en sus rostros no solo se vislumbra la esperanza, sino la lucidez, entre las caras de desconfianza y desesperación de los adultos. A lo mejor son los únicos que son capaces de leer las señales.
excelente reflexion