[Sergi Grau. Colaborador de CinemaNet]
Bilbo: “¡Nunca en la vida he empuñado una espada, Gandalf!”
Gandalf: “Y espero que nunca tengas que hacerlo. Pero si llegara el momento, recuerda siempre esto: el coraje no consiste en atreverse a quitar una vida, sino en decidir salvarla”
(A Juan-Luis Valera, con afecto)
Tras una larga espera, finalmente se estrena entre nosotros el inicio de la segunda trilogía que Peter Jackson y sus colaboradores consagran a la Tierra Media que imaginó J. R. R. Tolkien. Las expectativas son muchas, por supuesto, porque la trilogía fílmica de “El Señor de los Anillos”, amén de erigirse en una pieza clave en el devenir del cine en la era digital, caló muy hondo en el imaginario popular.
En estos días será considerable el bombardeo de opiniones y reacciones previsiblemente encontradas que la película despertará entre la prensa especializada. En mi caso, ya he tenido el placer de ver, o mejor dicho, disfrutar del visionado de la película, y si dedicara este texto a glosar sus virtudes y defectos en términos de lenguaje cinematográfico la mayoría de comentarios serían muy favorables al trabajo realizado por el realizador-productor-guionista, los responsables de las diversas parcelas técnicas y el reparto. Sin embargo, en estas líneas, y desde las páginas de cinemaNet, considero oportuno abrirme a una serie de argumentos que, probablemente, serán arrinconados o menospreciados por la mayoría de comentarios que suscite la obra, pero que se hallan en el corazón de su relato, tanto en los términos elucubrados por el maestro Tolkien cuando escribió la novela como en los deducidos por Jackson y sus co-guionistas (Fran Walsh, Philippa Boyens y Guillermo del Toro son los acreditados) en su adaptación. Estoy hablando de sus valores.
Quizá resulte casi obvio ponerse a estas alturas a hablar de las influencias y la espiritualidad de la obra de Tolkien, pero no está de más recordar que, para él, la estructura histórica de la Tierra Media era un fin en sí misma, pues su aspiración última era la de proveer al público anglosajón de una mitología de la que carecía, tomando como referencia los mitos y leyendas nórdicos, y filtrándolos a través de sus convicciones religiosas, que habilitan otro orden de influencias, de la tradición judeocristiana, que es la que termina canalizando el poderosísimo aparato simbólico. De tal modo, la clase de cosmogonía que da carta de naturaleza idiosincrásica a la Tierra Media contempla el Mal como una desviación de la Virtud, algo que se concreta en una perversión de lo Bello en constante retroalimentación (por poner un ejemplo, los orcos eran inicialmente elfos, o Sauron era inicialmente un maia).
Sin embargo, al menos en apariencia, el tan pormenorizado enfrentamiento entre las dos grandes fuerzas, la Luz y la Oscuridad, elemento temático central de la novela El Señor de los Anillos, en la previa El Hobbit está más relativizado bajo las señas de un relato liviano, lleno de fugas humorísticas, y pensado para un público más juvenil, que básicamente narra los periplos de un hobbit y unos enanos, a veces acompañados por un mago de vestidura gris, a la búsqueda de un tesoro que un dragón guarda bajo su custodio. Pero los ropajes más ligeros de ese otro relato –que, lógicamente, se trasladan a los parámetros narrativos de la versión fílmica urdida por Jackson, al menos en esta primera parte– no significa que los cimientos espirituales y simbólicos que lo sustentan sean otros, por mucho que se hallen en un estadio menos depurado (recordemos que El Hobbit fue escrita años antes que El Señor de los Anillos).
Uno de los platos fuertes de esta primera El Hobbit es la aparición de la criatura Gollum, y el relato visual de algo a lo que en El Señor de los Anillos se hacía diversas alusiones, su encuentro fortuito con Bilbo, momento en el que el Anillo Único cambia de manos, prefigurando el decisivo papel que los hobbits correrán en los acontecimientos del final de la Tercera Edad: Gandalf advertía a Frodo que la compasión de Bilbo, que no asesinó a Gollum cuando pudo hacerlo, podía tener un significado oculto de mucha trascendencia (y lo tuvo: Frodo fue incapaz de lanzar el Anillo al fuego del Monte del Destino, y fue precisamente tras su fatídica pugna por la joya con Gollum que se cumplió la profecía).
En El Hobbit, yendo más allá de la literalidad de la novela, Jackson nos propone un instante climático en el que el hobbit se ve en la tesitura de asesinar a la repulsiva criatura a la que ha hurtado el Anillo. El subrayado es importante: si un elemento capital del discurso de Tolkien en sus novelas es la importancia que pueden tener los seres en apariencia más insignificantes, los pequeños hobbits, en este subrayado se nos indica que su fuerza interior (y, en la posterior obra, formidable resistencia al mal del Anillo) reside precisamente en su nobleza de corazón.
Este acontecimiento climático, el del encuentro entre Bilbo y Gollum, y su decisión de apiadarse de la malvada criatura, puede verse en realidad como una culminación, en términos espirituales, de la llamada a la aventura que en definitiva vertebra la historia: a pesar de lo mucho que ama su hogar y sus costumbres, hay algo en el interior de Bilbo que, tras los titubeos iniciales, le llama a trascender de su existencia plácida. Es, por supuesto, la clásica noción del viaje o la aventura como un proceso de descubrimiento de uno mismo. Pero en Tolkien, y en los subrayados específicos de la película de Jackson, esa definición viene integrada por los valores de la doctrina cristiana, la humildad y la fe, de las que nace una clase de fortaleza que hace posible lo improbable.
Pero Bilbo no hubiera iniciado su viaje si no hubiera contado con la confianza incondicional, que es también una fe inquebrantable en las posibilidades del Mediano en este viaje, del mago Gandalf. El carismático personaje encarnado por Ian McKellen es, por encima de todo, un guía espiritual, alguien capaz de ver más allá de lo que quienes se creen con la sabiduría pueden siquiera intuir (algo perfectamente ilustrado en la magnífica secuencia del encuentro del Concilio en Rivendel, que, otra vez, es un pasaje inédito en la novela, que los guionistas extraen libremente de otras fuentes, otros textos del mismo autor, principalmente “La búsqueda de Erebor”, de los Cuentos Inconclusos).
En este primer episodio de El Hobbit cinematográfico, se alude constantemente a los motivos ocultos que llevan a Gandalf a introducir a Bilbo en la difícil misión de los Enanos. No hallaremos una respuesta concreta, y eso es precisamente lo llamativo. Es un algo intuitivo, una clase de discernimiento que escapa de la razón y la lógica. Ni el propio Gandalf sabe por qué escoge a Bilbo, pero sí sabe que debe hacerlo, así que se lo impone a Thorin Escudo de Roble como condición sine qua non para auxiliar a los enanos en su expedición. Como el mismo personaje le decía a Frodo en un pasaje de La Comunidad del Anillo, “hay cosas que ni los más sabios pueden discernir”. Y que están ahí. Señales que debemos buscar y dejar que alumbren el precioso y siempre inesperado viaje de la existencia.