El pasado viernes 2 de septiembre se estrenó en Amazon Prime Los Anillos de Poder, la serie ambientada en el fascinante mundo surgido de la imaginación del escritor inglés J.R.R. Tolkien y que adapta libremente los acontecimientos narrados en los apéndices de El Señor de los Anillos.
A pocos les habrá pasado inadvertido el estreno, dada la apabullante campaña promocional por parte de la compañía de Jeff Bezos, como tampoco se le escapará a casi a nadie el dato, también esgrimido como reclamo, de que estamos ante la producción más cara de la historia: tan sólo por los derechos de autor se han pagado 250 millones de dólares a Tolkien State y el coste de producción de la primera de las cinco temporadas anunciadas asciende a 465 millones de dólares.
La serie venía precedida de un nivel de expectación sin precedentes, en buena parte sostenida por la ilusión de una legión de fans repartidos por todo el mundo que deseaban ver estas nuevas aventuras de la Tierra Media. Tras el estreno de los primeros capítulos han surgido miles de opiniones a favor… y en contra.
Entre los detractores se encuentran quienes creen que la serie adopta licencias creativas que van demasiado lejos y traicionan el legado de Tolkien. El espectador medio, alejado de la crítica más purista y seguramente con el recuerdo de la trilogía de El Señor de los Anillos (2001-2003) dirigida por Peter Jackson, ha encontrado un rico mundo de fantasía donde se despliegan fastuosos reinos y diversas razas deben hacer frente al surgimiento de un antiguo mal. Entre todo este ruido mediático conviene ofrecer una mirada sosegada basada en lo que hasta ahora sabemos y hemos podido ver de esta adaptación para valorar si se respeta la identidad tolkeniana de la serie.
Porque las palabras claves son estas dos, adaptación e identidad. Una serie basada en un libro no puede hacer otra cosa que adaptar a un lenguaje distinto, el audiovisual, lo que en un origen se expresaba en otro, el literario. El material de partida son menos de 200 páginas que recogen, muchas veces de un modo bastante sumario, numerosos acontecimientos acaecidos durante miles de años. Por eso se entiende que los creadores de la serie necesariamente hayan tenido que rellenar huecos y elipsis narrativas.
Pero, además de eso, al trasladar la narración a un nuevo formato, también surge la necesidad de tomar decisiones artísticas para que todo funcione en el nuevo medio. El medio audiovisual, y más el actual, pide un ritmo y ciertas convenciones que nada tienen que ver con lo letra escrita. Son, en definitiva, medios narrativos diferentes. Es cierto que en la serie hay personajes y acontecimientos que no aparecen en los libros (y muchos de los libros que no aparecen en la serie), o que en algunos casos se han movido fechas. Prueba de ello son diversos vídeos explicativos que circulan por las redes sociales donde fans desencantados desmenuzan todos estas incoherencias y anacronismos, con especial énfasis en la diversidad racial y el protagonismo femenino de los que la serie hace gala.
El espíritu de Tolkien
Pero la pregunta esencial que conviene hacerse, y aquí enlazamos con la segunda clave, es si todo ello hace que se pierda la identidad, el espíritu que Tolkien insufló en su legendarium. Lo que Tolkien intentó en pleno siglo XX fue, ni más ni menos, crear una mitología para su país, Inglaterra. Según cuentan varias biografías, las primeras intuiciones de la Tierra Media las tuvo bajo intenso fuego de artillería cuando sirvió como oficial de telecomunicaciones en la I Guerra Mundial.
Otro aspecto crucial para tener en cuenta es que la vocación académica y profesional de Tolkien era la filología e hizo honor a la etimología de la palabra, ya que fue un verdadero amante y mago de las palabras. Llegó a dominar una veintena de idiomas e inventó cinco, como el quenya y el sindarin, lenguas élficas derivadas fonéticamente del finés y del galés. Tolkien tenía para el lenguaje la sensibilidad de Mozart para la música.
Por eso, lo primero en Tolkien es la palabra y, a partir de ella, surgieron las razas y posteriormente se desplegó la historia de la Tierra Media en sus distintas edades. A partir de aquí, Tolkien concibió su proceso creativo como un cuerpo de leyendas conectadas entre sí, donde cabrían futuras aportaciones de otros artes y personas, siempre que fueran verosímiles y coherentes.
Asimismo, según el propio autor el tema central de El Señor de los Anillos era la tensión entre nuestro deseo innato de perdurar en el tiempo y la conciencia de nuestro paso efímero por la vida. Lo que Tolkien hizo, narrativamente, fue desdoblar en dos razas (humanos y elfos) esta tensión que convive en el corazón humano y que sirve de marco dramático para su existencia.
Entonces, ¿acaso encontramos todo eso en la serie recién estrenada por Amazon? ¿La importancia del lenguaje, los cantos y la poesía y de cómo la belleza de la palabra es capaz de crear mundos posibles? ¿Reflexiones sobre la muerte e inmortalidad? ¿El heroísmo basado en el amor y la necesidad de sostener la esperanza aun en medio de las mayores contrariedades? Pues bien, en mi modesta opinión, sí que se encuentran estos elementos y, por lo visto hasta ahora, con peso específico en la narración para el disfrute de los amantes de la obra de Tolkien. Para tratar de mostrarlo, basten dos ejemplos extraídos del arranque de la serie: la secuencia de apertura y la primera frase que escuchamos, con la voz en off de Galadriel.
La música de la secuencia de apertura ha sido compuesta por Howard Shore, el mismo artista que compuso la música para la trilogía de Peter Jackson. Además del homenaje a estas películas, y del efecto de conexión y armonía que se logra entre ambas producciones, hay una potente conexión con los mitos fundacionales de la Tierra Media.
Lo que vemos es cómo en un plano se van configurando por la reordenación de partículas de arena y pequeñas piedras y debido a la vibración de la música, diversas formas como anillos, árboles o formas geométricas. Esto conecta directamente con el canto Ainulindalë narrado en El Silmarillion, donde el Dios Eru comienza la creación a través de un tema musical que sirve de motivo.
Por su parte, las primeras palabras de Galadriel hacen referencia a que no existe nada que sea malvado desde el principio. Esto enlaza a la perfección con la estética de Tolkien y sus propias convicciones personales. El bien y el mal no son dos fuerzas equivalentes y antagónicas que luchan entre sí. Para Tolkien, el mal no está en el mismo plano que el bien, que es quien tiene la primacía, y el mal siempre será una privación de un bien debido.
Tiempo habrá más adelante de valorarla con mayor profundidad y criterio siguiendo criterios cinematográficos. Como diría Gandalf, ni los críticos más sabios son capaces de conocer todos los caminos, por lo que lo más prudente ahora es dejar que la serie fluya y la midamos con las mismas palabras de Galadriel: ninguna serie es mala desde el principio.